La experiencia mística, como se sabe, es inefable. Inefable no quiere decir otra cosa que no puede ponerse en palabras porque si una experiencia mística es entendida racionalmente, entonces no es una experiencia mística. No puede ponerse en palabras ordenadas y comprensibles, pero sí puede ponerse en poemas (Hiriart, 2017, p. 184)

 

Desde el dialogismo, digamos en una suerte de trascendencia con reminiscencias bajtinianas, hablaríamos de comunicación con la otredad. Otredad sea lo que sea y que cada quien se las ingenie en su particular proceso cognitivo. Las vías que facilitaban —su particular teoría del conocimiento— eran tres: la vía purgativa, la vía iluminativa y la vía unitiva, a las que añadimos nosotros otra más, la vía textual, por la que se llegaría a la poesía, auténtica divinidad —ente sublime— que reina en la obra de Minerva Margarita Villarreal. Según Ludivina Cantú Ortiz, especialista en la obra de nuestra autora:

La poesía es un espacio de comunicación y representación en el que la voz poética se re-crea y adquiere corporeidad a partir del lenguaje. Es invitación, interpelación dinámica que alcanza al lector, es interacción entre las voces del poema y el lector. Gracias al acontecimiento de la lectura, el poema emerge como un espacio íntimo en el que coinciden el poeta (que no el escritor), el poema y el lector. La relación que se establece entre ambos es esencial, se inicia el diálogo que instaura el entendimiento mutuo (Cantú Ortiz, 2013, p. 41).

 

Estamos ante el territorio abonado y esencializado de la mística, caracterizada con ciertos inconvenientes como neomística, por lo que significa «neo-»; pero entendámosla como propuesta original: «Leer a Minerva Margarita Villarreal es crear un puente desde su centro hasta el del lector, quien se conecta intensamente con cada una sus estrofas» (Cervantes-Ortiz, 2016). Recapitulemos: 1) La vía purgativa consiste en la purgación de la memoria, entendida como potencia del alma, para limpiarla de los apegos sensitivos que provienen del cuerpo. En palabras de san Juan de la Cruz: «Hay que perder el gusto por el apetito de las cosas». El apetito como tal no tiene por qué ser malo, aunque sí el apego o gusto que provoca en la memoria, porque le impide orientarse plenamente hacia Dios. La privación corporal y la oración son los principales medios purgativos. Las adicciones conllevan la experiencia extrema de la desintoxicación (2016, p. 70; 2016, p. 81, señalada por Hernández, 2017, p. 6). A propósito, esta constante se aprecia en la poesía de nuestra autora en Adamar (2003), pues «desde el inicio Villarreal establece este lazo con san Juan de la Cruz y con la idea de amar duplicadamente, amar en exceso, con vehemencia» (Rathbun, 2015, p. 166). El estado en que se sume la memoria se llama esperanza. 2) La vía iluminativa consiste en la elevación del entendimiento, entendido como potencia del alma, hacia Dios. Una vez limpio el entendimiento de toda relación con las criaturas, queda vacío para entregarse a la sabiduría oscura o sabiduría secreta que se sabe sin necesidad de entender, experiencia que en la mística se llama fe. Desde una perspectiva profana, en la tradición lopesca del Siglo de Oro, se llama amor: «Quien lo probó lo sabe». 3) La vía unitiva consiste en la purificación de la voluntad, entendida como potencia del alma. En ella el alma alcanza el grado más perfecto de la unión con Dios, ya que ha vaciado su propia voluntad, lo más suyo para entregarla a Dios. Es el grado más perfecto de la caridad.

