POR  CRISTIAN CRUSAT

I. UNA MORADA LITERARIA

Constelación de escritores disímiles, de singulares contextos culturales, la tradición iberoamericana de la «vida imaginaria» representa una compleja y original tendencia de la literatura en español del siglo XX. Se trata de un venero narrativo en el que cupieron, entretejidos en un amplio dialecto de alusiones, títulos como Retratos reales e imaginarios (1920), de Alfonso Reyes, Historia universal de la infamia (1935), de Jorge Luis Borges, Crónicas de Bustos Domecq (1967), de Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, La literatura nazi en América (1996), de Roberto Bolaño y, a su extraña manera, como en casi todo, La sinagoga de los iconoclastas (1972), del singularísimo Juan Rodolfo Wilcock. Y si bien Vidas imaginarias (1896), de Marcel Schwob, obra precursora de toda esta tradición, fue escrita en francés, cabe reseñar que acabó configurando, gracias a autores mexicanos, argentinos o chilenos, una auténtica morada literaria –en la terminología de Claudio Guillén (2007)–, esto es, un conjunto de procedimientos, modelos, temas o formas relacionados entre sí que, además, no ha dejado de convocar estimulantes ecos y resonancias en autores actuales como Patricio Pron, Luis Chitarroni, Ricardo Menéndez Salmón o Daniel Guebel. La tradición aquí expuesta, por lo demás, tiene alcance universal, pues también se hallarán ejemplos de la fortuna de Schwob y de aquellos autores iberoamericanos en otras literaturas, entre ellas las escritas en lengua italiana o serbocroata.

Vidas imaginarias (1896) –particular recorrido narrativo por la Historia en la que esta se encarna en los destinos de los veintidós personajes biografiados por Schwob– constituye la piedra de toque de esta constelación. Definidas por su brevedad, las «vidas» schwobianas se caracterizan por su naturaleza metaliteraria y su predilección por los elementos visionarios, sórdidos y de erotismo mórbido. El lector se halla ante biografías parcial o completamente inventadas, breves o muy breves, pero sobre todo ante la firme e imaginativa convicción de que la exploración literaria de lo real incluye, ciertamente, la de lo real posible. Y puesto que los temas acaban conduciendo a nuevos problemas e interrogantes en el terreno de la literatura comparada, las páginas siguientes pretenden mostrar el vínculo que esta tradición mantiene con la experiencia del desarraigo y el exilio, tan presente en la literatura del siglo XX, «[…] la era del refugiado, de la persona desplazada, de la inmigración masiva» (Said, 2005, p. 180). Bien a propósito de los autores de las obras, bien de los personajes cuya peripecia vital se narra en los libros a los que aquí se aludirá, la errancia, el desplazamiento y el vagabundeo son recurrencias llamativamente comunes y reiteradas.

 

II. VIDAS IMAGINARIAS, VIDAS DAÑADAS

Si toda esta tradición de libros se anuda en torno a las «vidas» de Marcel Schwob, las referencias explícitas a la experiencia del exilio –un tipo de existencia dañada, según la expresión de Th. W. Adorno– comienzan asimismo en las Vidas imaginarias. A este respecto, la biografía de Crates el Cínico, la tercera del conjunto, resulta significativa por cuanto comienza con la decisión del personaje de abandonar su ciudad natal. La actitud de Crates es propia de uno de los máximos representantes de la escuela cínica, cuya postura ante el exilio «[…] era extremada, es decir, completamente positiva» (Guillén, 2007, p. 31). Inspirado por la andrajosa aparición de Telefo en una tragedia de Eurípides, Crates decide repartir entre los tebanos los doscientos talentos que su padre Ascondas le ha dejado en herencia. Se encamina hacia Atenas, donde conoce a Diógenes, cuyos consejos atiende. Únicamente cargará entonces Crates con un zurrón, al que comparará con una ciudad «amplia y opulenta», donde caben un puñado de tomillo, ajo, higos y pan: «De este modo Crates llevaba su patria a cuestas, que le alimentaba» (Schwob, 1972, p. 23). Tanto Crates como Diógenes son epítomes de la postura cínica ante el exilio, y difieren sustancialmente de la proclamada por estoicos y cirenaicos como Aristipo, autor del primer tratado de Occidente consagrado al exilio (Guillén, 2007, p. 31). Frente a la indiferencia y el impasible cosmopolitismo de varios estoicos, los cínicos sobresalieron por su postura desafiante: «El cínico no solo respondía al exilio, al distanciamiento de la circunstancia local, a la liberación de toda atadura: los exigía. La expulsión, o mejor dicho, la autoexpulsión, parecía ser indivisible de su forma de vida, su libertad, su subversión de costumbres y leyes, su impugnación de la institución matrimonial, de la idea de patria, de las restricciones sexuales, de la distinción entre lo privado y lo público, y hasta de la amistad» (Guillén, 2007, p. 35). Desterrado por su propia voluntad, Crates personifica el talento crítico del cínico que, pese a su irreverencia, se preocupa por el resto de la humanidad: «Crates carecía de opinión sobre los grandes. Le importaban tan poco como los dioses. Solo los hombres le preocupaban, así como la manera de pasar la existencia con la mayor sencillez posible» (Schwob, 1972, p. 24). El clemente Crates forma parte de la estirpe de personajes en movimiento de las Vidas imaginarias, figuras que responden a la fascinación de Schwob por peregrinos, mendigos y trotamundos. A mayor abundamiento, la figura que al entender de Marcel Schwob (Byvanck, 1892, p. 304) simbolizó el movedizo siglo XIX fue la del judío errante, la del viajero sin tregua cuya errancia confirma que «el límite es el lugar posible» (Rimsky, 2016, p. 34). Por lo que se refiere a la nómina de autores de la tradición iberoamericana del siglo XX de la «vida imaginaria», el exilio no fue un acontecimiento ni mucho menos ajeno, en congruencia con la condición huérfana y alienada de la época moderna que, entre otros, Edward W. Said y George Steiner se han encargado de destacar: «El crítico George Steiner ha propuesto incluso la perspicaz tesis de que todo un género de literatura occidental del siglo XX es “extraterritorial”, una literatura hecha por exiliados y sobre los exiliados, y que simboliza la era del refugiado» (Said, 2005, p. 179). En cierta manera, la modalidad narrativa de la «vida imaginaria» representa un territorio propicio para acentuar el carácter extraterritorial de las biografías contemporáneas. La fractura entre lo múltiple y lo único parece mitigarse mediante la narración de unas «vidas» donde los personajes se enfrentan a un destino que, a menudo, es posible inventar o contradecir: «El exilio es también un estilo, una estrategia narrativa. […] El estado mismo del exilio, “al imponer al escritor varias perspectivas”, favorece géneros y estilos distintos de los tradicionales […]» (Ugrešić, 2004, p. 151). Si la biografía común está destinada a fortalecer la identidad, la «vida imaginaria» la diversifica: para ella, entonces, todo lo ajeno es humano y es posible.

