POR ERNESTO PÉREZ ZÚÑIGA

La literatura de Manuel Vilas se nutre de una exaltación de la libertad y el eros que resultan innegociables: ni con los géneros literarios ni con los contenidos de su escritura. Todo lo observado, todo lo vivido sirve a esa expresión casi alucinada, casi sobrehumana que traspasa sus textos. Incluso los objetos cotidianos, los que la mayoría ya ignora a fuerza de costumbre, él los trae a la literatura como si los viera por primera vez, con tal frescura que logra también que, en la lectura, nosotros los veamos de nuevo. Lo mismo le vale la aglomeración de productos en un gran almacén de Estados Unidos que el viejo coche con el que cruza los Monegros. Todo lo canta, todo lo ilumina. Ya sea en prosa o en verso, Manuel Vilas es un poeta siempre, a lo Walt Withman, solo que a diferencia de él, no ha sido bendecido con el matrimonio con la madre naturaleza. Manuel Vilas es un desterrado. Al cantar a sí mismo, canta también, como aquel padre americano, el universo. Solo que su universo es urbano. Huele a gasolina o a tren, se oye a Lou Reed en lugar de los sonidos de los bosques. En lugar de caminar sobre las hojas secas del otoño, Vilas camina sobre billetes de dólar, o, mejor, dicho, sobre los fantasmas de esos billetes, porque uno de sus temas favoritos es la pobreza. Es decir, las contradicciones fatales y eróticas de nuestra civilización, el combate feroz entre el deseo y la muerte.
¿Cuándo Manuel Vilas fue expulsado del bosque? Hay que preguntarle a Pan por ello, el dios que recorre las montañas, habla con los pájaros, espía a las ninfas, toca en la flauta panida melodías exaltadas que nacen de su conexión total con el cosmos, asusta a los timoratos que se encuentra en los caminos, va donde quiere, nadie puede echarle el lazo, participa en las bacanales de Dioniso, ríe, goza, celebra, es adorado en las orgías, hasta que el cristianismo oficial lo asocia con la figura del Diablo, y comienza a ser perseguido allá donde aparece. Se esconde en los riscos más apartados. Pero conforme la naturaleza también es invadida y construida, no tiene más remedio que esconderse en las grandes ciudades. Afeitarse los cuernos de cabra. Confundirse en la multitud. Olvidar su propia identidad. Repartirse en las semillas de millones de hijos, que lo contienen y al mismo tiempo lo ignoran. Todos ellos exiliados del bosque.
El exilio de Vilas es una llamada absoluta a la liberación y al mismo tiempo una fascinación por lo que hay en la cárcel de amable y lujoso y atractivo o cómodo, como si no pudiera dejar de apreciar la generosidad de un carcelero invisible que va dejando incontables e incómodos dones alrededor, a disposición de quien sepa valorarlos. Manuel Vilas sí sabe, y se complace en enumerarlos, entregándolos al lector para que también les conceda valor. Porque ese es el oficio de los verdaderos poetas: levantar la liebre que tenemos ante la vista pero con la mirada llena de zarzas. Vilas llega y señala: esto es un coche, esto es dinero, esto es sexo, esto es amor. Y vais a percibirlos al fin, porque a veces parecéis muertos vivientes y yo os voy a enseñar el verdadero poder de los muertos, que es amar desesperadamente la vida.
Hay una diálogo constante con la muerte en la obra de Manuel Vilas, al que se contrapone, por supuesto, el eros. El eros danza sobre la memoria de sus antepasados, que simbolizan el esfuerzo de una España entera que trata de sacudirse las cenizas de su historia y combatir por una vida digna en medio de las dificultades y la desgracia o la modestia. Los antepasados de Vilas parecen acompañar en multitud su escritura y llenarla de una fuerza especial, comunitaria, que ha sabido tocar la sensibilidad de miles de lectores en nuestro país (y más allá). Pues no solo nos ofrece el respeto por esa memoria, sino el derecho al deslumbramiento del presente, a desenterrar del presente el tesoro erótico que colme nuestra necesidad de plenitud en cualquier aspecto de la vida.
El carcelero es nuestra civilización y Pan está incómodo en ella, pero a la vez agradecido porque está atento a cada una de sus ventajas. Ya no hay grutas sino hoteles; no hay ninfas pero sí innumerables formas de belleza; no hay flautas en el claro del bosque, pero sí hay ordenadores donde escribir cada día. La escritura para Vilas es una forma de relacionarse con la existencia. Sus libros no son, en general, proyecciones estructuradas de la imaginación, sino un diálogo con la experiencia cotidiana, una especie de juego de frontón con el instante, pero donde Vilas no se conforma ni con la apariencia de la realidad ni siquiera con su posible objetividad. No atrapa impunemente el mundo en la escritura. Nunca lo deja igual. Lo comprende a cambio de libertarlo de su normalidad. Lo dota de sentido y de ritmo. Le da una función erótica en el universo al que pertenece. Nada de lo que toca u observa permanece igual. Tampoco el yo, que es parte indispensable de ese frontón. A partir de su escritura pertenece a otro reino.
En los tiempos bíblicos, Manuel Vilas hubiese sido un profeta, y su obra compilada junto a las de Isaías o Malaquías. Hay en él un trato directo con una trascendencia misteriosa que le habla musicalmente de las ciudades de nuestro tiempo y de nuestros sistemas económicos y sociales y, especialmente, de la manera en que se relacionan los objetos con las personas, y las personas con los objetos, y su voz, la de Vilas el Profeta, las juzga y las eleva y las retrata y pone el mundo patas arriba para que contemplemos lo que hay debajo de las mesas y de las camas y de los muebles que nunca se han movido de su sitio durante años. Y celebra cada significado de lo que estaba escondido y de lo que estaba a la vista. Con esa música interna, Manuel Vilas hace su propio género en cada libro que escribe, donde el yo es el centro porque es donde se produce la alquimia del mundo.
No hace mucho caminábamos por la feria de Frankfurt. Era un día nublado en la gran plaza que divide los pabellones. Recordábamos nuestro encuentro en la Academia de España en Roma, donde me mostró el laberinto de pasillos y torreones que conducían a su estudio, espacios que luego tanto me servirían para ambientar mi novela romana. Pero aquel día en Frankfurt me dijo algo que define su escritura por completo: «El éxito de un escritor es atreverse a sacar su verdadera voz sin concesiones».
Manuel Vilas mueve y ha movido la literatura de nuestros días. He leído buena parte de sus libros y en ellos siempre hay un subrayado mío de asombro, una página cuya escritura arde de audacia y de belleza. Pues Vilas ha encendido lo que permanecía apagado -como una gramola abandonada en un bar-, trasmitiéndole la energía de sus palabras, con esa autenticidad y valentía de la que solamente saben los hijos de Pan cuando se ríen de su destierro.