En el momento del éxtasis se llega al no movimiento, contemplación neoplatónica donde todo se detiene: «De la fuerza de las corrientes moviéndose bajo la faz del abismo / de la estrella que iluminaba las profundidades / cuando el Espíritu se detuvo / e hizo brillar el Paraíso. / De la voz de las profundidades que salía de boca de la estrella / cuando el Espíritu / cuando la estrella / cuando la voz / siendo Uno / siendo el Paraíso / transfiguró / mi peso muerto / en Vida» (2016, p. 74). Muchos de estos momentos sublimes y esencialmente elevados se hallan en Las maneras del agua, poemario que posee sus propias marcas textuales de lectura desde la primera composición, «Aparece» (2016, pp. 15 y 16), en la cual se establecen las claves que articularán su interpretación. Así, la voz verbal contemporánea —nos— narra con voz omnisciente a modo de exorcismo y se instala en un resorte o suerte de depósito o vaso donde convergen los ríos de la metamorfosis, «Tersa Teresa de las metamorfosis» (2016, p. 15), convirtiéndose en un médium que recoge el «resumidero» de la transformación: «Seré una alcantarilla en manos de Teresa / una fiebre de oro de las llagas de Cristo / un cielo desprendido del siglo dieciséis […]» (ibídem). Y, acto seguido, los mecanismos por los que se produce esta mutación: «Y de cuatro maneras germinará lo plantado: / agua del pozo / agua de noria sin anegar el huerto / agua de río o del arroyo / lluvia del cielo» (2016, pp. 15 y 16), para cerrar esta aparición o texto-manifiesto con una invocación o invitación a sumergirse en las aguas a modo de placenta, desde donde renacer, inmersión bautismal, aguas de purificación iniciática, destiladas por el cuerpo y la sangre de Cristo: «Su tórax alanceado aún gotea. / Bañémonos Teresa en esta rojedad. / En la tierra el espanto. / Bañémonos Teresa. / El espanto Teresa. / Bañémonos Teresa en esta rojedad» (2016, p. 16). El misterio de esta transformación va desde la transustanciación del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, como veremos a continuación, hasta el raptus del poeta visionario que se decanta en la escritura, el poeta-profeta:

Escribir la poesía de la que ha sido testigo el poeta es un acto que libera del misterio las cosas que desconocíamos, o simplemente, la edifica como una construcción de la que nunca habíamos visto su nuevo rostro. […] La convicción del poeta, cuando escribe lo que algo incomprensible le dicta, es llegar al final de cada poema como para salvar la vida. Y en la escritura se alaba, se celebra, se reclama, se rememora, se trata de cristalizar el agua, se procura atrapar y guardar el fuego y, en ello, se busca nombrar todo lo que pudimos ver en la galería profunda de las obsesiones (Coria, 2016).

 

Esas «maneras del agua» que se han sedimentado espolearán la escritura del libro y desembocan en «Un lago de sol» (2016, p. 41). A él llega un «torrente / que alivia / y vuela» (ibídem), porque nos libera a través de la función catártica de la poesía, como rito liberador que ahonda y escarba en lo más hondo de nuestro ser.

El sujeto verbal se va dirigiendo a diferentes episodios biográficos, ya de la santa, ya de la voz autoral, ya de cualquier otra circunstancia que explore algún campo relacionado. Siempre transversales, como conjuntos de rizomas, la matriz temática de Las maneras del agua se amplía, y se entrecruzan muchas vetas y capas, como sustratos culturales y antropológicos, que nos llevan hacia territorios muy lejanos. Hay referencias muy evidentes y la propia voz poemática nos advierte que, fragmentariamente, «El río bajo las sombras / viajaba a regiones inhóspitas / a episodios que más tarde narraré» (2016, p. 35), con lo que nos orienta hacia varias direcciones, en un símbolo bisémico: por un lado, ese río telúrico que se adentra en el inframundo y que aparece y desaparece y, por otro lado, la escritura con sus incesantes galerías, adelantándonos su indagación ulterior. Así es la escritura, un río o corriente, un stream que transmuta, en palabras de T. S. Eliot (Pujals Gesalí, 1990, pp. 30 y 31), la emoción hacia la poesía, arrastrándonos por lo desconocido. La poesía no se desarrolla en territorios ya explorados, sino que traspasa La línea de sombra que antes nadie cruzó. T. S. Eliot no abogaba por contar emociones, con lo que se incurre en la conocida falacia, detallando historias muy cargadas de emoción. Eliot hablaba de que el poema debe ser emoción, transmutar la emoción y convertirse en emoción misma. El texto como corriente emocional, como stream. Por tanto, al lector le llega la emoción viva, la vibración, el caudal del estremecimiento, el temblor del proceso, que es un descubrimiento, una emoción nueva, no vivida antes, esto es, no vivida fuera del poema. Porque no hay ninguna verdad anterior al texto, y, a poco que nos adentremos en la poesía de Minerva Margarita Villarreal, descubrimos que lo que Eliot describió se encarna en su obra. El verbo «encarnar» quizás adquiera especial significación, tratándose de una poesía que exalta y celebra también las pasiones humanas desde todos sus vértices.

