Boecio
Consuelo de la filosofía
Traducción de Eduardo Gil Bera
Acantilado, Barcelona, 2019
208 páginas, 14.00 €
POR DANIEL B. BRO

 

Un libro del remoto pasado nos puede llegar sin presentaciones, sin cartas credenciales, a cuerpo limpio. Eso nos puede dar la impresión de que acaba de salir, de que el autor es contemporáneo nuestro. Simplemente vamos a una librería y un título nos llama la atención, como éste: Consuelo de la filosofía. Puede que, si no hemos hecho un buen bachiller de letras, y sólo habiendo leído narrativa y cosas dispersas, Boecio no diga nada. El libro no tiene prólogo ni epílogo, así que, tras leer la escueta ficha de la solapa, sabemos que su autor lo escribió en el 520 después de Cristo, el mismo año en que murió ajusticiado tras sufrir cárcel, o tal vez muriera un año después. La editorial y el traductor (Eduardo Gil Bera, al que debemos algunos libros y traducciones notables) nos los ofrecen sin ayuda tal vez porque quieren que lo leamos no históricamente, sino como una obra capaz de dialogar con nosotros en el presente. El presente vivo de Boecio (Roma, 480-Pavía, 520) y el presente vivo de un lector del 2020. Boecio supo pensar con una tranquila exigencia mientras esperaba su muerte (fue decapitado); como su maestro Sócrates aunque era cristiano no escribió una consolación por la religión, que sería en cierto modo lo más indicado para quien quería salvar su alma, sino que apeló a la reflexión, de fuerte impregnación platónica y aristotélica, para mostrar, no sé si tanto a él como a los otros, un camino de sabiduría. Digo que no sé si para él porque, sin duda, eran cosas que él ya sabía, aunque nunca le había dado una forma así, tan despojada y exacta. De hecho es un diálogo. A Boecio se le aparece la Filosofía y dialogan sobre las cosas del mundo de abajo y del de arriba, del tiempo y de la eternidad, de los sentidos y de la razón, de las opiniones y reflexiones parciales y de la ciencia divina. Boecio habla en prosa; Filosofía en verso, aunque en la versión, que me suena muy bien, limpia y clara, de Gil Bera, todo está en prosa. Hacía noventa y cuatro años (en 430) que había fallecido otro filósofo singular, alguien que pasó del maniqueísmo al cristianismo y que nos dejó memoria de sus tribulaciones, hasta el punto de que sus Confesiones son una suerte de historietas autobiográficas y un libro sapiencial cristiano, inaugural de la teología medieval, como Boecio.

Consuelo de la filosofía está dividido en cinco libros, y se trata de una obra relativamente breve, de las que se pueden leer en un día, aunque no hay necesidad de darse prisa. ¿Para qué? ¿Qué vamos a hacer cuando la acabemos? ¿Leer otro libro? Sí, es lo habitual, pero hay obras, entre las que se cuentan ésta de Boecio, que lo que nos piden es lentitud, a pesar de que ya conozcamos muchos de los argumentos, tal vez porque hayamos leído algo de Platón, o porque hemos leído a Tomás de Aquino, o porque hicimos bien el bachiller de letras y el profesor era excelente y, hablando, como estos dos personajes del drama, nos dejó algunas ideas e imágenes claras.

Boecio comienza su libro llorando, aunque vivió generalmente alegre. Siente acercarse la vejez (tenía solo cuarenta y cuatro años). Mientras se lamenta ve aparecer por encima de su cabeza a una mujer venerable. Tiene siglos y es siempre joven. Boecio se lamenta en verso de su suerte y la Filosofía, al observar a las musas a su alrededor, se irrita y las echa argumentando que sólo pueden empeorar las cosas. Al fin y al cabo, sólo ven desde las emociones, y desde ellas matan «la fructífera cosecha de la razón». Pero cómo pueden tratar estas pendonas de seducir a quien ha estudiado a eléatas y pitagóricos… Pues sí, sólo tenemos que acordarnos de cómo Platón y Sócrates expulsaron a los poetas de la República y del conocimiento. Los poetas se disfrazan de todo, hablan de esto y de lo otro y de lo de más allá, y de nada saben en concreto. La vejez ya toca mis sienes y se adueña de mis huesos, estoy en una cárcel, donde me espera, si nada lo remedia, lo peor por orden de quien fue mi amigo, Teodorico el Grande, rey de los Godos. El mundo me ha engañado o yo me he olvidado de mí mismo. Pero la voz de la Filosofía me sacude, porque no es hora de lamentarse sino de poner remedio. La señora sabe que se le acusa falsamente, que él nunca traicionó. Piensa en Sócrates, que salió airoso gracias a ella antes de morir injustamente. De paso, le aclara que la herencia de Sócrates fue troceada y malentendida (debido a su parcialidad) por las hordas de epicúreos, estoicos y demás escuelas que se sucedieron a su muerte.

