Cuando leí esos primeros tuits pensé que se trataría, otra vez, del rosario de alabanzas. Para mi sorpresa, encontré breves pero certeros análisis. También leí críticas y objeciones razonadas. Quizá ya no sean los antiguos paladines solitarios que extraña Vargas Llosa (y yo también); sin embargo, y aunque anónimos, me alegra que sigan ejerciendo el antiguo magisterio del deslinde que nace por vocación, por amor a la literatura y afortunadamente fuera del bienpensante cuadrito curricular.

Leo también en Twitter que Pablo Sol, en Criticismo (criticismo.com), ha escrito un «Decálogo del imperfecto reseñista» y su primer mandamiento es «Reivindica la reseña como género literario». Eso me alegra mucho y pediré permiso para incluirlo en mi propio Manual –citado, por supuesto– aunque sea otro y no este, que es para emergencias. Cuando llego al mandamiento octavo –«Cultiva un estilo personal», entendido como «la marca del gran crítico o del maestro de lectura, un gusto y una voz propios»– imagino los rostros de los «nuevos críticos»: colegas que descreen del estilo personal o se imaginan que nace de la acumulación de palabras horrendas, escritas en una lengua bárbara que se quiere «científica».

Además de la epidemia que representaron para los estudios literarios, los sistemas dizque científicos que construyeron muchos de los teóricos no resisten un análisis matemático o, más bien, una «traducción» al lenguaje matemático (que puede representar cualquier lenguaje). De inmediato saltan sus contradicciones. Yo no soy matemática, pero mis padres fueron físicos y hace ya muchos años los sometí a la ingrata tarea de demostrar que algunos de esos «sistemas» partían de premisas erróneas. Sin embargo, mi mayor objeción es con su lenguaje, pues, como diría mejor Alejandro Rossi, la lectura bárbara –y yo diría, la escritura– es aquella que reduce «el lenguaje a registros mínimos y clasificados. Pero un lenguaje amputado corresponde siempre a un pensamiento trunco».

Debo decir que rescaté del fuego de mi desprecio a Foucault –el más pernicioso de todos–, pues su escritura algunas veces lo redime aunque su «sistema» esté construido desde el resentimiento (y ya sabemos lo que pasa con el resentimiento y el poder, cosa que muy bien pudo aplicar a él mismo). También salvaré al uruguayo Rama para luego combatirlo como el responsable de muchas de las desdichas que, en forma de plagas recurrentes, han afectado a los estudios literarios. En eso estoy, pero las cajas ansiosas por los libros me llaman.

Pasan los días y no avanzo. Lo peor de una mudanza es la vejez. No solo porque te cansas de inmediato, sino por lo que encuentras que quisieras olvidar y lo que has olvidado y no puedes encontrar. Hice lo que todo el mundo sabe que no debe hacerse. Encontré fuera de su lugar un libro de Yves Bonnefoy, traducido por quién sabe quién, donde, según yo, estaba un poema amadísimo que Ulalume González de León y Elsa Cross no tradujeron en la vieja antología publicada por la editorial Vuelta. Pero no pude acordarme del nombre del poema; vaya, ni un verso recordé: solo su aura, sin palabras. Perdí una hora de trabajo. Lo que no he perdido es la rabia de encontrarme con una traducción tan desastrosa.

Una mudanza implica una autocrítica profunda. Una mudanza de libros, mucho más. Entonces te das cuenta del tiempo que perdiste, de las desviaciones que abrazaste sin saber, bien a bien, cuál era tu destino. ¿O lo sabías? También se nos presentan los rostros de quienes fueron culpables –no por omisión, sino por entusiasmo– de aquellas torceduras del camino. Veo, asombrada, cuántos libros de Klossowski tengo. De y sobre Bataille, más de dos metros de librero; de Juan García Ponce, a quien leí por la fuerza escolar, pues su prosa me parecía, y me sigue pareciendo, insoportable. Aparecen los libros de Butor, de Robbe-Grillet, todo Duras. También L’année dernière à Marienbad, de Resnais. ¿Qué rostro se asoma detrás de este entramado de lecturas y filmes? El de mi amado maestro, Huberto Batis. No me quedan más de 20 años de vida, si bien me va. ¿Voy a vivir con este cargamento? ¿Uno tira –o regala– su vida así como así? Qué dificultad. En cada aula debería existir un cartel de advertencia que dijera «¡Peligro!». En descargo de mi siempre llorado profesor diré que gracias a él leí y me inscribí en la clase de Salvador Elizondo. Nació en esas lecturas una admiración perdurable. La más hermosa de mi lejana juventud.

