En efecto, habría que remontarse al final de la Edad Media y a la sustitución de los ritos paganos por el cristianismo, y al fin de los sacrificios animales. Siglos antes, en la época de Jesucristo, los sacrificios humanos habían dejado de ser comunes, comenzaban a sustituirse por animales, pero se poseía memoria de lo que supusieron. ¿Qué hizo el cristianismo? A través de la sustitución de la carne y la sangre por el pan y el vino, en la transustanciación, el nuevo credo espantó la mala conciencia de haber matado al prójimo y estableció otro vínculo religioso en el que se execraba el canibalismo. El cristianismo aspiraba a mucho más, a eliminar las injusticias sociales, por eso se suele decir grosso modo que fue el primer comunismo. Los ritos orgiásticos, dionisiacos, y las religiones mistéricas, con sus arcanos, recogieron este legado. Orgías y catarsis formaban parte de cualquier purificación, que poseyó el cuerpo como parte central del proceso, en su transformación. Así que vamos desde el canibalismo hasta los ritos orgiásticos, desde la transustanciación hasta el éxtasis místico, siempre pasando por ese momento de inmensidad de placer, de pérdida de la conciencia, de dejarse ir, que conlleva la petite morte. El cuerpo no es ajeno. Recordamos, con Bataille, que estamos abordando un «momento decisivo de la vida humana. Al rechazar el aspecto erótico de la religión, los hombres la han convertido en una moral utilitaria… El erotismo, al perder su carácter sagrado, se convirtió en algo inmundo…» (Bataille, 2002, pp. 91 y 92). Y no podía ser menos, porque el cuerpo se halla en muchísimos pasajes para hablarnos del acá material y el allá trascendente, unidos en un solo plano dialéctico sexual-textual. «Para Minerva Margarita Villarreal […] el cuerpo es pieza determinante dentro de su trabajo poético. Su poesía dibuja un doble cuerpo: el cuerpo del poema y, dentro de él, ese segundo cuerpo, el que ella habita: paisaje dentro del paisaje» (Silva-Rosas, 2017). Dicho con palabras de la propia poeta: «Estoy tocada por Dios / la violencia de su cuerpo / por mi sangre fluye» (2016, p. 17); «Cristo por mi cuerpo / dentro de mi cuerpo. / Cristo por mi sangre / dentro de mis labios. / Cristo por mis labios / dentro de mi boca. / Boca por mis letras / sangre de Cristo. / Báñame / díctame / el sueño» (2016, p. 29); o éste también, entre muchos que podríamos citar: «Dios por mi cuerpo / dentro de mis labios / como un salmo: / Dios por mis labios / dentro de mi cuerpo» (2016, p. 80). Salmos, oraciones, sortilegios del cuerpo que transmuta, que deja de vivir, pero que vive:
Vivo sin vivir en mí
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero.
Vivo ya fuera de mí,
después que muero de amor,
porque vivo en el Señor,
que me quiso para sí;
cuando el corazón le di
puso en mí este letrero:
«Que muero porque no muero».
Esta divina unión,
y el amor con que yo vivo,
hace a mi Dios mi cautivo
y libre mi corazón;
y causa en mí tal pasión
ver a mi Dios prisionero,
que muero porque no muero.
[…]
Qué mejor resumen, para explicarnos lo que es y no es, lo que vive pero no vive. Aquello que alcanza —genera— sentido en la transformación, en los estados híbridos, los cuales son la propia esencia del ser, su razón instrumental. He ahí las sugestivas referencias a la metamorfosis en Las maneras del agua. «Crisávila» (2016, p. 33) hace un juego de palabras entre «crisálida» y «Ávila» para hablarnos del proceso de transformación de la santa, una suerte de ménade que participa activamente en el rito propiciatorio: «El cielo exhaló un frío lavanda / y amuralló / el ardor de Teresa / la piel de durazno de sus mejillas / su hato de leña / su suelo manchado de moras que alimentan / crisálidas. / Después la náusea / y mientras mareaban los cantos / la metamorfosis empezó a manifestarse: / como un fuego / se levantó / dentro de mí» (ibídem). La transformación es el éxtasis, pero también la vuelta catártica a la vida, el milagro de la resurrección y el fuego que se levanta «dentro de mí», aluden al proceso autoral de la propia redacción poemática. «[L]a palabra “milagro” quiere decir “ver más allá”. Todo poema es, a su manera, un milagro: nos hace ver más allá. Los místicos veían mejor la realidad porque oteaban más lejos que nosotros. Detrás de lo visible hay miles de posibilidades de ver. Lo real es vivir apariencias. La mística es experimentar trascendencia» (Garza, 2016).
