Un nuevo caso argentino, el de Juan Rodolfo Wilcock, supone un sobresaliente ejemplo de transculturación literaria. Repleta de personajes con ideas absurdas que aspiran al ideal y la grandeza –personajes en gran medida derivados de los «pensadores recónditos» de Borges (Pauls, 2004, p. 144)–, La sinagoga de los iconoclastas, que Wilcock escribió en italiano, presenta bajo un aspecto ridículo la cuestión de los nacionalismos. Las nacionalidades de los personajes y la permanente alusión a tópicos, prejuicios y atributos absurdos o inventados por el narrador sobre países y regiones redundan en la frustración de expectativas del lector (y a su confusión), así como a particularizar y acentuar, como en los chistes multiculturales, el carácter humorístico de sus proyectos: círculos esotéricos canadienses, desvaríos de un pastor evangélico rumano en Montevideo, clichés sobre belgas o suizos… La sátira nacionalista del libro de Wilcock se vincula con las hilarantes anécdotas que Honorio Bustos Domecq –el pedante, recargado y pomposo narrador de las Crónicas de Bustos Domecq, de Bioy Casares y Borges– trabó en sus crónicas a propósito de la rivalidad existente a ambos márgenes del Río de la Plata: «Si bien el examen del mapamundi no dejó de alarmarme, las seguridades, dadas por un viajero, de que los habitantes del Uruguay dominan nuestra lengua, terminó por tranquilizarme no poco» (Bioy Casares y Borges, 2003, p. 38). Por todos estos motivos resulta un acierto la reciente denominación de «fábula biográfica» –complementaria a la de «vida imaginaria»– acuñada por la profesora y crítica chilena Lorena Amaro (2017), ya que incide en el carácter crítico hacia las costumbres y los vicios locales, nacionales o personales tan distintivo de los autores integrados en esta tradición biográfica. Además de encerrar cierta crítica moral, esta acuñación resulta congruente con una tradición que denunciará fracasos sociales y políticos más amplios, como «el brutal ritornello de la violencia en el siglo XX» (Amaro, 2017).

 

IV. UNA NUEVA POSTURA CÍNICA

De la tradición aquí escuetamente delineada, el libro de Roberto Bolaño La literatura nazi en América es el que encierra un mayor número de referencias directas a la política de su tiempo y a las dictaduras hispanoamericanas de todo el siglo XX, subrayando la complejidad de los procesos de la modernidad ilustrada. Si en La sinagoga de los iconoclastas de Wilcock la ironía impugna la deriva cientificista del siglo XX, en La literatura nazi en América descuellan las obscenas vinculaciones entre el arte y los totalitarismos.

Nacido en Chile en 1953, Roberto Bolaño se trasladó con su familia a México cuando era un adolescente, y regresó a su país en 1973, poco antes del golpe del general Augusto Pinochet. En total, Bolaño permaneció nueve años en México y luego se marchó a Europa. Desde entonces, México se convirtió en un territorio narrativo al que Bolaño volvió una y otra vez en sus novelas y relatos, una suerte de «país interior»: el lugar de los sueños y la literatura (Sinno, 2010, p. 97). El sucinto repaso de la biografía de Bolaño resulta pertinente por cuanto encierra una constante en las vidas de todos los integrantes de esta tradición, esto es, la vocación cosmopolita de unos autores que, más allá de su nacionalidad, trasvasaban las fronteras de un país, etiquetándose cómodamente en la categoría de escritores latinoamericanos: «Pero así es: murió Bolaño y murieron con él, a veces sin darse cuenta […], todos los escritores latinoamericanos. […] Por supuesto aún hay escritores que siguen escribiendo sus cosas […], pero en sentido estricto ninguno de ellos es ya un escritor latinoamericano, sino, en el mejor de los casos, un escritor mexicano, chileno, paraguayo, guatemalteco o boliviano que, en el peor de los casos, aún se considera latinoamericano» (Volpi, 2008, pp. 236-237).