Para saber cómo ordenar mi nueva biblioteca me han sugerido que revise a Manguel, a Arbus, a Montaigne; a Calasso y a Benjamin. Fernando García Ramírez –quien defendió a capa y espada a García Ponce de mi probable exclusión– me dice que va a escribir sobre cómo ordenar la biblioteca con base en ciertas afinidades, pero no me las cuenta. También me recomiendan que guarde solo páginas gloriosas, como quiso Cendrars –según me informa Adolfo Castañón, a quien le cuento mis nuevas desventuras–. Pero no tengo tiempo. Abro un libro de crítica famoso, que utilicé durante toda la carrera. Su autor dice para alabar un libro central de nuestras letras: «Esta obra es sumamente coherente». ¿Sumamente? ¿Y esas rimas terribles? Adiós, libro. El desenlace de una biblioteca personal está dictado por filias y por fobias (y por las clases que ofrezco en la universidad). También porque componen otro modo de la autobiografía. Abro el siguiente volumen: «La representación del sujeto y blablabla». Adiós, libro. Decido que no conservaré a comentaristas, salvo cuando estén al nivel estético o crítico de los protagonistas. Me siento dichosa de, por fin, haber encontrado un criterio justo y eficiente. Para reconocerlos, me guían Rossi y Steiner. En el caso de los protagonistas –es decir, los escritores– tengo también un modelo. Nunca lo cuento para evitar los reclamos contra el canon y los «malvados» que lo construyeron, pero la emergencia reclama todas las armas críticas. A principios de 1944, y desde Berkeley, un muy joven y arrogante Paz escribió «a los redactores de El Hijo Pródigo» una larguísima carta donde despotricaba contra la revista de la que formaba parte y que, por razones de su ausencia, solo conoció ya impresa. Esa carta ha sido comentada por Guillermo Sheridan, pero creo recordar –sus libros ya se encuentran resguardados y no puedo consultarlos– que no incluyó la frase políticamente incorrecta que hoy me guía: «Las “obras maestras desconocidas” lo han sido justamente porque no son “maestras”». Con todo y sus comillas se irá esta linda frase directo a mi Manual (en caso de emergencia).

A la vista de lo que va quedando, advierto que leí con verdadero fervor a los franceses, de Dumas a Duras (siglo y medio de literatura francesa y muchos metros de librero). ¿Volveré a leer las veintitantas novelas que componen Les Rougon-Macquart? Por el número de libros que tengo de Balzac, comprendo que no fue jamás mi favorito. Sé que no puedo regalar esos libros aunque nadie vaya a leerlos nuevamente. Es como si regalara un ojo o parte del corazón.

 

OTRO PENSAMIENTO LITERARIO

Casi todos los libros que conservaremos han quedado en las cajas. Falta, ahora, despejar el archivo hemerográfico y pilas de papeles con escritos varios. Encuentro uno que tenía perdido, con el que quise asombrar a mis colegas en un seminario sobre el pensamiento literario. No las ideas estéticas, de Menéndez y Pelayo; no las ideas literarias, de Pozuelo Yvanco, apuntaron. No me quedó claro qué querían decir con «pensamiento» y escribí algo que con seguridad se trata, otra vez, del hilo negro con el que siempre me anudo. Leo a la carrera mis apuntes, pues el polvo que sale de los folios me lleva a estornudar continuamente:

Dice Patricio Pron que «todo persona real es también un personaje de ficción». Si cambiamos los términos, leeremos: «Todo personaje de ficción es también una persona real». Podríamos encontrar aquí, por absurdo que parezca, una idea literaria sustentada en la hipótesis de que toda literatura es un roman à clef, que la ficción es parte de lo real, etcétera. Pero plantear una reflexión sobre las ideas literarias, las literaturas del yo o del ello, las literaturas del aquel o del tú, pueden llenarlo a uno de espanto o convocar un sinnúmero de citas, desde la Grecia clásica hasta hoy. De hacerlo así, yo habría puesto el acento en la persona, en las personas verbales. Aunque eso forma parte de las taxonomías literarias, no significan para mí, ideas, sino eso: taxonomías.

 Habrá quien de inmediato salte y diga que antes de la Grecia clásica ya existían taxonomías o ideas literarias; otros dirán que la literatura misma, su existencia como cuerpo cultural, es un constructo propio del auge de la burguesía. A propósito de estas y otras interpretaciones, yo pido ahora, si no una declaración de fe en la literatura, sí un voto de confianza que implica cerrar los ojos y escuchar el río sonoro de la lengua, el balanceo cadencioso de su ritmo, para advertir que la forma natural de expresión de los humanos –la poesía– es muy anterior a cualquier interpretación literaria y simultánea al momento en que alguien empezó a cantar o a nombrar al mundo. Mallarmé decía que todo es poesía, que no existe la prosa. Pero Mallarmé era un exagerado, un militante, y la literatura, que exige esas radicalizaciones en el momento preciso en el que nace, requiere también de algunos puntos de tensión donde se despliegue el arco de su nomenclatura.

Si esto fuera así, antes incluso de pensar o acotar el término idea –cuyas definiciones exceden el breve espacio de esta reflexión y de mis capacidades–, tendríamos que distinguir las ideas que nacen de la escritura poética, de aquellas que parten de la escritura en prosa. Después tendríamos que saber a qué idioma nos referimos. No es lo mismo escribir en inglés que en francés o en español y sus vastas variaciones, producto de la historia y de la geografía. Pero ¿realmente estoy hablando de ideas? Si una idea es una imagen, el pensamiento sería entonces un sistema de imágenes, visuales, sonoras, olfativas… Sé que me estoy metiendo en embrollos propios de mi ignorancia, pero intento entender qué es un pensamiento literario.

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