POR EMILIANO GULLO

Antonio Di Benedetto escribió Los Suicidas en 1969.
Tenía 47 años.
En dos meses, yo tendré la misma edad.
Conocí a Di Benedetto a los 32. En ese tiempo, solo leía escritores muertos. La muerte funcionaba como una garantía; era, de alguna manera, una llegada, un fin de curso. Un escritor muerto era, para mí, un escritor verdadero. Como se necesita un médico para curar una dolencia. Un abogado para pelear una indemnización. Yo necesitaba un escritor para leer de verdad. Uno Muerto. Por eso, cuando le pedí una nueva recomendación a Laura, mi librera, no hizo falta aclarar la condición de lectura.
Llevate alguno de Di Benedetto. Tengo Zama o Los Suicidas.
Di Benedetto escribió tres novelas que componen una trilogía involuntaria. El consenso de la crítica literaria establece una continuidad, a veces temática, a veces estética, a veces forzada, entre Zama, publicada en 1956, El Silenciero, de 1964, y Los Suicidas, de 1969. No sucede lo mismo con El Pentágono, una novela fragmentaria publicada un año antes que Zama pero escrita a mitad de la década del 40, cuando Di Benedetto recién comenzaba su trabajo como periodista de la sección Cultura en el diario Los Andes, el más importante de Mendoza, donde nació el 2 de noviembre de 1922. Tampoco con Mundo Animal —su primer libro, de cuentos— de 1953, ni con su última novela Sombras, nada más.., de 1984, cuando volvió del exilio.
Para mí, todos tenían un claro denominador común: los desconocía por completo.
Era mayo de 2010 cuando, por primera vez, tuve Los Suicidas y Zama entre las manos. La librería de Laura era muy pequeña, funcionaba en un semi subsuelo a metros de la avenida Corrientes. Lo que Laura no ofrecía en cantidad de títulos, lo ofrecía en calidez. Antes de recomendar algo hacía un breve pero intenso cuestionario sobre los gustos, las lecturas previas, la profesión, el momento anímico. Y recién ahí, mientras procesaba la información, presentaba las mejores opciones.
Abrí la primera página de Los Suicidas. Las frases cortas, directas y fuertes como ostiazos para despertar de un desmayo, la tensión con el padre muerto, la profesión y la edad del protagonista —exactamente iguales a las mías— me interpelaron más que la historia colonial de un burócrata español que pierde el tiempo hasta que lo venga a buscar un barco. ¿Qué podía tener de atrapante una espera? Las primeras páginas, de lenguaje refinado, por momentos entreverado, de Zama, me resultaron difíciles, herméticas. Lo entendería después de Los Suicidas. Dejarse cautivar a primera vista por Diego Zama y su crisis existencial, y por la espesura reflexiva y la obsesión estética de Di Benedetto era —es— como encontrar las notas de sabor en un whisky sin haberse emborrachado con cerveza.
Todavía faltaban siete años para que la película Zama, de Lucrecia Martel, detonara la bomba Di Benedetto y la onda expansiva hiciera estallar la ventana del parnaso argentino y latinoamericano para ubicarlo entre los grandes de la literatura en castellano. Para darle el lugar que Borges, Saer, Piglia, Cortázar habían promovido con contundencia pero sin éxito.
Para que empujara nuevas ediciones de Zama y de casi toda su obra; motivara nuevos seminarios, talleres, encuentros, artículos de prensa, ensayos; para que soslayara dudas. Para que ganara nuevos lectores, adeptos, fieles, adictos a su obra como me volví yo al terminar de leer Los Suicidas. Para —finalmente— sacarlo de la espera.
Hacía seis años que yo trabajaba en prensa escrita y aprovechaba la entrada vespertina en las redacciones para leer al sol. Había empezado a escribir en el diario de una provincia del norte argentino y ahora formaba parte de un proyecto editorial ambicioso. Su director había logrado reunir a las plumas más exitosas del progresismo intelectual y publicitaba su nueva aventura con una leyenda que auguraba una profecía autocumplida: Diario Crítica de la Argentina, el último diario de papel. El director se llamaba Jorge Lanata. Su amigo Martín Caparrós era el número dos.
La elección del nombre hacía referencia a uno de los primeros diarios míticos del país. El Diario Crítica había sido fundado por Natalio Botana en 1913 y el ruido de sus imprentas llamaban la atención de cualquiera que caminara con un poco de curiosidad por las calles del centro de Buenos Aires. Uno de ellos fue Antonio Di Benedetto. Tenía 11 años. Recién se había muerto su padre y su tío lo llevó a Buenos Aires para que se distrajera. Mientras hacía sus trámites, solía dejarlo solo en el hotel. Di Benedetto, muerto de miedo en la gran ciudad, apenas salía a la puerta. Desde ahí escuchaba un sonido contínuo que le llamaba la atención. Una tarde se animó y comenzó a seguir ese ruido ancho, repetitivo, metálico. Lo encontró en el edificio de al lado. Quedó impactado al ver como las máquinas imprenteras de Crítica tragaban bloques de papel y lo convertían en diarios. Ese momento —dijo en una entrevista a la revista Crisis— fue su primera atracción hacia el periodismo.
