Aurelio Arteta
La compasión. Apología de una virtud bajo sospecha
Libros de Fronterad, Biblioteca Anfibia, 2019
325 páginas, 18.00 €
Estamos ante la segunda oportunidad de un libro que el autor publicó en 1996. Es probable que el tiempo transcurrido, casi un cuarto de siglo, no le haya hecho demasiada mella. En el breve prólogo que antepone a esta segunda edición no comenta el autor que haya sido revisada: «a lo que entonces escribí, tendría poco que añadir». Son los privilegios de la filosofía en estos tiempos tan cambiantes. Y si hablamos del mundo y de las cosas que en él acontecen y no de las ideas, la compasión parece gozar de buena salud práctica. Me refiero, claro está, al hecho incontestable de que en la vieja y deseada Europa, deseada al menos desde lo que damos en llamar «tercer mundo», existe un consenso casi universal a favor de la necesaria solidaridad con los desfavorecidos, propios o migrantes, como es debido decir ahora. El gran número de ONG dedicadas a atender toda esa necesidad, nunca tan mostrada como ahora, es una prueba fehaciente de que la compasión es una virtud en forma o, al menos, una emoción compartida y, creo yo, poco sospechosa. Como veremos, otra cosa es la sospecha que pueda recaer sobre su estatuto de virtud, de virtud ética, de hábito virtuoso, más allá del fulminante sentimiento violento que nos provoca la contemplación del mal ajeno —sobre todo, cuando es injusto, caprichoso o azaroso— y la expectativa de que ese mismo mal nos pueda afectar a nosotros. Y antes de entrar en la descripción del libro y en los análisis a que dé lugar, me gustaría señalar un dato biográfico que me parece digno de tenerse en cuenta, aunque sólo sea porque el autor lo menciona en su primer prólogo, fechado en la primavera de 1996. En las últimas líneas del mencionado prólogo, se observa que el libro fue escrito en el País Vasco, de una de cuyas universidades era catedrático de Filosofía Moral y Política; y añade: «una tierra en la que […] unos pocos muestran a diario su falta de compasión con el resto». La alusión al terrorismo de ETA, entonces perfectamente activo, es, por tanto, evidente. Hoy podría serlo menos y el lector de esta edición preguntarse por qué reclamaba Arteta, además de cordura, piedad para esa parte de España. Dicho esto, el libro se mueve dentro del horizonte de la filosofía moral y se ciñe con ejemplar precisión al tema propuesto a examen: la compasión o piedad en su doble dimensión de pasión o sentimiento, con un calado histórico notable, y su aspiración de virtud fundamental para la convivencia entre humanos, incluso entre humanos y otros animales.
El libro se articula en dos partes de pareja extensión. La primera, titulada «La emoción compasiva», examina la definición de la compasión o piedad, términos que toma como sinónimos, para proceder a continuación a abrir un «proceso», en el sentido de incoar un examen crítico de la compasión, tal y como ha sido sentida, vivida y juzgada en el pasado. El punto de partida es el siempre equilibrado Aristóteles. No se da por sentado que estamos ante una virtud pero el hecho es que ha sido muy atendida por los moralistas en todos los tiempos. Es menester esclarecer, y así lo hace en el primer capítulo, en qué consiste la compasión, verle «las entrañas» al sentimiento. Inevitablemente a dicha presentación del sentimiento «en persona», que diría un fenomenólogo, ha de seguir el avatar histórico de la piedad, pues seguramente hay modas históricas también en los sentimientos y las pasiones, como las hay en los vestidos o en las formas de diversión. Es fácil asociar la segunda mitad del xviii con los fervores y las lágrimas en la antesala del Romanticismo. No es casualidad que haya sido entonces cuando se produce el triunfo de la ópera. En el Siglo de las Luces, el racionalismo remite, paradójicamente, así como el cristianismo. Desde Locke, que descubre la inquietud en el centro del corazón humano, y Hume, que declara a voces la incapacidad de la razón para controlar las pasiones, queda expedito el camino para que éstas se conviertan en el principio que incita y dirige la acción humana. Nunca fue tan visible el sufrimiento humano como en los albores de la Revolución francesa. Y no porque se sufriera más. La cantidad de dolor, la inevitabilidad de la muerte suele ser muy parecida en distintas épocas. Pero el cristianismo, que habla de la tierra como de un «valle de lágrimas», con su promesa de felicidad eterna creaba, hay que reconocerlo, un poderoso lenitivo para todo ese dolor y reducía la muerte corporal a un accidente. Por supuesto que el dato no le pasa desapercibido a Arteta. No duda en reconocer que «el hombre religioso no puede ser en verdad compasivo. Para el creyente religioso no hay mal que no vaya a ser redimido ni miseria que no quede finalmente superada». Es justamente el retroceso de la fe cristiana entre las élites intelectuales francesas lo que hizo que el sufrimiento humano resultara tan visible, insoportable por tanto, y la piedad un sentimiento que Rousseau convirtió en el centro de su moralidad y de su ideal educativo. En realidad se cambiaban de dioses y de religión: del cristianismo al humanismo.
Arteta se interesa por la piedad en tanto virtud moderna y laica. Su perspectiva es antropológica y humanista. Y el problema que justifica la escritura del libro reside, precisamente, en el rango que corresponde a la piedad, si es simple emoción, en cuya caso nos afecta y nos somete, al margen de cualquier forma de elección o preferencia que revele que es el resultado de nuestra autonomía moral, o es virtud y entonces habremos sido capaces de construir un hábito que nos permite actuar sobre el mundo y transformarlo de acuerdo a nuestras preferencias racionales. Esto es lo que Arteta pone en juego. Adelantemos la solución del dilema. El último capítulo de la primera parte se titula, a modo de introducción a la segunda: «de la emoción a la virtud».