Hombre, un poco de Epicuro parece que reivindica cuando le aconseja serenidad y que no espere ni tema nada, porque así desarmará la cólera. Hay que ser dueño de sí mismo, algo que se consigue con una recta reflexión que te conduzca no a conocimientos parciales sino a la contemplación última, no de las Ideas, porque Boecio es, a pesar de todo, cristiano, sino del saber de la providencia. Pero me he precipitado. Tampoco voy a seguir todos los pasos, aunque los he seguido con inocencia y admiración durante la lectura de este libro. No crean que Boecio nos instruye sólo, con una capacidad lógica y reflexiva admirable, en cómo la filosofía, que es introducida en nosotros por Dios, puede salvarnos al otorgarnos la posibilidad de ser totalmente gracias a la elección del bien, sino que de paso les da un repaso a los godos, con lo cual nos ofrece algunas de sus ideas sociales, que parecen bastante justas, además de mostrarnos muchas trapacerías de sus contemporáneos. No obstante, el asunto es más alto, o mejor dicho, ha de tomar alturas para que sea de verdad una consolación. Saber pensar es imitar a Dios (seguir a Dios era lo que proclamaban los pitagóricos, nos recuerda). ¿Cómo se le puede acusar de brujería por estudiar a los filósofos y científicos? Ah, Boecio, las iglesias y los Estados han perseguido a los pensadores, a los librepensadores y libertarios y libertinos, a cualquiera con cabeza, cortándolas, acusándolas de brujería, de desviacionismo, de herejía; es algo que nunca acaba. Pero escucha, nada ocurre por azar, esto te lo dice la filósofa. Cierto, mil cosas y casos parecen afirmar lo contrario, pero fíjate bien a dónde llegan tus sentidos y tu mente. Poco lejos. Todo está en la mente de Dios, que es el saber supremo. Porque sufres y te quejas por lo que te ocurre crees que los criminales son felices. Te has olvidado de quién eres, no de tus antiguos cargos, no, sino de quien eres de verdad, tú y todos. El error viene del olvido, de la pérdida de la perseverancia en el bien, no en el placer. No olvides, Boecio, que eres algo más que un animal racional.

