POR SOFÍA BALBUENA

El escritor argentino Carlos Busqued (1970-2021).

Le conseguía la marihuana que es una forma elegante de decir que se la vendía. Todavía no se había impuesto la moda del autocultivo en la Ciudad de Buenos Aires y los dos éramos de la secta del paraguayo; no te dejaba babeando desconectada y no salía una fortuna. Yo tenía 25 años. Había escuchado hablar de él y su libro tremendo, en el primer taller de escritura que hice. Se hablaba del libro mucho y por todos lados pero más se hablaba de la proeza de haber escrito aislado del mundillo literario una obra finalista del Premio Herralde de Novela. Puro talento, pura brutalidad. Carlos Sebastián Busqued, escritor e ingeniero argentino.

Leí esa novela como todo el mundo entonces y como a todo el mundo me impresionó. Desde su primera escena: Sáenz Peña, la segunda ciudad más importante de la provincia del Chaco, se hunde en su propia mierda. Ahora parece obvio pero en los años felices del kirchnerismo picando en punta, la narrativa argentina se cortaba por defecto en la herida y la herencia de la dictadura. Carlos Busqued puso por delante una ferocidad que hacía retroceder al terror. Un recordatorio simple pero efectivo: detrás del monstruo siempre hay otro monstruo. En la Argentina de 2009 todavía nadie escribía así.

Me anoté en un taller de novela que daba en la Fundación Tomás Eloy Martínez. No estaba cómodo en el rol jerárquico pero tampoco esquivaba el bulto; se hacía cargo. Completé tres programas de máster en literatura y creación literaria después, a lo largo de los años, pero nunca volví a tener un profesor que sintiera tanta responsabilidad para con el trabajo de lectura. Parece una pavada pero aún si lo que habías escrito era una sucesión farragosa de diálogos olvidables –mi caso–, el tipo concedía en tratarlo como un artefacto literario. Eso fue lo primero aprendí de él: siempre hay que hablar del texto, con el texto y no por el texto.

Me desanimé pronto porque yo era joven, impaciente, fumaba mucho porro; no había cultivado todavía la disciplina. Dejé el taller o terminó pero quedamos en contacto. El tema del porro. Recuerdo recibirlo primero en la casa en la que vivía en el barrio de Boedo. Yo compraba mi veinticinco a veces y un veinticinco para él y otras veces, un ladrillo de prensado que había que dividir cuando él pasaba a buscarlo. Creo que era mi cumpleaños, el living estaba lleno de gente y él apocado contra una esquina, sin hablar con nadie, esperando que me liberara para conversar un poco, con un vaso de cerveza con hielo en la mano. No le interesaban los demás que ya susurraban a su alrededor que andaba por ahí Carlos Busqued, gran escritor argentino. La atención de la gente así por que sí, no le movía un pelo.

Cada vez que nos veíamos, charlábamos un rato, de cualquier cosa y él siempre con una sensación de peso en el pecho, de responsabilidad que llegaba a ser angustia. Por el libro sobre Ricardo –como nombraba a Melogno– o por lo otro que estaba escribiendo. Por la señora dueña del departamento que alquilaba que cada vez se volvía más ingobernable. Vivía en tensión constante con el trabajo que tenía que hacer para pagar el alquiler y la vida y las cosas espantosas de la gente, contra las que el resto de las personas funcionamos disociadas, a él lo dejaban tecleando.

Como a muchos de nosotros, lo atormentaban las cuestiones de dinero. Insistía en nombrar el tiempo que tenía que darle al trabajo que le pagaba la vida como tiempo que se le restaba al hacer de lo que le resultaba importante. Otra vez: el libro de Ricardo, el otro libro que estaba escribiendo. Se habla poco de dinero y de trabajo en este rubro. De qué vivimos los escritores. Hace 15 años se hablaba bastante menos. Busqued era reservado, quizás tímido. Controlaba sus palabras como la cantidad de caracteres en un tuit. Pero hablaba de guita. Aunque los alegatos más fuertes los dejó por escrito. Cetarti de camino a Brasil con una bolsa con no tanto pero algo de plata era una especie de fantasía realizable a la que podía aspirar el propio autor.

Hace poco me puse a ver vídeos suyos en internet y repetí en loop la parte esa en la que dice que un fascista es alguien profundamente roto, una persona a la que le faltó amor de chiquito. Es brutal lo bien que resiste su huella digital al archivo. El chiste de los tuits que es globalmente famoso pero también las entrevistas y conversaciones que pude encontrar. Siempre está hablando de lo mismo: asesinos seriales, sectas, bichos monstruosos. El odio. Como si le hubiera tocado en el reparto de atributos una lupa hiper sensible en lugar de ojos y pudiera ver todos los pliegues de la carne en los seres raros y violentos. Supongo que los monstruos lo fascinaban porque veía esos contrastes, el milagro de la biología dispuesta con la que se despliegan las bestias.

No me acuerdo exactamente cuándo fue la última vez que pasó por mi casa pero sí que yo ya no vivía en el barrio de Boedo. Tampoco fumaba porro, al menos no como cuando lo conocí. Durante el paréntesis que fueron esos años dejé de ser una fumeta y me convertí en otra cosa. Seguía comprando por costumbre y para seguir juntándome a charlar con él un ratito cada tanto. Poco después los años felices del kirchnerismo estarían por detrás y yo me iría del país. Desde entonces, hablamos poco, casi siempre por tuiter, y nunca lo volví a ver. Recuerdo mandarle un cuento para pedirle consejo, también escanearle entero el artículo que Graciela Speranza había escrito sobre Bajo este sol tremendo en su Atlas portátil de América Latina y que él, pese a que publicaba en la misma editorial, no había visto.

La bestia magnífica que vive en el fondo del océano sabe o intuye su propia magnificencia pero sobre todo su monstruosidad. Pienso que era una persona de una empatía absoluta y que como tal pues es probable que tuviera miedo de sí mismo, del monstruo que sabía que podía ser también. Era capaz de ver el otro lado de la maldad, preguntarse por sus razones y conceder en que a veces la locura es una cuestión estadística. Todo eso mientras seguía yendo a trabajar todos los días.

Con la tarea de escribir sobre él lo volví a leer y volverlo a leer fue como volver a escucharlo hablar. Es que en realidad los escritores, las escritoras, siempre estamos hablando de más o menos las mismas cosas; los intereses o las pasiones no son tantas y a menudo se superponen. Elaboraba de más o de menos, reforzaba pero sobre todo insistía. Puede haber parecido que no, pero yo lo estaba escuchando y si no lo hubiera estado escuchando, igual ya lo había puesto todo por escrito. Hace quince años Carlos Busqued me enseñó que el ejercicio de escritura más poderoso no es la expansión o la multiplicación sino que la inmersión, el hundimiento, la profundidad. Lo sigo desde entonces.

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