POR CRISTIAN CRUSAT

1. LA LECCIÓN DE REESCRITURA

Sostenía el formalista ruso Víctor Shklovski (1984, p. 233) que el legado literario de un escritor —al igual que la tradición del inventor— consiste en la suma de todas las posibilidades técnicas que su época le brinda, a lo que Enrique Vila-Matas añadiría, tal vez, el delirante compendio de todas las frases, de todos los periodos sintácticos, de todas las citas que en este mundo caben: su característica, felicísima e imperativa necesidad de relacionarlo todo en un tejido intertextual. La premisa de Shklovski fue adoptada de manera incondicional, entre otros, por el fronterizo Danilo Kiš, quien la elevó a emblema de su propia literatura. En el caso de Kiš, la asunción de un postulado semejante no sólo denotaba el tamaño de su ambición y su compromiso intelectual; era, sobre todo —para desgracia de la crítica literaria de su país—, el argumento universalista a partir del cual articuló Lección de anatomía, un libro que es, al mismo tiempo, un tratado de estética, una valiente e inteligente réplica poética —la única que cabía en su caso— y, en lo fundamental, una lúcida disección de su programa literario. Lección de anatomía fue publicado en 1978 como consecuencia de la triste polémica florecida en Yugoslavia entre 1976 y 1977 tras la aparición de Una tumba para Boris Davidovich, el buque insignia de la literatura de Kiš: «Por otra parte, nadie ha escrito como escribió Danilo Kiš, al que leo y releo mucho últimamente. Es un antecedente para mí muy claro de Sebald. Fue uno de los escritores más importantes del siglo pasado, aunque en España no puede decirse que le hayan hecho excesivo caso […]», afirmó Vila-Matas en una entrevista (VV. AA., 2004).

Danilo Kiš, miembro de la primera promoción de licenciados en Literatura Comparada de la Universidad de Belgrado, traductor y profesor de serbocroata en varias universidades (Burdeos, Estrasburgo, Lille), estaba, además, enormemente familiarizado con la obra de los principales críticos estructuralistas. Es evidente que el programa literario de Kiš incluía entre sus principales objetivos el desvelamiento del infame totalitarismo soviético, tarea para la que las técnicas realistas, naturalistas y psicologistas le resultaron insuficientes. Su ambicioso proyecto le exigió echar mano de todos los recursos y mecanismos que la época le ofrecía (razón por la que su ejemplo resultará tan útil a la hora de convocar las estrategias discursivas de Enrique Vila-Matas). De este modo, la audaz combinación de ficción y documentalismo inherente al método borgiano, en libros como Historia universal de la infamia (1935) o Ficciones (1944), encontró una magnífica reelaboración en las fábulas ancladas en episodios históricos de Danilo Kiš, quien —eludiendo la intemporalidad metafísica del argentino— se centró en el obvio carácter político de las narraciones contenidas en Una tumba para Boris Davidovich.

El caso que acaba de resumirse —el cual, no por casualidad, desemboca en Jorge Luis Borges, autor que, junto con Ernest Hemingway, moldeó el semblante bifronte de una de las principales deidades literarias a las que se encomendó desde sus comienzos Enrique Vila-Matas (sin menoscabo de su fascinación por el cine de vanguardia de los años sesenta, en particular por las películas de Jean-Luc Godard y Alain Resnais)— pretende servir de prólogo al fascinante empeño literario de este escritor barcelonés, así como al conjunto narrativo que ilustra de manera pertinente su labor mistificadora y fecundamente reescritora, erudita y figuradora: la antología Recuerdos inventados (1994), auténtica bisagra programática en el conjunto de la obra de Enrique Vila-Matas. En cierto modo, gracias a la oportunidad de reunir y seleccionar su obra cuentística —en una época, además, en la que la labor ensayística del autor aumentaría notablemente—, Recuerdos inventados asumió y consolidó la multiplicidad de voces que ya se abría paso de forma significativa en sus libros, reorientando la narrativa de Vila-Matas hacia la segunda gran etapa de su trayectoria, aquella en la que se dedicó a construir una «automitografía» (Vila-Matas, 2013, p. 209).

Por suerte, la desconfianza suscitada en algún momento entre los críticos literarios por los libros de Vila-Matas no alcanzó el voltaje ni el furor de la querella de Kiš, a pesar de que alguno de sus reseñadores llegó a achacarle ridículamente algún que otro veraneo en Cadaqués, como rezaba la recensión aparecida en el periódico El País sobre el libro Historia abreviada de la literatura portátil, ese rompedor ready made literario que Vila-Matas publicó en 1985. Deudora de la personalísima poética de la inmadurez de Witold Gombrowicz —para quien las formas maduras y experimentadas de nuestra existencia espiritual no son sino un «pium desiderium» (Schulz, 1990, p. 158)—, la inclinación de Vila-Matas por el humor absurdo, la ironía y el sinsentido fue interpretada como un síntoma de bisoñez creativa o como un rasgo naif de su pensamiento literario. Sí coincidieron ambos escritores —Enrique Vila-Matas y Danilo Kiš— a la hora de asumir que la poética de la literatura moderna se funda en la aceptación de que «el tiempo de la invención ha pasado, que el lector ya no se cree las fantasías» (Kiš, 2013, p. 64) y que, como se ha dicho a menudo de Borges –«En su momento, leer a Borges representó para mí lo que a san Pablo caerse del caballo camino de Damasco» (Vila-Matas, 2012, p. 155)–, la erudición no sería sino la genuina forma moderna de lo fantástico: «No hay duda, la narración, con más exactitud el arte narrativo, se divide en el que había antes de Borges y el de después de Borges» (Kiš, 2013, p. 52). Ciertamente, la veta fantástica de la literatura había dejado de entenderse como un fenómeno contrapuesto a lo real, tal y como Michel Foucault (1995, p. 9) sugirió a propósito de La Tentation de Saint Antoine (1874), de Gustave Flaubert; más bien debía interpretarse como un fenómeno surgido de las bibliotecas y, en definitiva, como un espacio imaginativo que el siglo xix había redescubierto. Este hecho, unido al nuevo panorama historiográfico de la época (definido por la creación de cátedras universitarias de historia literaria), provocaría una reacción en numerosos escritores, los cuales —como Des Esseintes, el protagonista de À rebours, de J.-K. Huysmans— plantearon, combinando al mismo tiempo erudición y fantasía, historias alternativas o revisadas frente a las oficializadas historias de la literatura, concebidas como un manual cerrado, unívoco y excluyente. En suma: con el cambio de siglo y, en especial, tras la arribada de las vanguardias históricas, el mundo empírico dejó de ser definitivamente el perno sobre el que gravitaba el mundo artístico, razón por la que, desde entonces, los autores se dedicaron a concebir textos que «manipulan la tradición y avanzan en una espiral de complicidades y de eclecticismo» (Aparicio Maydeu, 2008, p. 286).

