NOSTALGIA DE ANTONIO
Hoy, en este domingo de inicio del verano, siento nostalgia, no leve sino intensa de Tabucchi. Es uno de esos domingos soporíferos donde en casa todo parece estático y fuera, más allá del cristal, las sombras se mueven al paso de la multitud. Una sola moltitudine, otro título acertado suyo.
Tengo saudade de Antonio Tabucchi. Del Antonio inquieto, del Antonio nervioso, de aquel Antonio que nos regaló Sostiene Pereira después de un verano incandescente de escritura diaria y febril. Cuando las seis horas de bolígrafo terminaban (él, como yo, escribía a mano), como premio, llamaba a algún amigo de Vecchiano y se iban a cenar pescado a Viareggio en un viejo restaurante que le guardaba la mesita de siempre, como Pessoa en el Martinho de Arcada.
Saudade del Tabucchi poseedor de una honda cultura, y de su inagotable curiosidad porque, detrás de la cultura y de la curiosidad, guiñaba su improvisa sonrisa, dulce y al mismo tiempo de mofa. Aquella capacidad de asociar una digresión tras otra, de tejer una trama original. Nostalgia de sus historias «robadas» por la calle y de su aparente distracción –o abstracción–, desorientación y orientación, como si tuviera un radar solo suyo. Y así era.
Nostalgia del Tabucchi que me trasmitió la atracción por las cosas fuera de lugar, por las calles que no van a ninguna parte, en esas caminatas «por los cerros de Úbeda» a tontas y a locas. Hacia lugares donde las cosas vienen a buscarnos, y no nos tenemos que molestar en perseguirlas. Leyendo a Tabucchi me repetía a mí mismo: «Así se debe escribir, así y con esta actitud quiero escribir».
Ahora, en este domingo, me habría gustado escribirle una carta, una de aquellas que Fernando Pessoa se escribía a sí mismo con sellos incluidos. Una carta y un domingo son cosas que casan bien. Sin embargo, desdichadamente, no será posible aunque me quede la ambición de que este artículo se asemeje, en su parte final al menos, a una carta. «Caro Antonio», empezaría así.
Ya que descansas en tu otra raíz, Portugal, precisamente en Lisboa, a la cual dedicaste Réquiem, escribiéndolo en portugués, idioma que aprendiste ya adulto para acercarte al mayor de sus poetas, Pessoa, al que tradujiste y que dio un rumbo definitivo a tu existencia y de cuya presencia impregnaste (en italiano hay una palabra que me gusta más, sottesa) tu obra narrativa. Fuiste un lusitanista con hondo conocimiento de la literatura brasileña, y quizás por esto me acojo a un íncipit de un elzeviro tuyo para Il Corriere della Sera donde recordabas a Drummond.
El Drummond leve como una pluma que me ayudaste a traducir mientras preparabas una tortilla de espárragos en tu cocina florentina color salmón. Quién sabe si entre los espárragos que cocinaste estaba el que Édouard Manet regaló (en forma de lienzo) a Charles Ephrussi, crítico y coleccionista de arte, que días antes, en una exposición donde Manet no vendió otra cosa, le había comprado una tela que representaba un manojo de espárragos. Con la pequeña pintura Manet envió una nota que decía algo así: «Faltaba uno en vuestro manojo».
O traducir, libreta en mano, mientras pasábamos por la calle o permanecíamos sentados en un café de la piazza Santissima Annunziata. O frente a la mezquita o a doscientos metros de la piazza San Marco y de las celdas del Beato Angelico, que tu tío (en el inicio de tu educación estética) te acompañó a descubrir cuando no eras ni un adolescente. Salisteis al amanecer en un tren desde Pisa. Llegabais en bus desde Vecchiano. El bocadillo saboreado en el compartimento. Fuera el día empezaba a tomar forma. Tu tío, al igual que el mío para mí, significó dos puertas abiertas al mundo, un mundo que llegaste a conocer a través de tus lecturas y tus viajes. Como buen metereopático, tu propensión estaba orientada a países luminosos. La inquietud te obligaba a ser incapaz de vivir siempre en el mismo lugar. Viajabas por el gusto de viajar y en tus libros (Nocturno hindú, por decir uno) transparenta todo esto: en tus páginas no se encuentran las a veces ciertamente aburridas descripciones típicas de los libros de viaje. Había más bien narraciones, no descripciones. Narraciones de un viajero dispuesto a la aventura. Como aventura fue para mí transcurrir aquellas jornadas «malgastadas» vagabundeando: contigo me divertía y aprendía tanto, cada libro o autor que nombrabas se me tatuaba en la mente. Y los que me aconsejabas, los leía «al toque».
Parecíamos Pinocchio y su amigo Lucignolo por las calles de piedra antigua, aunque pronto dejaron de gustarte. No las calles en sí, sino cómo las administraban los políticos locales. Llegaste a escribir un reportaje que parecía más un libelo, «Gli zingari e il Rinascimento». Parte de él me lo dictaste en una trattoria, tu favorita, en Borgo Pinti: La Giostra. Tres horas de dictado para ganarme un bistec a la florentina con espinacas, y aquel joven de entonces que era yo escribía a mano. Mientras tanto, para proseguir con tus abstracciones, sorbías el Veuve Clicquot de costumbre, y yo te acompañaba.