Nada permanece, todo es mudable. ¿Por qué achacas a la realidad lo que en realidad sucede en la naturaleza de la opinión? ¿Por qué buscas en el mundo, en lo mudable e inconstante, la felicidad? Lo supiste y has de recordarlo, la felicidad es el bien supremo que deviene de vivir de acuerdo con la razón. Estás privado de libertad, pero a un alma libre no se le pude imponer nada, ni siquiera la serenidad. No dudes de que quien hace el bien siempre será recompensado y quien hace el mal será castigado, a pesar de lo que has observado en Roma o en Pavía. No te empeñes en proclamar tu fama, que es nada si la comparas con la eternidad. El renombre siempre es devorado por la muerte. Ah de aquellos a los que les ríe la fortuna, porque nada les advierte del error; en cambio a los que sufren adversidades se les hace evidente la fragilidad de la dicha y así aprenden. El tiempo y sus cosas y procesos móviles pueden ser las ventanas de acceso a la eternidad, el cielo inmóvil, pero no hay que confundir ambas realidades. Sólo quien contempla la perfección inmóvil puede saber el significado de los accidentes. La contemplación está más allá del deseo y de los apetitos, mientras que todo deseo implica una carencia y, por lo tanto, quien desea no es del todo dueño de sí mismo. Y así, paso a paso, en un diálogo bellísimo y de epistemología socrática (perdón por el palabro, pero Boecio no le hacía ascos a inventar términos filosóficos), va conduciendo al preso en que el error humano se basa, sobre todo, en separar lo que por naturaleza es uno e indivisible. Al igual que Platón, entiende que la naturaleza se compone de mente, alma y materia, y el fin último, a través del ejercicio perfecto de la razón, no es la reflexión, el mundo de las ideas, sino un paso más allá, la contemplación, en este caso de la deidad, que es el principio, el creador, el guía, el camino y la meta. Une el latino, aunque de manera muy sutil, a Platón y al cristianismo. Al igual que Platón, el bien existe, y es el origen y fundamento de todos los bienes. El bien es lo uno (también en Plotino). La felicidad, entonces, es un acuerdo con la razón y, por lo tanto, participa de la divinidad. Entendida la felicidad en este sentido, «todo hombre feliz es Dios, pues, aunque por naturaleza haya un solo Dios, nada impide que muchos se vuelvan divinos por participación». Ah, esto no lo diría la escolástica, esto es más bien panteísmo, y nos llevaría a pensar en Spinoza, otro que fue perseguido… De que el bien sea lo que se desea, aunque casi siempre erremos por desear de manera errónea, productos que no participan en su naturaleza del bien supremo, se deduce que una beatitud excelsa (alguien que es feliz porque desea ser asistido por el saber) sea la participación del bien en sí, que no es otra cosa que Dios. No se desea adecuadamente una parte, porque a cada una le falta lo que tiene la otra, sino que el deseo perfecto es el que puede desear la unidad, no lo disperso. Así pues, no se puede ser feliz sin aspirar al bien, cuya naturaleza en la unidad. Pero es que la Filosofía también le dice que el mal no existe. En realidad, carece de ser. Y el malvado, el que hace el mal, carece de ser; en cierto modo, no existe, dice literalmente. De nuevo pongo siglos por delante, y le cuchicheo al oído a Boecio que los totalitarismos del siglo xx usaron esta idea para negar el alma de los no-revolucionarios. No serlo, para Stalin, era una falta, en el sentido religioso, una carencia, una falta, sí, de ser. Así que eliminarlos era más fácil para la conciencia. «No niego que los malvados sean malos, niego simplemente que existan». Esto se entiende bien desde la teología de Boecio, pero dicho queda abierto para los que creen que esta idea o la otra es el bien, y los que no participan de ella están equivocados, cometen el pecado de apostar por las partes, de desconfiar de la unidad. El malvado se convierte en animal, deja de ser humano, afirman la Filosofía y Boecio, sin duda pensando (me permito la licencia) en Teodorico y los suyos. En fin, ¡fuera de la República! Volvamos a la cárcel: los apetitos no son el verdadero deseo, que es el de lo uno y, por lo tanto, nunca consiguen lo que creen desear. Sólo el filósofo puede alcanzar su deseo, porque su aspiración nunca es a lo parcial, el placer del cuerpo, sino el de la razón.

Imagino que Boecio, al terminar su Consolación, miró hacia los cielos de Pavía, comprendió que en el otro cielo, el que tal vez podía contemplar por un momento con los ojos de la mente, no había azar y todo era providencia. Su vida familiar y de estudioso de la filosofía y las ciencias, su actividad política, las envidias de las que fue objeto, las perversas interpretaciones que hicieron de su trabajo, su cuello inocente expuesto a la espada y el brazo del verdugo, y la voz de quien lo ordena, todo era diverso y uno, todo era necesario, no porque debiera ocurrir sino porque en la mente del uno, sólo existe el bien, lo demás es poco ser, es ausencia de ser, extravío. Así pues, si pudieras ver el plan de la providencia (Hegel, siglos después que tú, lo vio en el espíritu de la historia como filosofía, un verdadero desastre), dejarías de llorar, de lamentarte, de escuchar a esas musas propicias a los poetas, y recordarías lo que alguna vez supiste: destino es necesidad; necesidad, destino. La forma superior de conocimiento incluye las inferiores, pero no al revés. Tu libertad, pues, no está en la historia sino en la contemplación de lo uno. Que el cielo te ayude.

Aunque bien pensado, este libro ha tenido millones de comentarios y anotaciones, lo han destrozado, literalmente; así que editarlo sin prólogo ni estudio ha sido una buena idea, porque toda verdadera obra debe, al menos una vez, llegarnos así.