En 1969, en pleno auge del palimpsesto posmoderno y de la prisión circular del intertexto, Roland Barthes decretó la muerte del autor: si el surrealismo lo había desacralizado (merced a la escritura automática y a la experiencia de la escritura colectiva), la lingüística le había propinado el golpe de gracia a la dizque «imagen del autor» (el lenguaje —se afirmó— asume un «sujeto», no una «persona»). Cuatro años después, en 1973 —año en que Vila-Matas publica su primer libro: Mujer en el espejo contemplando el paisaje—, Barthes reconoció, sin embargo, una especie de nostalgia, de explícito deseo por aquella difunta figura institucional; anhelaba secretamente su presencia, la necesitaba en ese fetiche llamado texto (1973, pp. 45 y 46). A fin de cuentas, Barthes acabará componiendo una genuina autoficción: Roland Barthes par Roland Barthes, publicada en 1975, una «autobiografía que se volvía contra la narratividad y el carácter unitario de su yo autor» (Pozuelo Yvancos, 2010, p. 15), dos años antes de que Serge Doubrovsky definiera el término «autoficción» como la representación de un sujeto parcelado que no coincide consigo mismo. Si no muerto, el sujeto salió definitivamente fragmentado de todas estas disquisiciones.

De Roland Barthes tomará Vila-Matas desde el principio uno de sus procedimientos literarios fundamentales: la creación de sentidos diferentes por medio del robo y la mixtificación cultural. También —puede aventurarse— uno de los más firmes ejemplos a la hora de desarrollar la plétora de figuraciones del yo que han acabado por distinguir la propia obra de Vila-Matas, nacida, entre otras alfaguaras teóricas, de la crisis del personaje narrativo, la búsqueda de un tipo de lector modelo, la crítica al sentido, la textualidad omnipresente —la imposibilidad de vivir fuera del texto infinito— y la deconstrucción del yo autobiográfico. Paralelamente, Vila-Matas ha practicado un fenómeno análogo, heredado de Borges: la lectura como forma de apropiación y de invención refleja una actividad en última instancia utópica y excesiva, según Gérard Genette: «Pero la idea excesiva de la literatura, a la que Borges se complace a veces en arrastrarnos, designa tal vez una tendencia profunda de los escritos, que consiste en atraer físicamente a una esfera la totalidad de las cosas existentes (e inexistentes) como si la literatura sólo pudiera mantenerse y justificarse ante sus propios ojos dentro de esta utopía literaria» (1976, p. 205). El natural empeño de Vila-Matas por delinear y proponer un canon reformado procede, sin duda, de la faceta divulgadora de Borges, en especial de su vertiente más excéntrica.

Asumiendo con Barthes la invasión del lenguaje por la ideología burguesa, el autor barcelonés resolverá tomar partido por la falsa erudición y la asimilación de otras voces, nutrientes esenciales de su sintaxis personal, tan fecunda y distorsionada como singular: «La única reacción posible no es el desafío ni la destrucción, sino, solamente, el robo: fragmentar el antiguo texto de la cultura, de la ciencia, de la literatura, y diseminar sus rasgos según fórmulas irreconciliables, del mismo modo en que se maquilla una mercadería robada» (Vila-Matas, 2012, p. 310). En el arte todo es transmisión, colaboración, repetición y alteración de ideas ajenas, parecen decirnos —saturados de lecturas de Roland Barthes, de caóticos laberintos borgianos y de un continuo trajín de boîtes-en-valise de Marcel Duchamp, obsesionados por la desaparición del sujeto moderno— los narradores de numerosos libros de Enrique Vila-Matas. Al abundar felizmente en esta reconocible inclinación, Vila-Matas ha llegado al extremo de aplicar tal designio a su propia bibliografía, enmarañando aún más la red de complicidades. Mac y su contratiempo (2017), última novela publicada por Vila-Matas, auténtica summa literaria del autor, fagocita, repite y altera Una casa para siempre, un conjunto de relatos dados a la imprenta en 1988 y que, al trasluz de las modificaciones de Mac y su contratiempo —como si se tratara de una representación sinecdóquica de toda la tradición literaria—, encuentra nuevas e inagotables resonancias mediante el imprevisible, exuberante arte de la reescritura.

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