Estrictamente, el autor de La literatura nazi en América no fue un exiliado. Sin embargo, la experiencia del desarraigo se convierte en una indisputable recurrencia en el caso del cosmopolita Bolaño, que adoptará una postura personal que puede ser calificada como cínica. Es decir, semejante a la reclamada por los antiguos filósofos de la escuela cínica: abiertamente positiva y favorable. En esta misma formulación basó Kwame Anthony Appiah sus famosas tesis al optar por este cosmopolitismo de raíz cínica para describir la red única de comercio e informativa en la que el mundo se había convertido a principios del siglo XXI, soslayando los términos de globalización o multiculturalismo. Hasta que la sociedad humana no se haya convertido en una cosmópolis, el papel del sabio cínico es innegablemente el de un perturbador; encarna el remordimiento por la autocomplacencia dominante y el achatamiento moral. Pero, más que una teoría, este cinismo se convierte en una forma de trato con el saber, una forma de relativizar y de ironizar. El cosmopolitismo de Bolaño, así como sus opiniones sobre el exilio, no pueden desligarse nunca de sus actitudes ni, por supuesto, de su proverbial arte de la resistencia, la sátira y la crítica. En congruencia con la multiplicación de perspectivas, de provisionalidades y de existenciarios de la obra de Bolaño, el exilio se rodeará en ella de fascinación y de misterio, como cuando describe a uno de sus personajes femeninos en El Tercer Reich (2010): «Vi a Frau Else como una llama, la llama que nos ilumina aunque en la empresa se consuma y muera, etcétera; o como un vino que al fundirse en nuestra sangre desaparece como tal. Hermosa y distante. Y exiliada… Esta última, su virtud más misteriosa» (Bolaño, 2013, p. 89).

No ha sido Bolaño el único en realzar la particular dimensión de la vida humana que constituye el exilio. La filósofa María Zambrano, tras más de cuarenta años fuera de España, afirmó que gracias al exilio había vivido diversas vidas: «Yo no concibo mi vida sin el exilio; ha sido como mi patria o como una dimensión de una patria desconocida, pero que, una vez que se conoce, es irrenunciable. […] Es una contradicción, qué le voy a hacer. Amo mi exilio» (Zambrano, 2014, p. 58). Nadie, no obstante, mostró mayor exigencia del exilio que el cínico Diógenes: al objetársele que había sido condenado al destierro por los habitantes de Sínope, el filósofo respondió que él a su vez los había condenado a ellos a quedarse en aquella ciudad; esto es, condenándolos a la inmovilidad, lo hacía también a la ignorancia.

En general, La literatura nazi en América se alza como el mejor ejemplo de la permanente imbricación entre política y literatura que tiene lugar en la obra de Roberto Bolaño. El hecho de que algunos lugares de Latinoamérica dieran cobijo a refugiados nazis o de que en ese mismo subcontinente se multiplicara el número de Estados totalitarios forma parte de una desilusión política a la que la literatura nuevamente debe hacer frente y de la que no puede escapar: «El texto comienza como un mero catálogo de fantasías librescas y culmina en una aterradora alegoría de la historia política y de la actividad literaria como una sola abominable experiencia» (Oviedo, 2005). El fracaso político, en este caso, es también un fracaso de la literatura, la cual –aunque pueda ayudar a explicarlo o a simbolizarlo– no representa ninguna garantía contra el horror.

 

V. VIRTUDES DE LO PROVISIONAL

Pero no solo se interrelacionan la «vida imaginaria» y la experiencia del exilio a propósito de la tradición iberoamericana. Danilo Kiŝ, autor de Una tumba para Boris Davidovich, reconoció su deuda con Schwob, vicariada a través de Borges, al analizar sus propios procedimientos narrativos –que Kiŝ considera una derivación del concepto formalista de extrañamiento–. En opinión de Kiŝ, el exilio no es más que el nombre colectivo de todas las formas de alienación y el último acto del drama de la «no autenticidad» (Kiŝ, 1993, pp. 100-101), una idea que puede ser relacionada con la aseveración de Said de que el exilio es un estado celoso, pues ante todo es inseguro, ya que lo que se consigue es precisamente aquello que no se desea compartir (2005, p. 185). Desde Francia, Danilo Kiš mantuvo una relación tensa y muy crítica con la literatura de la vieja Yugoslavia, ya que en 1976 sufrió uno de los escándalos más reseñables de las últimas décadas y, acaso, el más penoso intelectualmente.

Más llamativo aún es el caso de Antonio Tabucchi, cuyo ejemplo representa a la perfección el vínculo literario y vital que algunos autores de esta tradición han llegado a contraer con Marcel Schwob. Este autor nacido en Italia ocupó en París una de las viviendas en las que Schwob se había alojado, más concretamente el número 2 de la rue de l’Université (Herralde, 2012). De todas formas, y considerada la modalidad de la «vida imaginaria» en su sentido estricto (pues aunque el libro Sueños de sueños posee un innegable aroma schwobiano, se trata de una transmutación de la «vida imaginaria» en «sueño imaginario»), Tabucchi –nacionalizado portugués en 2004– únicamente publicó una verdadera «vida imaginaria», incluida en el volumen Dama de Porto Pim y consagrada precisamente al poeta portugués Antero de Quental, un autor cuyo exilio interior fue subrayado por Claudio Guillén en su libro sobre el destierro: «Esta conciencia del exilio interior, en pleno Portugal, le vincula, sabemos hoy, a numerosos poetas solitarios, errabundos, nihilistas, expatriates, de otras latitudes» (Guillén, 1995, pp. 150-151).

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