Tu sola sapevi che il moto
non è diverso dalla stasi,
che il vuoto è il pieno e il sereno
è la più diffusa delle nubi.
Così meglio intendo il tuo viaggio
EUGENIO MONTALE
Satura, 1962-1970
En el Prado con Pereira quizás debería de haber sido el título del texto que estoy empezando a redactar, un recuerdo de Antonio Tabucchi (Vecchiano, 1943 – Lisboa, 2012) transcurridos cinco años de su fallecimiento. No obstante, no poseo su don para acuñar títulos.
Museo del Prado, etapa fija cuando piso la capital. Absorbo Velázquez, Goya, Tiziano, Antonello da Messina, el querido Angelico, naturalmente el Greco, Zurbarán. Y cada vez vuelvo y me quedo unos minutos frente al Perro semihundido, fascinado por aquel morro negro que brota de una duna, o de una tempestad de arena. Al amigo Antonio Tabucchi le fascinaba aquella tela.
Una premisa se impone: Pereira y Tabucchi no son homologables, aunque, por la circunstancia de que fue el artífice del doctor Pereira, se incurre en el peligro de hallar su rostro cuando se lee o piensa en Sostiene Pereira. Hagamos que a partir de este momento ese riesgo se desvanezca y concedámonos el capricho de escribir Pereira para referirnos a su autor. En España se pronuncia de distintas maneras: los que saben, Tabuqui; los que no, Tabuchi. La mayoría lo hace correctamente: amigos y buena parte de sus lectores.
Tabucchi fue mi profesor de literatura portuguesa y brasileña en la Universidad de Siena, pero había trabado amistad con Pereira mucho antes, justo cuando acababa de publicarse Damasceno Monteiro. Estudiante de Derecho en la vía Laura de mi Florencia natal, recorría diariamente su calle, Borgo Pinti, para regresar a casa. Eran los días en que, en mi tiempo libre, buscaba algún inédito (en Italia) de Octavio Paz para traducir y presentar a la revista Caffè Michelangiolo.
Pereira, aunque en el timbre del número 82 de Borgo Pinti se leía «Tabucchi», vivía al comienzo de aquella larga y estrecha calle que aún conserva su adoquinado de pietra serena, marca medieval de las calles florentinas. Su apartamento se ubicaba a la altura del piazzale Donatello, donde se encuentra el cementerio de los ingleses y la tumba, entre otras, de la poetisa Elizabeth Browning.
Una mañana de primavera nos cruzamos cuando acababa de salir de su casa con un aire despistado. Me presenté como el sobrino de Giorgio, amigo de Pereira por haber contribuido, en tiempos remotos, a que la obra tabucchiana se diera a conocer. Intercambio de sonrisas; Pereira me propuso que le acompañase a comprar unas lonchas de jamón. Debía de ser mediodía. De la cercana charcutería nos trasladamos a un café donde me preguntó si podíamos volver a vernos por la tarde; si no me importaba, me dictaría algo que no especificó, dejándome inmerso en ese aire de misterio y curiosidad.
Fue así como empezó una frecuentación que nos llevó a callejear por Florencia charlando de cosas que acabarían, siempre, por interesarme. Pereira era un excelente conversador… hasta que se cansaba. Cuando se cansaba (en general por una repentina necesidad de quedarse a solas o cuando le sobrevenía una idea), llegaba el momento de despedirnos.
Con Pereira visité el Prado hace ya dieciséis años. Yo había pasado un par de días con mi tío en Murcia, donde nos alcanzó porque ambos darían una charla en el Teatro de Caja Murcia, en una tarde que muchos todavía recuerdan. El crítico literario y el escritor –dos toscanos, dos visiones parecidas, dos vecinos de afectos y de fibras que se admiraban recíprocamente– se desafiaron a un simpático combate de boxeo de preguntas y respuestas. Yo, acomodado en la platea, entre amigos que no veía desde que ejercía de lector de italiano en aquella ciudad, disfrutaba de la batalla dialéctica.
Al día siguiente volamos de Alicante a Madrid, donde por la noche repetirían el acto; la jornada consecutiva a Pereira le tocaba presentar la traducción al español del Dialogo mancato titulado «Il signor Pirandello è desiderato al teléfono». Tabucchi llamaba así sus obras teatrales que en castellano figuran como los Diálogos frustrados.
Llegamos a Madrid a primera hora de la tarde y quedaba tiempo para muchas cosas. Mi tío nos anticipó: «Haced lo que queráis, yo voy a descansar». Ya tenía sus años, acababa de restablecerse de una intervención en el talón y no podía corretear por Madrid con su «esbelto» sobrino y un todavía robusto Pereira. «Solo il nipote capisce lo zio…», recita una canción de Paolo Conte.
Pereira me propuso que le acompañara al Prado. Nos citamos media hora después en el amplio y luminoso hall del Palace, donde nos hospedábamos. Abro un paréntesis: los grandes hoteles no me agradan. En el Palace, al igual que en otros hoteles similares, apenas sales del ascensor necesitas una brújula para hallar la habitación. Prefiero los pequeños donde las llaves parecen llaves y no son tarjetitas magnéticas, y la recepción no tiene la extensión de un campo de fútbol.