 

III. UN DIALECTO DE ALUSIONES Y DE FUGAS

De Alfonso Reyes, el primer autor de esta compleja y estratégica tradición en español (Crusat, 2015), cabe reseñar su fuga a París tras el asesinato de su padre, gobernador de Nuevo León, así como su papel en el auxilio prestado a varios intelectuales tras la guerra civil española (Gracia, 2009, p. XV). No debe extrañar que, de forma muy significativa, Max Aub decidiera que el propio Reyes fuera el funcionario de la legación mexicana que facilita el viaje a México –y a las entrañas del olvido– del pintor imaginario Jusep Torres Campalans: «Va usted a México como al fin del mundo», le dice en esas páginas Reyes a Torres Campalans, cuya trayectoria dibuja a la perfección la singular cesura que las historias del arte del siglo XX suelen marcar en torno a la Segunda Guerra Mundial. La biografía cubista de Max Aub sobre el pintor (imaginario) Jusep Torres Campalans es un claro ejemplo de logro biográfico que, entrecruzando las virtudes de la «vida imaginaria» y la «novela de artista», más que explicar una vida, nos invita «a ver las cosas como el artista las veía» (Gainza, 2020, p. 213).

Asimismo, cumple destacar el papel desempeñado por México en toda esta tradición de la «vida imaginaria», no solo por tratarse de la patria de Alfonso Reyes (quien precisamente escribió sus Retratos reales e imaginarios durante su etapa madrileña) o porque fueran varios escritores mexicanos los primeros en manifestar la influencia de Schwob, como Julio Torri, Juan José Arreola o Rafael Cabrera; México, además, actúa como telón de fondo de numerosas historias de Bolaño en La literatura nazi en América, pero también de otras obras, especialmente Los detectives salvajes y Amuleto. Es obvio que el paisaje mexicano ha adquirido múltiples connotaciones en relación con el destierro, toda vez que constituyó uno de los destinos principales de los exiliados del siglo XX (Ollé-Laprune, 2010): Trotsky, Vitor Serge, Cernuda, Péret, Aub, Moro… Por lo demás, entre los retratos del libro de Reyes se encuentra uno dedicado a Chateaubriand, quien abandonó Francia y reflexionó sobre las privaciones de su situación. En suma, el caso de Reyes es el de un autor que acabaría tendiendo puentes con los nuevos exiliados españoles y acudiendo al rescate de la cultura compartida: «En la operación de salvación de la inteligencia española por la mexicana se estaba jugando soterradamente el porvenir de ambas naciones y quién sabe si el futuro mismo de una cultura escrita y pensada en español» (Castañón, 2006).

Por su parte, Borges, quien consideró a Reyes como su maestro y dedicó un poema al asunto del exilio («El desterrado»), subrayó siempre las diversas procedencias de su linaje. Una buena parte de su juventud, además, la pasó en Europa junto a su familia, refugiada en Ginebra tras el estallido de la Gran Guerra. Allí, enriquecido por la influencia diaria de otras lenguas, siente acentuarse la dimensión social del lenguaje. En los textos de Historia universal de la infamia se dan cita fugitivos y marginales. A diferencia del volumen de Reyes, donde la erudición y la búsqueda del conocimiento centran las vidas de los protagonistas, en las historias de Borges regresarán los personajes del hampa, criminales, delincuentes y piratas: Historia universal de la infamia contiene una amplia galería de pícaros y villanos que se ven obligados a cambiar de identidad, de lugar y hasta de nombre. Asimismo, una nueva clave schwobiana emerge de forma sutil: la infamia de la lepra. Esta enfermedad, que abunda en las narraciones de Schwob y es especialmente recordada por el cuento «El rey de la máscara de oro» –cuyo protagonista oculta la lepra mediante una máscara–, asoma en el volumen de Borges en mitad de la historia «El tintorero enmascarado Hákim de Merv», como sugirió Roger Caillois en el posfacio de su traducción (Kiš, 2013, p. 129). En suma: contaminador de tradiciones, geografías y de precursores, Borges se sintió, como le reconoció a Seamus Heaney en una entrevista (1982), un autor europeo en el exilio.

Total
2
Shares