POR  MALVA FLORES

Una biblioteca no es una suma de libros,
sino del orden que la configura y da cuenta de su lector.

AURELIO ASIAIN

LA ANSIEDAD DE LA CRÍTICA: EL DESCARTE

Como el viento de la desgracia que llegó intempestivamente a la casa de Eréndira cuando bañaba a su abuela, exactamente así, de improviso, recibí el anuncio de que debía abandonar la casa en la que viví los últimos quince años: allí donde pasé la infancia de mis hijos, la dolorosa muerte de mi padre y donde escribí varios libros de crítica, o eso imaginé. A nadie importan las circunstancias de mi vida, pero en el momento en que me dieron esa noticia llegó hasta mi cabeza, como un fogonazo, la primera frase que García Márquez le dedica a su Eréndida.

Ahora que lo pienso, fue un poco extraño o incluso absurdo ese recuerdo porque García Márquez no me es simpático. Aunque sus novelas y cuentos siempre me encantaron, en el estricto sentido de la palabra, hace muchos años que no vuelvo a ellos. ¿Cómo se coló esa frase a mi cerebro atribulado? Es un misterio que por ahora no puedo resolver, como tampoco el de las palabras que me rondan en este momento, también del colombiano, cuando dijo que él escribía para que sus amigos lo quisieran más.

La noticia de la inminente mudanza me alcanzó como un ramalazo cuando estaba por terminar el escrito con el que presentaría el libro más reciente del crítico literario mexicano Christopher Domínguez Michael, Ensayos reunidos, 1984-1998 (El Colegio Nacional, 2020), publicado en plena pandemia, como también Ateos, esnobs y otras ruinas (Ediciones Universidad Diego Portales, 2020), donde firma la nota a la edición con su nombre y la siguiente leyenda: «Coyoacán, cuarentena universal de la primavera del año 2020». Me llamó la atención porque un libro mío, nacido también en la pandemia, apareció con un curioso colofón, obra de los impresores, donde dice que Sombras en el campus «se terminó de imprimir en septiembre de 2020, durante el período conocido como “la nueva normalidad”». Perdónenme el anuncio. En realidad, nada de eso tendría importancia si no fuera porque me he dedicado a revisar libros recientes para ver si encuentro huellas bibliográficas de la pandemia, y han sido pocos los que consignan algo, como si esto que hemos vivido ya no fuera nuevo, sino simple normalidad.

En el texto que estaba escribiendo solo iba a comentar el primero de los libros de Domínguez Michael antes referidos y durante varios días me debatí sobre si debía o no hablar de lo que significaba para mí que el último texto recogido en el volumen Miseria y grandeza de la vida literaria hubiera sido publicado pocos meses después de la muerte de Octavio Paz, y que cuando lo leí no supe darme cuenta de que, mientras me reía –es un libro, a mi juicio, muy divertido–, mi vida estaba a punto de cambiar radicalmente y la vida literaria mexicana sería ya muy distinta y no sé si mejor.

No lo escribí porque pensé que ya estaba bueno de andar llorando todavía por la muerte de alguien que no podía ser eterno y que, además, yo no había conocido. Ofrecí calladas disculpas a la fotografía del poeta que me miraba desde la pared, me despedí de él como objeto de estudio o de lamento y me concentré en explicar las ideas centrales de Domínguez Michael en relación con la obligatoria postura judiciaria que debe tener un crítico literario. Para ser congruente, era forzoso exponer mis asegunes con la obra del crítico, pero esta es amplia y no me iba a poner a discutir con él a través de Zoom (la plataforma que dizque nos muestra al mundo y en el mundo cuando en realidad estamos encerrados). Sin embargo, la ansiedad de la crítica no me dejaba en paz. En tres líneas le reproché algunas cosas que me disgustan de su obra y concluí el texto advirtiendo de que la crítica literaria era una casa libre y, aunque polémica, hospitalaria.

Cuál no sería mi sorpresa cuando supe que debía abandonar la mía. Al día siguiente, mientras hablaba frente a los invisibles y virtuales asistentes a la presentación, la congoja no me dejaba en paz. Leía frente a la computadora, intentando que mi voz o mis gestos no denunciaran la angustia de la que era presa, mientras –por encima de la cámara que transmitía mi imagen–, veía mis libros y pensaba que en la nueva casa –la urgencia del cambio obligó a que la eligiéramos en un solo día– no podrían caber todos. Sería forzoso deshacernos de algunos varios cientos y teníamos solo treinta días para hacerlo.

Cuando torpemente me despedí del crítico, del moderador y de los fantasmales asistentes, pensé que debía existir un Manual para críticos literarios cuya primera instrucción –escribí en Facebook días después– sería: «Para el crítico literario en ciernes –o para el que ilusamente ha creído que todo tiene valor o lo tendrá algún día–, no hay pedagogía más eficiente, aunque brutal y dolorosa, que una mudanza intempestiva». Mientras lo escribía, pensé que era necesario acotar que la nueva casa era pequeña, pero no lo hice porque destruiría la pretendida musicalidad de la frase y la música es sagrada para mí.