Mientras charlábamos los tres, acompañándonos con una copita de Veuve Clicquot, aparecieron Mario Vargas Llosa y su séquito. Pereira gritó: «¡Mario!». El autor peruano lo reconoció enseguida y se acercó para conversar unos minutos. Aquella misma tarde Pereira tenía prevista una cita con el director del Círculo de Bellas Artes y otras personas del entorno. Luego, a las ocho, antes de que el grupo se desviara al Istituto Italiano di Cultura para el vernissage, el mismo director moderaría al dúo Pereira-Luti, que se ciñó a la fórmula adoptada en Murcia. En el Prado me acordé de que la cita de Pereira estaba programada a las seis y se lo advertí. Me replicó: «No, Franceschiello, es a las seis y media…». No me atreví a añadir nada porque me entró la duda y además no quería pasar por el hermano mayor de Pereira.
Una porción de una sala del Prado estaba reservada a los Caprichos de Goya: cerca de un centenar de grabados entre aguafuertes, aguatintas y puntas secas, con los cuales don Francisco Goya supo representar las debilidades del ser humano, auténtico testigo de su acercamiento a la realidad. Pereira admiraba tanto a Goya que escribió un texto incluido en el peculiar Sogni di sogni, libro que recoge los Sueños de sus artistas queridos. Goya y sus Caprichos, Tabucchi y sus sueños. En este libro, Collodi vuelve a encontrarse con Geppetto y Pinocchio para comer en un verano de la Toscana; Caravaggio, acostado junto a una prostituta, sueña que Dios le visita; François Villon, villano y poeta, busca a su hermano mientras duerme. Federico García Lorca, Fernando Pessoa, Arthur Rimbaud, Sigmund Freud, Achille Claude Debussy y otros artistas sueñan en estas páginas junto a Francisco de Goya y Lucientes. Sin embargo, falta Calderón. Ya me hubiera apetecido descubrir sus sueños a través de la imaginación de Pereira…
En una sala circular y poco iluminada del Museo del Prado, no tardamos en pasar revista a estas obras de pequeñas dimensiones pero gran impacto. Las brujas, los rostros deformados…, todo con el inconfundible sello del maestro aragonés. Como escribe Pereira, cuando se visitan los museos «el tiempo envejece deprisa porque se está haciendo cada vez más tarde». Y Madrid y el Museo del Prado no eran inmunes a la arena de la clepsidra.
El inexorable veredicto del «pasaje de las horas», como lo define su querido Fernando Pessoa cuando presta la pluma a Álvaro de Campos y escribe su oda sensacionista «Passagem das horas». Para aliviar el cruel veredicto del pasaje de las horas, a las cinco y media asumí el riesgo de anunciar a Pereira que faltaban unos treinta minutos para su encuentro con los políticos culturales madrileños. Sostuvo Pereira que no, que estaba convencido de que era a las seis y media, y que me tranquilizara. A quel punto me rendí, y empecé a acariciar la idea del inevitable retraso.
Mientras tanto estábamos llegando al Palace, aunque cada diez pasos, por la intensidad de nuestra conversación, Pereira paraba para descansar la mano en mi hombro y especificar algunas cosas. Entramos en un quiosco a por la prensa internacional. Un par de minutos después, tomó Il Corriere della Sera bajo el brazo y fue a hojearlo apoyado en un portal. En los labios un fiel cigarrillo multifilter con una boquilla transparente para absorber nicotina. Se puso nervioso repentinamente por un artículo de Umberto Eco. «¡Volvamos al Palace!», ordenó.
De regreso al hotel, se precipitó en su habitación para redactar a mano un contrartículo y faxearlo a La Repubblica, periódico con el cual colaboraba. Resignado, me quedé en un sofá verde que me hizo recordar el color de la colección einaudiana I Coralli, así que me creí sentado en un libro abierto y me puse a observar la bóveda de cristal del Palace. Al cabo de unos minutos me di cuenta de que un trío de hombres plantados bajo la bóveda había venido a buscarle. Sus rostros adquirían un tono oscuro que ni la luz filtrada por los cristales del techo conseguía ablandar. Un halo de sospecha me llegó cuando una voz de la recepción les hizo notar que aquel joven que observaba la Sixtina del Palace acababa de regresar de la calle con el señor «Tabuchi» hacía menos de media hora.
Me encararon como un toro a un torero. Con una sonrisa de circunstancia y al mismo tiempo inquisitiva preguntaron al unísono: «¿Qué tal el Prado?». Contesté que había sido una visita breve y que Pereira bajaría enseguida. Así fue. Pereira apareció en el ascensor y aquellos hombres se lo llevaron. Poco más tarde, junto a mi amigo Héctor Delgado Millán, escultor trotamundos, estaba escuchando una nueva «charla ping-pong» entre Pereira y mi tío.
Al vernissage del Istituto Italiano di Cultura no me presenté. Héctor y yo, veganos de vez en cuando, optamos por desviarnos a la Casa del Jamón. Hacia medianoche quedé con Héctor para el día siguiente y me despedí de él. Me anticipó que primero iríamos al Círculo de Bellas Artes para ver las desnudeces de las modelos que posan frente a los carboncillos (ardientes de algunos).
Una vez contempladas las modelos, fuimos a dar una vuelta empezando por la Plaza Mayor, con sus rojos pompeyanos. Dado que la temperatura acompañaba, alargamos el paseo hasta la Puerta del Sol. Finalmente nos marchamos al Retiro. En mis anteriores visitas no me había percatado de los bosques de limoneros y de los rosales, que esta vez me hicieron recordar el Giardino delle Rose y el Giardino di Boboli de Florencia, tan querido e inspirador para el joven Albert Camus.