En 2008 salió el primer número de Crítica de la Argentina y dos años después, en mayo de 2010, dejó de pagar los sueldos. La asamblea de trabajadores decidió un plan de lucha: asamblea permanente, paro por tiempo indeterminado y ocupación del lugar de trabajo hasta que se reestableciera la situación salarial.
Para que siempre hubiera gente, organizamos un esquema de horarios muy preciso. Como yo no tenía hijos ni razones muy significativas para volver a mi casa, me pasaba el día en el diario. Uno de esos días, mientras el resto de mis compañeros seguían descansando, empecé a leer Los Suicidas en mi escritorio.
Tuve que frenar la lectura para colaborar en la cena colectiva y para participar de la última asamblea del día. El sueño me ganó antes de llegar al final. Lo terminé al día siguiente, apenas me desperté.
La lectura, o más bien el final de la lectura, me dejó en un estado de shock adictivo. Dicen que los que prueban cocaína de grandes tienen mayor dificultad para administrar la adicción. Algo así me pasó con Di Benedetto. Necesitaba más. Y lo necesitaba ya. No tengo un recuerdo concreto sobre la historia, el sentido de la novela, los conflictos que toca, el uso del lenguaje. La conmoción fue emocional, química. Una suspensión repentina de la razón, un enamoramiento. Bajé la escalera corriendo y me fui a la librería que estaba a la vuelta. El Ateneo, la cadena más grande del país, en mayo de 2010, tenía sólo una novela de Antonio Di Benedetto: Zama.
Volví al diario. Frenético. Subí las escaleras sin hablar con nadie y apenas me senté en mi escritorio me clavé a Don Diego de Zama en las venas. El tiempo que transcurrió desde la primera lectura hasta el final fue impreciso, ingrávido, como un trance opiáceo.
En el diario comenzó a correr el rumor de que no nos pagarían nunca más los sueldos. Lo único que podíamos hacer, entonces, era apropiarnos de las cosas de trabajo. Además de computadoras, el diario había acumulado una gran cantidad de libros enviados como gentileza por las editoriales. Encontré unos libros muy nuevos y muy anchos de autosuperación y crecimiento personal. Conseguí unas bolsas de El Ateneo y me presenté en la librería como un lector defraudado. Los cambié por los cuentos completos de Di Benedetto: un bodoque inmenso que me calmó la ansiedad por varios meses.
Algunos de esos cuentos los había escrito durante el año que estuvo preso bajo la dictadura argentina. Los llamó Absurdos. Se publicaron en 1978, cuando Di Benedetto estaba en Europa. Este año, Adriana Hidalgo lo volvió a editar con el mismo nombre. Entre sus cuentos está Aballay, un western llevado al cine por Fernando Spiner en 2010. En 2006, Juan Villegas filmó Los Suicidas. Ninguno prendió la mecha como lo hizo Zama de Martel.
En 1976 Di Benedetto tenía 54 años, era el subdirector de Los Andes. Pocas horas después del Golpe de Estado del 24 de marzo, un grupo de tareas lo secuestró del diario mientras trabajaba en su oficina. Aunque no militaba en ninguna organización, nunca había dejado de publicar información que evidenciara el accionar parapolicial y los atentados de la Triple A. Lo liberaron en septiembre de 1977. Hasta 1984 repartió su exilio entre Alemania, Francia y España.
Apenas terminé de leer Zama me puse a buscar las causas de su muerte en internet. La razón técnica era hemorragia cerebral. La causa, una hipótesis: los golpes sistemáticos que le dieron los militares mientras lo tuvieron cautivo. De vuelta en Argentina, Di Benedetto hablaba de un golpe en la cabeza. Un golpe que lo había dejado con secuelas al punto de complicarle la vida para pensar, para escribir.
En junio de 1986 yo estaba por cumplir 8 años. No recuerdo la fecha exacta pero sí el título del noticiero: murió Jorge Luis Borges. Fue la primera vez que escuché su nombre. Después conocí su obra. El 10 de octubre de ese mismo año murió Antonio Di Benedetto. Me enteré 24 años más tarde, después de conocer su obra.
El compañero más dotado para la crónica en Crítica de la Argentina se llamaba -le decían- Roka. Era chileno. Y era, como Di Benedetto, redactor de la sección Cultura. Fue al primero a quien le comenté de mi descubrimiento infantil a los 32 años. Claro que conocía al mendocino ese. Me propuso un trato final, definitivo, porque se volvía a Chile. Me daría su Llamadas telefónicas a cambio de mi ejemplar de Los Suicidas. La novela de Di Benedetto se conseguía en cualquier librería pero para mí, ese libro, no era cualquier libro. Era una especie de primera edición. Mi primera edición. Roka juró que había un regalo oculto en esos cuentos de Bolaño. Acepté sin averiguar más. Cuando leí el cuento de Sensini no sólo entendí la amistad entre Bolaño y Di Benedetto. También que la literatura es un hecho colectivo y que si estamos vivos, mejor. Desde ese momento, disfruto mucho de leer a mis pares. Y si están vivos, mejor.