«Cuando es joven, un crítico literario es un francotirador», pienso cuando leo los títulos de varios libros que mi marido, David Medina Portillo, y yo reseñamos de manera salvaje en esa vieja prensa literaria que admitía el disenso, incluso el «desollamiento» de los libros, metáfora horrorosa acuñada en un suplemento, Sábado, donde David y yo escribimos nuestras primeras críticas gracias a nuestro profesor Huberto Batis, el entonces director de aquella publicación. Hoy, la crítica brilla por su ausencia y solo aparece en la extraña forma del elogio, pues prácticamente hemos prohibido todas las palabras que demuestran que algo está mal escrito o pensado: te pueden caer con picahielos si te atreves a juzgar a algún autor –o autora, sobre todo– que no haya tenido la desgracia de nacer como conspicuo –y malvado, sobre todo malvado– ejemplar de la raza blanca. No importa cómo escriba: lo que importa es su identidad y todas las particularidades que, ajenas a la literatura, pertenecen más bien a la biología, la medicina, la sociología o la antropología. En mi imposible Manual, cuyo destino entre los universitarios sería el fuego o el desdén, escribiré lo contrario: «No debe importar su identidad. Lo único que importa es cómo escriba».

Lo cierto es que a medida que pasa el tiempo, el crítico francotirador se vuelve un apostador solitario. Aquellos libros que con tanta saña reseñamos en nuestra juventud debieron llegar a la basura, pero los hemos cargado por la nación entera. Todo esto pienso mientras sigo pasando libros a cajas de mudanza. Entonces –era inevitable, dado nuestro apremio– surge un dilema crítico que pronto se convierte en uno moral: ¿Qué hacer con los libros bárbaros? No me refiero a los malos libros de poesía, a las novelas o cuentos aburridos o mal escritos. Hay un tipo de libros pernicioso: el ensayo dizque filosófico, dizque teórico, dizque literario. ¿Debe uno regalarlos y permitir que sigan esparciendo su carga viral? ¿Acaso somos nazis y vamos a quemarlos? Me agobia la horrible incertidumbre y pospongo el descarte, pero entonces aparece un volumen que me pone los pelos de punta. Perdóneme el lector, estoy en emergencia.

¿Conservo o no los libros de los «teóricos en el poder», como llamaba Steiner a quienes juzgaban su obra como un residuo del «impresionismo arcaico»? Recuerdo ahora otras palabras suyas en Errata: «El arte y la poesía siempre darán a los universales “una morada y un nombre”. Han transformado lo particular, incluso lo minúsculo, en inviolable». ¿Qué hago, entonces, con las obras de algunos autores reunidos por Tel-Quel? ¿Kristeva, Derrida et al. deben permanecer? ¿Por qué perdí el poco tiempo de vida que tenemos en esas lecturas espantosas? Hago esa pregunta en Twitter y alguien me contesta que debo alargar la lista del et al. para prevenir a futuros lectores. Pero ¿un crítico es uno de esos altos prelados que hicieron el Index librorum prohibitorum? ¿Es, acaso, un censor? No debería. La historia de los censores es otra y ahora no tengo tiempo de contarla.

Para estar de acuerdo con la época, pienso que regalar libros dañinos es como andar por el mundo sin cubrebocas (o barbijo, dicen en otros lados). ¿Qué hacer, entonces? Después de mucho pensarlo, elijo un acomodo nuevo: los libros que han cambiado mi vida, aquellos que me gustan, los que odio –pero es obligatorio combatirlos–, los que uso, los que un día leeré y los demás. Donaré «los demás» a la biblioteca de mi instituto, incluidos los de «teoría literaria» que son, desde mi juicio, la muestra más preclara del aborrecimiento por todo lo que ayuda a mostrarnos que los valores humanos –por presencia o defecto– sí existen; es decir, por todo lo que es universal y nos reúne. Ya sé, ya sé. Me dirán que «todo lo que es universal y nos reúne» ha sido una perversa estrategia de colonización; también que la belleza es solo privilegio y otras ideas parecidas que han llevado de la civilización del espectáculo a la de la cancelación. Y vuelvo a lamentarme: «¿Debo ayudar a esparcir el horror?».

Recuerdo ahora unas palabras de Mario Vargas Llosa, con las que se preguntaba –justamente en La civilización del espectáculo– si alguien leería a los críticos: «Esos paladines solitarios que tratan de poner cierto orden jerárquico en esa selva y ese caos en que se ha convertido la oferta cultural de nuestros días. Lo cierto es que la crítica, que en la época de nuestros abuelos y bisabuelos desempeñaba un papel central en el mundo de la cultura porque asesoraba a los ciudadanos en la difícil tarea de juzgar lo que oían, veían y leían, hoy es una especie en extinción a la que nadie hace caso, salvo cuando se convierte también ella en diversión y en espectáculo».

Hay quienes piensan que aún es necesaria la crítica, aunque por medios distintos de aquellos en donde solíamos leerla o ejercerla. Para descansar del ajetreo con los libros, abro de vez en cuando Twitter. Me encuentro con una iniciativa que me parece interesante: reseñas en un hilo de tuits. La cuenta se llama @mesadenovedades y la idea nació de las charlas y entusiasmo de dos narradores mexicanos: Jaime Mesa y L. M. Oliveira. En la biografía de la cuenta aparece esta leyenda: «Opinamos sobre novedades (12 meses). Escritas en español y publicadas en México. En hilos de máximo 7 tuits. A nombre de Mesa de Novedades. Sin mancharse». A la fecha se han sumado trece «reseñistas» que, por amor a la crítica y a la literatura, leen y escriben estos hilos pero no los firman. Explican así la razón: «Las opiniones no llevan firma, son respaldadas por quienes formamos este proyecto. Queremos mover a la curiosidad, no atacar libros. “No mancharse” quiere decir: se vale opinar duro pero con razones y solo si tenemos algo que destacar».

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