2. EL AUTOR NO MUERE, SÓLO DESAPARECE
En efecto, la miopía crítica que Danilo Kiš atribuyó a los difamadores de Una tumba para Boris Davidovich en su Lección de anatomía residía en la ignorancia de éstos en relación con los métodos y técnicas que, en el ámbito de la literatura, habían ampliado el «campo de realidad» durante la misma época en que empezaba a publicar Enrique Vila-Matas: así, el simbolismo narrativo de las ficciones de Jorge Luis Borges, las maniobras de focalización del nouveau roman, las contribuciones teóricas de la narratología, los mecanismos transtextuales de Genette y, en un plano más general, la omisión de todos los asedios estéticos promovidos por la vanguardia —caracterizados por «la violencia de las actitudes y los programas, el radicalismo de las obras» (Paz, 1974, p. 159)—, incluidos los del cine de los años sesenta del siglo xx (además de todos los irracionalismos, onirismos y la consolidada caterva de narradores poco fiables, aporísticos y metaficcionales que se habían asomado a la ficción narrativa tras la liquidación del empirismo realista). En resumen, Kiš abogaba por la reconsideración de la idea de tradición más allá de esquemáticos árboles genealógicos, mitos locales y una anticuada concepción diacrónica de la misma, entendida durante mucho tiempo como un proceso de transmisión regido por automatismos, amén de un acta notarial de la realidad más espesa y municipal. En palabras de Javier Aparicio Maydeu, esta idea debería dar paso a otra mucho más dinámica y flexible a la hora de asumir la naturaleza de repertorio de la tradición, como así la han interpretado Kiš o Vila-Matas, por otra parte: «Preferimos una definición de tradición que la considere, en cambio, como repertorio a disposición, regida por una concepción sincrónica y cedida entonces la iniciativa al artista, que ejercerá su potestad de activar o no la tradición a la que de forma axiomática está sometido» (2013, p. 42). La inversión de los cánones de Des Esseintes en À rebours confluye así en la natural visión dialógica de la historia literaria, alejada de cualquier pretensión de imparcialidad y acabamiento. Los clásicos del siglo xx de Vila-Matas no procederán entonces de viejos manuales plagados de omisiones; sí, en cambio, de una experiencia lectora y vital regida por el azar, el placer y los gustos personales. Son, en este sentido, radicales «clásicos cotidianos» (García Jurado, 2001, p. 153) que se apilan de forma amistosa en una muy personal «biblioteca de cuarto oscuro» (Vila-Matas, 2012, p. 154). La siguiente aseveración de Susan Sontag sobre Danilo Kiš sería, entonces, perfectamente aplicable a Vila-Matas: «Su talento para la admiración también hizo de él un escritor sumamente fraterno» (2007). Este convencimiento se manifestó desde muy temprano en la obra de Enrique Vila-Matas, desatada «figura articuladora de tradiciones dispares» (Villoro, 2007), no sólo como relector de raros, excéntricos e irregulares del siglo xx, sino como formulador de historias y tradiciones literarias alternativas: entre ellas, la de la conjura shandy que protagoniza Historia abreviada de la literatura portátil y la de la estirpe de escritores sin obra (o que huyeron de la literatura y se convirtieron en ágrafos) de Bartleby y compañía (2000). La tensión sobre la naturaleza y el estatuto del autor en los libros de Vila-Matas no responde al hecho de si éste ha muerto o no, sino en qué circunstancias y cuándo desapareció, y en qué medida su desaparición constituye un relato significativo o es susceptible de alterar la tradición.