Te dolía que Florencia se hubiera vendido a los comerciantes de la moda y al turismo para convertirse en una postal. Tu desahogo fue motivo de polémica pública, pero quien debiera no supo leer entre líneas: no se dieron cuenta de la punta de afecto que tú, siendo toscano, reservabas a la ciudad.
Yo también vivo en otra parte desde hace diez años, querido Antonio. La incultura y el mal gusto que se han apoderado de Florencia me duelen más que a ti porque yo nací y me crie allí y, cuando las cosas nos tocan estas fibras, nos afectan más. Me acuerdo de cuando me propusiste ir a visitar a aquel puñado de gitanos eslavos que, repudiados por su propia comunidad, vivían a las afueras de la ciudad. Fuimos hasta Brozzi con tu viejo Peugeot 305. Conducías distraído, como si estuvieras sentado al lado de un autista. Si tuviera que exponer mi clasificación personal de quienes entre mis amigos, literatos o no, han conducido peor un coche, diría que el premio ex aequo lo mereces tú en compañía del poeta Francisco Brines, que en un viaje de Oliva a la Manga del Mar Menor, entusiasmado mientras hablaba de sus óperas favoritas, casi se sale de la autopista.
Trajiste medicamentos y algo de repostería para que tomásemos junto a un café con estos gitanos que vivían en condiciones precarias bajo un puente, en una caravana inservible. Fue una experiencia nueva para mí.
En aquellos días me animabas a editar un libro póstumo de Drummond, que finalmente se publicó y que más tarde me invitaste a presentar a tus alumnos de máster en Siena. Ese encuentro me empujó a apuntarme a la Facultad de Letras y transformarme en alumno tuyo (un alumno «maduro»), aunque no faltaba mucho para que decidieras jubilarte. Terminé la carrera y me vine a España por razones literarias.
Luego, el tiempo que tanto te preocupaba en tus últimos libros se impuso y nos perdimos de vista.
De tus bolígrafos Pilot llovían sobre tus cuadernitos de colores chillones personajes siempre desfasados, fuera de tiempo y de lugar, como un defensa que llega un momento tarde y el delantero ya se ha ido con la pelota, como todos los que a menudo no conseguimos mantenernos en sincronía con el tiempo que estamos viviendo: nos damos cuenta de que empezamos a entender la partitura cuando los músicos ya han recogido sus instrumentos y emprendido el camino de vuelta a casa. Esta comparación te gustaba, y nos ponías en guardia.
Deberíamos estar más comprometidos con nosotros mismos y con nuestros sentimientos, y lo sugeriste en tus páginas, sobre todo en las de Si sta facendo sempre più tardi, tu «pequeña comedia humana portátil» o «novela en forma de carta», como reza el subtítulo. Reivindicabas el arte de escribir cartas de amor, así como yo aquí, en estas páginas, torpemente, escribo un recuerdo como si fuera una carta. Nos alertabas de que en la vida hay cosas que caducan si no se realizan a tiempo.
Sí, tenías razón, Antonio: es difícil entender las cosas mientras las estamos viviendo. El tiempo nos atraviesa y se hace inasible. Al menos tú tuviste la oportunidad de cazarlo con la red del escritor, como hacía Nabokov con las mariposas en sus paseos norteamericanos y suizos.
Entre otros motivos, tu obra me atrae porque no es autobiográfica. Naturalmente, los lugares y las experiencias que confluyen en tus páginas te pertenecen, son tuyos, pero nunca fue una literatura abiertamente autobiográfica aunque mezclara las cartas. Nunca hablaste de ti mismo, siempre te has identificado con el punto de vista de los demás. No estabas allí pero inventabas personajes y, como un líquido, te diluías en ellos para delinear sus perfiles, para ver a través de sus ojos. Sí, eran personajes distintos a ti, y con sus ojos observabas el mundo. No caías en la trampa del ego. Nunca.
Fuiste generoso en tus comentarios a mi primer libro como autor, y me aconsejaste que añadiera una nota, y lo hice. Tenías razón cuando decías una cosa aparentemente banal: un relato hay que empezarlo y acabarlo. La imposibilidad de una solución única dejar al lector la libertad de lanzar los dados y sumar sus números; llegar y al mismo tiempo no llegar a un resultado. Múltiples soluciones o ninguna. Deslumbramiento, maravilla. La literatura lo engloba todo.
Te llevo en mi maletín, caro Antonio…, en mi equipaje que no consigo, ni quiero, aligerar. Pesado de equipaje. Y cuando haciendo camino me encuentro cansado (ya no soy más el joven que conociste), entonces me paro, cierro los ojos y te veo cercano y puedo libremente confesarme que, en este domingo de verano, el recuerdo y la saudade son una única cosa.