En efecto, Rousseau es el gran campeón de la piedad, quien la funda en «una repugnancia innata a ver sufrir a un semejante». Seguía aquí de cerca a su amigo Hume, quien había fundado la moralidad en un sentimiento de simpatía universal que lleva aparejado un sentimiento de dolor y rechazo ante «el espectáculo» del sufrimiento ajeno. Es por tanto nuestra condición de seres vulnerables, menesterosos, frágiles en la certidumbre de que nos aguarda el dolor y la muerte, lo que, a juicio del autor, da asiento y fundamento a la emoción piadosa. Otros defensores menos conspicuos son algunos pesimistas como Schopenhauer, aunque su piedad se asienta sobre un egoísmo que Arteta halla impuro y criticable.
Frente a Rousseau y sus maestros, aunque luego se alejara de ellos, como Voltaire o el ya citado Hume, el gran enemigo de la piedad y los piadosos es Nietzsche, a quien se le dedica un apartado: «Nietzsche o el fiscal más fiero». Arteta se demora, al igual que en ese otro «fiscal», aunque menos severo, como fue Spinoza, en presentar con detalle sus argumentos para, finalmente, darles la vuelta y convertirlos en agentes de afirmación de la piedad. Si Spinoza le sirve para mostrar que la compasión sólo es válida cuando trasciende su opacidad de mero sentimiento, rescatada por el trabajo esclarecedor de la razón, Nietzsche le ayuda a prepararse el terreno: es la condición trágica del hombre condenado al sinsentido de la muerte, sinsentido agudizado por el destino de la modernidad: hacerse cargo de que, en efecto, Dios ha muerto. Luego, de ahí se sigue, según Arteta, que en un tiempo en que el hombre se enfrenta solo a la muerte, la piedad resulta más necesaria que nunca: hemos dado con el fundamento más sólido de la compasión, escribe, en la marca de la fragilidad humana, en «lo perecedero de la dicha humana», en fin, «en la perspectiva cierta de la muerte». Los últimos entrecomillados son citas de Nietzsche que recoge Arteta, coincidentes con el argumento central que viene desarrollando para dar un sólido cimiento antropológico a la compasión elevada a virtud. Antes ha sostenido que «toda virtud es reconocimiento de lo humano por el hombre. La piedad sería el primer reconocimiento recíproco de lo más humano en el hombre: su miserable contingencia». ¿Por qué «miserable»? Creo que se trata aquí de un recurso retórico para subrayar la «injusticia» que hay en el hecho de que sea el hombre un «ser para la muerte».
Más precisamente, lo que exige y, al mismo tiempo, en lo que se apoya la «necesidad» de elevar la piedad de sentimiento confuso, que, al modo de las cerezas en un cesto, se enmaraña y engancha con otros sentimientos no deseados, la virtud es la doble condición de lo humano como mortal y como sujeto de dignidad, siempre en peligro. La dignidad es la corona que enaltece el ascenso de que el hombre ha sido capaz desde el lecho de sus instintos y pasiones animales hasta la libertad esclarecida por la razón. Arteta se asume kantiano, a pesar de que éste sospeche de la piedad. Inclinación sensible, al fin y al cabo, puede inducirnos a heteronomía. En efecto, «racionalidad y autonomía moral ponen la diferencia de la humanidad, su notoria excelencia frente a las demás especies animales. Partícipe de aquel valor colectivo, la dignidad del individuo humano (su personalidad) procede además de su carácter de único frente a los otros de la misma especie». Por tanto, la dignidad nos individualiza y, al parecer, nos da ciertos derechos de reclamación contra la muerte. A lo largo de la segunda parte, Arteta insiste muy unamunianamente en la «injusticia» de que muramos. Quizá la expresión más radical de esta protesta contra la muerte sea la siguiente afirmación de Canetti, profusamente citado en estas páginas: «Nadie hubiera debido morir nunca. El peor de los crímenes no fue nunca merecedor de la muerte, y sin la aceptación de la muerte no hubiera existido jamás el peor de los crímenes […]. La muerte no sería tan injusta si no estuviésemos condenados a ella de antemano».
A la incompatibilidad de nuestra dignidad como especie y como individuos con una muerte que siempre llega demasiado pronto (Arteta) hay que añadir la frustración de nuestro proyecto felicitario, originada en esa ya mentada fragilidad que afecta a todos los afanes humanos. Podríamos decir que Arteta construye un potente silogismo para demostrar la necesidad de la compasión como virtud. El teorema de la compasión tendría como premisa mayor: el hombre no ha nacido para morir porque su constitución racional y libre lo convierte en sujeto de dignidad; pero dicha dignidad es incompatible o coexiste en tensión, incluso en pugna, con la finitud. La legítima felicidad a la que todo humano debe aspirar estará siempre amenazada por el mal que invade el mundo y la contingencia que daña nuestras vidas. Por tanto, advertidos de su necesidad, practiquemos la virtud de la compasión, los unos para con los otros.
Reconozco algunas fallas en la argumentación. Pero es preferible que el lector llegue a sus propias conclusiones leyendo el libro y examinando las pruebas y testimonios que ofrece Arteta. Nunca se le podrá discutir que es mejor un mundo habitado por humanos compasivos que lo contrario.