O sea, se entiende como éxtasis místico un estado en el que el individuo se siente por fuera de su cuerpo o trascendiéndose a sí mismo, incluso se explica como una forma de expansión de la conciencia en la cual se integra al todo. Los estados de éxtasis aparecen en la Antigüedad en el culto a Dionisio y en las religiones mistéricas grecorromanas, y en la tradición judeocristiana, islámica, en especial, el sufismo, hinduista y budista. Existen algunos ejercicios para alcanzar este estado de conciencia, como el yoga, la contemplación, la ascética y la danza. En muchas tradiciones religiosas se utiliza el término «iluminación» para designar el momento en que se percibe la llegada de una conciencia superior o profunda. Este estado místico puede ser interpretado de modo diferente según lo consideremos desde una concepción inmanente o trascendente de la divinidad. Por tanto, no separemos la mente del cuerpo (cf. Johnson, 1991), el espíritu de la carne, o los estados orgiásticos u orgásmicos de la mística: aunque llevan hacia lugares distintos, poseen un mismo origen. En este sentido, hace falta una lectura que vaya más allá de lo trascendente y que nos proporcione un asidero en lo útil y en lo sensorial, que, a la postre, es en lo textual y en la poesía. Al tratarse, en cualquier caso, de la trascendencia de la carne, de su pliegue cognitivo y de su repliegue textual, es decir, de la alteridad que se materializa, un poema como «Yo por lo general no me hago caso» (2016, pp. 66-68) nos advierte de la complejidad de estos procesos: «Y yo que en general no me hago caso / me detuve / a escuchar / la fuente / con su aroma de huérfana / me dejé penetrar / porque vino crisálida / vino la metamorfosis / en tiempos de persecución» (2016, p. 67). El misterio de la metamorfosis se expresa en Las maneras del agua en muchas ocasiones. El deíctico «agua» alude, como adelantamos, al agua bautismal, a la placenta originaria. Son muchas las «maneras» o lecturas, ya que su alegoría se extiende a lo largo y ancho del poemario.
Por sus páginas deambula una sustancia textual o placenta epistemológica que envuelve la realidad en todos sus aspectos; la recorre una voz que convoca, reza y canta, resonando nuestros ecos atávicos, el origen: una razón desconocida y una pregunta en expansión… Las palabras se impregnan de una dialéctica de la materia —en términos francforteses— altamente electrizante y rica en diálogo, que nunca duda de sí misma, pues en la propia naturaleza del éxtasis lingüístico de la creación y en sus diversos recursos desplegados, circunscritos por obligación a su marco autorreferencial, anida un poso de esperanza frente al abatimiento: el vitalismo. Las maneras del agua ofrece una impresión que describe, por medio de la anagnórisis posterior a la catarsis de la palabra, una parábola amniótica que no sería posible sin la analogía a la que somete al mundo, revisándolo en su totalidad. El mundo, no obstante, se elabora minuciosamente en un detallado inventario, como un poema-río, o mejor poema-cauce, una oración (al fin y al cabo, nos encontramos en territorio sacralizado: ¿y qué es una oración sino la repetición y el deseo fuerte de que algo se cumpla, a modo de exorcismo?), pero su representación por analogía en ocasiones es semejanza también, similitud, conveniencia y emulación —recordando al Foucault de Las palabras y las cosas—, que responderá, en cualquier caso, a una proposición racional, la del texto: así, las cosas juegan a traer otras a la mente, abren nuevas dimensiones de símbolos engarzados y despliegan bucles objetuales, sensaciones…
La voz poética de Minerva Margarita Villarreal […] logra construir a través del lenguaje un nuevo orden: su universo poético con características bien definidas conformado por lo que aquí llamo su «poema perpetuo»; es decir, concibo la totalidad de la obra publicada hasta hoy, y la que vendrá después, como un solo texto, como un poema continuo e inacabado, porque la poeta (como todo poeta) no dejará de crear sino hasta que ya no le sea posible físicamente. Este poema perpetuo, que está hecho de lenguaje, contiene la esencia del ser, la esencia del poeta, porque el lenguaje, según ha dicho Heidegger, es la casa del ser, y el poema es el ser del poeta, de la poeta (Cantú Ortiz, 2016, pp. 29 y 30).
El pasado converso familiar emerge en poemas-cauce como «Conversos» (2016, pp. 45-47), donde la santa murmura, en el precipitado de alusiones, casi como escritura automática, que «Todo lo vi / en ese turno mortecino. / Vi cómo sentenciaban inocentes / Padre / acusados por la sospecha / hasta volver / de la matanza. / Padre: / ciega de luz» (2016, p. 47). Ciega por la reverberación, ciega por tanta iluminación, en el esplendor místico del culmen. Como se puede apreciar, no son las imágenes un elemento estructurador; son, al contrario, las sensaciones, que trabajan su espacio discursivo desde una conciencia que vive en la escritura diferentes sincronías («Hace días nació Teresa», 2016, p. 18; y «Amplia la comitiva recibía / el brazo incorrupto de Teresa. / Era 1976 / el caudillo había muerto / había soltado al fin / la mano de la Santa», 2016, pp. 49 y 50), arriesgándose a aceptar —después de toda la indolencia— que su destino es cuerpo; un cuerpo doble que aúna en una sola entidad —La llama doble, diría Octavio Paz— dos laberintos irreversibles: romper o destruir esa impureza (a través de la metamorfosis), que, al fin y al cabo, es la vida (apenas tránsito), generando el único objetivo de crearla desde el punto de vista textual, tematizándose en el poema. Este quantum corporal y material, esta kinesis, proviene de una enunciación erotanática —detectada (cf. Abril, 2015) en su anterior poemario, Tálamo (2013)— caótica, arrítmica y desordenada donde la oralidad y la escritura se conforman en diferentes estratos cronotópicos y sustratos narrativos, distintos niveles de conciencia, intercambios y ensoñaciones, según una exigencia que impone arraigo-desarraigo, pero que tiene el agua como referente o matriz generadora, «El manantial que brota de mi lengua. / Nadie sabe. / Nadie sabe / cuando viran las aguas» (2016, p. 49). Es pulsión.