Para relatar sobre cuándo y de qué manera se difundieron las primeras traducciones al castellano de los narradores italianos de la posguerra, a lo largo de estas páginas intentaremos un excursus que reconozca la meritoria labor que, desde Latinoamérica, aportaron algunas editoriales argentinas. Muchos de los escritores que resistieron al tiempo para seguir ocupando un relevante lugar en el Novecento italiano empezaron a publicar en el periodo de entre los dos grandes conflictos bélicos. El convulso ventennio fascista marcó a distintas generaciones, tanto que las palabras que en 1946 escribió Natalia Ginzburg lo definen como una enfermedad incurable: «È inutile credere di guarire di vent’anni come quelli che abbiamo passato»[i]. La mayoría de los narradores que nombraremos dieron a conocer sus obras en el renovado contexto de la posguerra. A vuela pluma, nos interesa observar que para muchos de estos autores, ya desde los años cincuenta, el principal canal de recepción en el extranjero fue el ámbito editorial hispanoamericano, principalmente el argentino. Además, aunque con un comprensible retraso debido al contexto del franquismo, este puente tendido hacia España les permitió poder ser leídos clandestinamente y por vez primera. Los nombres que desfilarán por este texto se formaron en Italia durante la posguerra en un clima abierto a nuevas esperanzas y nuevos horizontes. Algunos ya con un bagaje de lecturas foráneas, especialmente las de los narradores contemporáneos del realismo norteamericano. Dos de ellos, Elio Vittorini y Cesare Pavese, se revelaron como los principales difusores del «mito americano». En un país sediento de libertad, cada uno facilitará a su manera la entrada en Italia de autores hasta entonces desconocidos y portadores de una palabra liberatoria. Para los italianos la lectura y la traducción de los norteamericanos significaron el laboratorio donde aprender a ser moderno y considerar mejor su propia situación. Fue Pavese el primero en ocuparse del tema, perfeccionando su conocimiento de la literatura angloamericana con artículos y breves ensayos, la mayoría en la revista einaudiana La Cultura, rscritos que Italo Calvino reunirá y publicará para Einaudi en 1951[ii], como póstumo documento de intenso trabajo. La contribución de Pavese fue determinante, sobre todo a través de las traducciones, ya que se interesó por aquella literatura antes de que se dedicara a escribir cosas suyas: hacia 1936 había editado solamente los poemas de Lavorare stanca, mientras que sus traducciones sumaban, por entonces, cinco títulos[iii]. Será a partir de 1931 cuando empiece a traducir Moby Dick –no olvidemos que Pavese se había licenciado en 1932 con una tesis sobre Walt Whitman–. La lectura sistemática de los norteamericanos le permitió encaminarse hacia un modo diferente de descifrar realidad y literatura.
Por su parte, Vittorini se empleó traduciendo, entre otros, a Poe, Steinbeck, Caldwell o Saroyan[iv]. En un horizonte cerrado, como lo era el de Italia bajo el fascismo, la literatura norteamericana significó un descubrimiento decisivo. Sin embargo, lo que verdaderamente marcó el punto de partida del Vittorini difusor de cultura extranjera fue una antología: Americana. Raccolta di narratori dalle origini ai nostri giorni (1941). Desde 1938, en Milán, cuando Vittorini ya trabajaba para el entonces editor sperimentale Valentino Bompiani, maduró este monumental trabajo. La censura secuestró la edición de 1941 debido a las notas histórico-críticas con las cuales acompañaba los textos. Finalmente, en 1942, Bompiani logra publicar Americana, aunque con la supresión total de las notas, juzgadas inoportunas en el momento de la publicación por el censor. La antología se abre con un texto de Washington Irving, para cerrarse con uno de John Fante. Vittorini, en los años siguientes, mediará incansablemente para que se publicaran también los narradores de generaciones sucesivas a las incluidas en Americana, empeñándose hasta dar a conocer en Italia a Henry Miller, Carson Mc Cullers, William Carlos Williams, Flannery O’Connor, J.D. Salinger, Allen Ginsberg, Jack Kerouac o John Updike, entre otros. Gracias a la amistad con James Laughlin, director de la revista –y su correspondiente editorial– New Directions, que además de enviarle libros le aconsejaba sobre cómo tratar los derechos de autor, Vittorini logró formar un abanico de contactos que resultarán de gran utilidad también para los asesores de Seix Barral, ya que Henry Miller presenciará las Conversaciones de Formentor. Incansable en la búsqueda de los mejores traductores –él dejó de traducir a partir de los cuarenta–[v], seguirá tejiendo hilos. Entre otros, mantenía correspondencia con Hemingway a propósito de la traducción de Conversazione in Sicilia para el lector estadounidense. A finales de 1948, Hemingway escribirá la introducción a la edición americana[vi]. Por último, es interesante descubrir que los traductores de Americana fueron elegidos por Vittorini entre un grupo de escritores. Un llamamiento a los autores de su tiempo para que se hicieran promotores de un proyecto más incisivo culturalmente. La traducción no había de ser un acto profesional, un mero encargo editorial, sino algo más: un desafío, una provocación y un compromiso. En este proyecto los treinta y tres nombres estadounidenses tenían que ser todos inéditos, y el mismo Eugenio Montale, junto con Gadda, Landolfi, Moravia, Pavese y Piovene, entre otros, se volcaron con gran empeño en la tarea.
LA HUELLA NEORREALISTA
Gran parte de los autores italianos que mencionaremos, se acercaron en sus obras al neorealismo, a la manera de ver el mundo que a partir de los años treinta se extendió a todas las formas de literatura realistas. La producción novelística que determinó se concentró entre 1945 y comienzos de los cincuenta. Recordemos algunos títulos: en 1945 se publica Cristo si è fermato a Eboli, de Carlo Levi, y Uomini e no, de Vittorini; Il quartiere, de Pratolini en 1947; Il compagno, de Pavese, La romana, de Moravia; Cronache di poveri amanti, de Pratolini; Il sentiero dei nidi di ragno, de Calvino y Spaccanapoli, de Rea, en 1948; La casa in collina, de Pavese, en 1949. Prima che il gallo canti, de Pavese, Le donne di Messina, de Vittorini; Ultimo viene il corvo, de Calvino y L’Agnese va a morire, de Viganò, en 1950; Le terre del Sacramento, de Jovine, La luna e i falò, de Pavese y Gesù fate luce, de Rea, en 1952, y Vesuvio e pane, de Bernari, en 1953.