La pulsión negativa que late de fondo en Bartleby y compañía —plagado de escritores y de casos concretos—, precisamente, constituye la contrafaz de ese proceso mediante el que, durante el último siglo, la tradición —encarnada en un arsenal de nombres propios— fue obligada a renunciar a algunas de sus prerrogativas: «Quienes compartan conmigo la sensación de que Walser y Kafka son, en su pequeñez, los más grandes —al final de sus vidas ambos deseaban ver destruidos sus escritos, preferían no haberlos hecho— me comprenderán si digo que la obrita de Melville sobre Bartleby fundó la más innovadora, inteligente y perturbadora tendencia de la literatura de este siglo» (Vila-Matas, 1992, p. 179). Ciertamente, la figura del autor llevaba tiempo siendo acosada y desacralizada antes de la muerte decretada por Barthes, dando lugar a una suerte de «tradición negativa en la literatura moderna», como la ha denominado y estudiado Patricio Pron en El libro tachado. Prácticas de la negación y del silencio en la crisis de la literatura (2014). De hecho —lo recordó Georges Perec en una de sus primeras entrevistas tras publicar Les choses en 1965—, hacía ya un buen rato que la literatura se encaminaba hacia un arte «citacional», lo cual, en su opinión, representaba un cierto progreso (si es que ese término puede aplicarse alguna vez a la actividad humana que nos ocupa), toda vez que tomaba como punto de partida aquello que había representado un logro o un hallazgo para nuestros predecesores (Perec, 2012, p. 15), es decir, tomaba y se apropiaba de aquello que le parecía más conveniente del repertorio disponible.
Si bien las manifestaciones tendentes a socavar la interioridad del literato no son exclusivas del siglo xx, tanto el dadaísmo como el surrealismo habían elevado el azar a método compositivo y privilegiado la combinatoria lingüística, menoscabando la autoridad especulativa del escritor como intérprete del mundo: entre otros recursos, se pusieron en práctica «los procedimientos aleatorios y los textos “encontrados” de Tristan Tzara, la escritura automática de los surrealistas, el letrismo y la “novela hipergráfica” de Isidore Isou, Maurice Lemaître y Gabriel Pomerand», como recuerda con gran minuciosidad Patricio Pron (2014, p. 23), quien consigna, asimismo, proyectos y fórmulas tan fecundos para la escritura de Enrique Vila-Matas como la técnica de producción infinita, mediante audaces combinaciones fonéticas, de Raymond Roussel: «A veces, pienso que si en mi literatura he exasperado y llevado al límite el uso de las citas literarias distorsionadas, es decir, si en ocasiones mi falsa erudición ha funcionado casi como una sintaxis o modo de darle forma a los textos, todo eso es deudor de la distorsión de los ecos de aquel procedimiento rousseliano descubierto a una edad en la que aún sabía canalizar mis hallazgos de lector» (Vila-Matas, 2012, p. 488). El cut-up, el collage o los cadáveres exquisitos son técnicas que ahondaron en este fenómeno «negativo» y que, sin duda, han marcado la escritura del autor barcelonés: «No nos engañemos: escribimos siempre después de otros. En mi caso, a esa operación de ideas y frases de otros que adquieren otro sentido al ser retocadas levemente, hay que añadir una operación paralela y casi idéntica: la invasión en mis textos de citas literarias totalmente inventadas, que se mezclan con las verdaderas» (Vila-Matas, 2013, p. 124). Tal vez, como sugiere Pron, el examen y la sistematización de los fenómenos transtextuales ha constituido una respuesta a la sensación de asfixia que la tradición ejercía sobre muchos escritores o, incluso, al descontento con el sujeto nacido en la época romántica (de ahí, también, el surgimiento de esos héroes centroeuropeos de la otra negatividad —esenciales en la obra de Vila-Matas— que confirmaron la imposibilidad de representar el mundo de una forma total y completa: Robert Musil, Franz Kafka, Robert Walser), así como a las múltiples ansiedades derivadas de la influencia: «Creo a partir de otros, y los otros me juzgan a partir de todos los demás» (Aparicio Maydeu, 2013, p. 80). Pero, en última instancia, los héroes librescos de las historias de Vila-Matas se enfrentan a este borrado sobre la autoría. Son más genuinamente modernos que posmodernos, es decir, son personajes refractarios al consenso, los modelos sociales y la realidad. Reivindican, en todo caso, la autoridad del escritor individual. Convencidos de que la vida es una confluencia de ecos singulares, afirmarán su propia identidad a través de la memoria —retocada y alterada— de una constelación de escritores. Ante las murallas vencidas de la Cartago literaria, se dedican a elevar una columna de humo con los nombres de los autores que desperdigaron tales ecos, la cual se alza hasta las entrañas del cielo y se eleva simbólicamente sobre sus puertas selladas para siempre. Tal vez el mejor ejemplo de esto en la trayectoria de Vila-Matas sea El mal de Montano (2002), soberbia novela intelectual cuyo narrador se subleva contra la insignificancia de la literatura en el mundo contemporáneo.