POR CARLOS MANUEL ÁLVAREZ

Fotografía de Magdalena Siedlecki.

Tiene una cara que el mundo domesticado ya no produce, como si fuese el carboncillo de un personaje secundario de Salgari. Sus rasgos fueron vistos en la selva de Borneo, al frente de la guardia real de un príncipe malayo; entre los restos sin gloria de un campamento destruido durante el Asedio de Famagusta, sin que nadie pudiera aventurar del todo si aquella sombra abatida respondía a los mandatos del dios moro, del señor de los cristianos o de su propia divinidad interior; contramaestre de un bergantín que piloteaba las rutas del comercio y del espanto, encerrado a la luz del mediodía en las aguas corsarias del Caribe, entre insidiosas y magníficas islas envenenadas que Dereck Walcott describiera como pedazos sueltos de un jarrón roto.

Sus bigotes se abren y las puntas se arquean y una cicatriz sin tiempo le cruza la mejilla. Es alto y calvo y viste siempre de negro y algunos juzgan severa o imponente su mirada de intruso y su voz de pendencia, que han visto y hablado en todas las tierras de las que daban cuenta los antiguos, y en otras de las que los antiguos no llegaron a tener noticia, ya que para nosotros los modernos él tomó la forma y la ambición de un Heródoto del sur.

Ha publicado novelas de mil páginas que leen pocos, tradujo a Voltaire y vengó a Martín Fierro cuando permitió que el gaucho lo utilizara como vehículo para escribir la vida de José Hernández más de cien años después. Tuvo el teléfono de Borges anotado en un papel de bolsillo y no lo llamó. En Sri Lanka padeció el asco. En Kigoma recordó a Henry Stanley y al doctor Livingstone. En una desdichada aldea en el «fondo de Níger», le preguntó a la chica Aisha qué pediría a un mago, si pudiera. Aisha dijo dos vacas y aquella conversación cifró en una parábola la violencia del hambre y el corazón esquivo de la miseria.

En su escuela primaria le hicieron recitar versos de Martí, recibió los auspicios de Rodolfo Walsh, creyó y participó en una revolución que, según los hechos y los muertos, fue derrotada, pero que, según también los hechos y los muertos, parece no haber concluido todavía. Conoció el extravío del exilio y pensó que volvía al lugar del que su sangre había huido. Salió a caminar, encontró una manera, la cedió a los otros, siguió buscando.

A partir de ahí, tengo para mí que una tradición se reestablece, como si hubiera recuperado o democratizado aquello —el inca Garcilaso, el hispano Díaz del Castillo, el gringo Reed, el británico Chatwin, cierto polaco arrojado al Oeste— que la maleza del oficio sepultara bajo la repetición de algunas fórmulas eficientes, pero limitadas, del cuento real; técnicas que publicitaron chicos de traje blanco desde las calles y redacciones de la invicta Manhattan. Se metió en los patios ajenos (en un mundo provinciano y cínico donde cada uno se aferra desde la usura al fantasma de su identidad) y enseñó que no había que rendir pleitesías ni pedir permiso para encargarse de las cosas restantes que sucedían por ahí y que, supuestamente, no nos correspondía a nosotros decir, ni mirar, ni pensar.

Esas virtudes lo convierten en un maestro. Otras, más anónimas, pero más decisivas, lo volvieron un amigo.

Una noche fría de comienzos de noviembre vimos la final de la Copa Libertadores en su casa a las afueras de Madrid. Jugaban Boca y Fluminense, perdió Boca, y antes de que acabara el tiempo extra me devolví en el último tren al barrio de Chueca. Me enteré del gol de la derrota en la estación y me pregunté por qué no me había quedado un rato más, celebrando nada, hablando otro poco.

Frente a los muros del monasterio Corpus Domini, en la casi soñada ciudad de Ferrara, trajo a cuento los dos primeros versos de un soneto de Quevedo y yo le dije los dos siguientes y sonreímos con secreta satisfacción. En Bogotá almorzamos juntos unos bocadillos de atún. En Nueva York me ayudó a bajar mis maletas del taxi en una de las esquinas del Washington Square Park, cuando yo aún no entendía nada de la ciudad en la que ahora sobrevivo. En una plaza municipal de Oaxaca me dijo cosas que cualquiera que se hubiera mudado hacía cuarenta y ocho horas a un país nuevo, un país, además, que se llama México, necesitaba escuchar.

En Barcelona presentó mi novela sobre una familia disfuncional, que es lo que toda familia es por definición. En Madrid me preguntó si me gustaba ser cubano. En La Habana nos tomamos una selfi frente al cine Yara. En San Salvador le pedí que escribiera el prólogo de mi libro de crónicas y aceptó. Nunca coincidimos en Buenos Aires, pero cuando yo estuve, habló con gente que conocía para que me trataran bien.

Hay, sin embargo, un momento anterior. En la primavera de 2014 salí por primera vez de Cuba para participar en un taller de crónicas que organizaba la Fundación de Periodismo García Márquez en Cartagena de Indias. Casualmente, esa misma semana se reunía allí el Consejo Rector, o algo por el estilo. Llevaba conmigo un cuaderno de cuentos que recién había publicado en La Habana. Lo saludé, conversamos un poco y le regalé un ejemplar. Le dije que lo leyera y que me contase qué le parecía. Yo estaba nervioso. No quería cometer la malcriadez de no confesarle que lo admiraba, pero tampoco parecer un lambón, un chiquillo imprudente.

Contra mi propio pronóstico, leyó el libro aquella noche y al día siguiente me llamó a una oficina pequeña que había en la sede de la Fundación. Me comentó lo que le parecía. No tenía por qué hacerlo, normalmente nadie lo hace. Entonces me dijo que podía contar con él. Pero algo así ya había pasado, desde que un grupo de amigos lo leyéramos con fervor en los años universitarios. Estudiábamos periodismo y había en aquel tráfico de textos, que compartíamos de mano en mano, un entrenamiento de la libertad. Y esa ha sido, dentro de varias, su mayor, asombrosa ayuda: hacer que renunciáramos a la propaganda porque no lo podíamos traicionar.

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