La resurrección y los procesos de transformación mística del cuerpo —de los estados corporales y espirituales en continua simbiosis— están bien descritos y abordados en Las maneras del agua, por ejemplo, en «Esa otra vida» (2016, p. 20), cuando el personaje se adentra en la otra vida, que puede ser la otredad que nos devuelve al vacío, a la nada: «Con grandísimo desatino / todo me daba vueltas. / Muy en alto / me observaba / postrada / dándome todo vueltas. / Ya el mundo nada dice / pues allá donde nadie ha pisado la luz / con ella doy vueltas / y resuenan en mí / las letras escondidas de su alfabeto» (ibídem), para acabar concluyendo: «¿Acaso dudas que vengo de la resurrección?» (ibídem). Los versos en cursiva pertenecen al Libro de la vida (6, 1). O véase también «De Lázaro me apartó mi padre» (2016, pp. 35 y 36). Ignacio Solares (2010, pp. 30-32) plantea que esa transformación, ese volver de la muerte hacia la vida, no es otra que cosa que la epilepsia, la enfermedad sagrada y sacralizada, pues en el momento de «las auras previas al ataque sobrevienen revelaciones, iluminaciones, éxtasis» (Solares, 2010, p. 30). Continúa la argumentación:

Las «pequeñas muertes» se sucedían con tal frecuencia que, en efecto, le provocaron un ataque de catalepsia que se prolongó durante cuatro días. Por insistencia del padre, no se la había enterrado enseguida, después de que el médico certificara su deceso. Sin embargo, al tercer día se le aplicaron los santos óleos, se la lavó y se la amortajó, se le cubrieron los párpados con cera, las monjas de la Encarnación cavaron un sepulcro en el cementerio del convento y en la capilla fue oficiada una misa por su alma (ibídem).

 

La santa no murió, sino que despertó, y la confirmación de su enfermedad, que no es ningún signo extraño para probar santidad o fenómeno trascendente, paranormal, etcétera, no pretende empujarnos hacia la demostración de falsedad o fake; sin embargo, nos lleva de nuevo hacia el territorio del éxtasis, pero esta vez concebido como algo carnal. Mucho se ha discutido, desde este aspecto, qué significan los versos «¡Oh noche que juntaste / amado con amada, / amada en el amado transformada!», y no son pocas las lecturas que han visto en la mística una explicación carnal y viva del más acá, de la inmediatez y de lo concreto, en plenitud. Como bien se sabe, la petite mort en francés, también conocida como «la pequeña muerte», hace referencia al periodo refractario que ocurre después del orgasmo. Este término ha sido interpretado generalmente para describir la pérdida del estado de conciencia o desvanecimiento postorgásmico que se sufre en algunas experiencias sexuales. De manera más amplia se puede referir al gasto espiritual que ocurre tras el orgasmo, o a un corto periodo de melancolía o trascendencia, como resultado de la consunción de la «fuerza de vida» (cf. Bataille, 2002, pp. 53-64). La poesía de Minerva Margarita Villarreal no es ajena a esta lectura, de hecho, el erotismo se considera como una de las características principales de nuestra poeta (Armengol, 1997, p. 27).

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