Ariana Harwicz
Perder el juicio
Anagrama
136 páginas
POR CRISTINA GUTIÉRREZ VALENCIA

Cualquier crítica literaria o análisis de una obra artística es un juicio. Igual que hay un juicio en Degenerado (2019), la anterior novela de Ariana Harwicz, en la que el narrador protagonista es un pedófilo asesino que narra su proceso penal. Igual que Harwicz habla de su propio juicio en la correspondencia con Adan Kovacsics que encontramos en El ruido de una época (2023): «Ahora estoy en una estación en París, esperando que llegue el tren con mi hijo, gané y perdí, también (un Tribunal me declaró Adúltera) una lucha de años». Igual que su última novela, Perder el juicio (2024), contiene tres juicios: el juicio contra la protagonista, acusada de violencia marital agravada por la presencia de sus hijos, por lo que no puede verlos; el juicio con el que ésta amenaza a las cuidadoras de la guardería de sus mellizos por haber dejado que otra mujer se los llevara; y el juicio por secuestro que, oculto tanto al lector como a la protagonista, debió de celebrarse en Francia mientras ella nos narra su vida en Argentina tras huir con sus hijos. El juicio que habrá en esta reseña, sin embargo, es el único que puede saldarse sin un veredicto de culpable o inocente. Pau Luque explica en Las cosas como son y otras fantasías (Moral, imaginación y arte narrativo) (2020) cómo el juicio de una obra artística, igual que el acercamiento de los autores a esta, puede ser moralmente perfeccionista o imperfeccionista. El primer tipo se aproxima a la obra pretendiendo que sus valores morales sean perfectos, lo que lleva al maniqueísmo y acaba igualando el juicio de una obra con el juicio penal, con una sentencia que solo admite absolución o condena. La postura imperfeccionista suele estar acusada de humanizar a los monstruos, por tratar de comprender y ser compasivo con el demonio sin dejar de calificarlo como tal. Hace intervenir más bien las virtudes imperfectas, porque entiende que la obra artística usa la imaginación creadora para ensanchar nuestro universo moral, no para constreñirlo ni reafirmarlo; es un posicionamiento que se abre a las preguntas en lugar de ofrecer respuestas, porque los humanos somos complejos, contradictorios, plurales: estamos vivos. Es imposible no leer Perder el juicio desde una postura imperfeccionista. Tampoco podemos, con esta autora, separar el juicio moral del juicio estético. Se puede entender esto último con la clave que ella nos ofrece en El ruido de una época: «No existen las novelas que están en contra del racismo o la misoginia. Solo están las que adoptan la lengua del enemigo y las que fabrican una lengua por fuera del sometimiento. Pero, a veces, víctima y victimario hablan la misma lengua. Antes de escribir, para mí todo es destrucción, cualquier palabra me resulta caduca, las palabras se me deshacen «en la lengua como hongos podridos». Las palabras por fuera de la escritura están lobotomizadas. Pero al escribir se rehace el lenguaje, se reconfigura, renace. Escribir una novela es escribir la historia de una vergüenza».

En Ariana Harwicz el conflicto que puede atisbarse en toda narrativa comienza en la propia escritura, que puede entenderse como lucha, porque está cargada de una extrema violencia, como una pulsión que comienza antes de la palabra y está en lo escrito y en lo no escrito, en el no poder escribir y en todo lo que la novela no cuenta pero esboza (los maltratos y la violación por parte del marido, el trabajo inventado, el acoso antisemita, el propio final semiabierto) o en lo que directamente calla u oculta al lector, que es también, en su caso, escritura (desde ahí se entiende la extensión breve de todas sus novelas, su densidad está hecha de silencios significantes). La escritura y la contraescritura, por tanto, mantienen una lucha a muerte («para mí, la muerte es acoso 24/24. “¿Ni siquiera se va cuando escribís?” “Cuando escribo, mucho más”. Escribir es, como decía Céline, “una batalla con la muerte”»), y de esa fruición violenta nace el estilo peculiar de la autora, que escribe en El ruido de una época: «Cuando estoy lista para volver a escribir, soy como un soldado en posición de tiro, el dedo índice en el gatillo. La escritura aparece antes, como un antídoto, como morfina antes de ser ingerida. El llamado estilo no es otra cosa que evitar que el arma se dispare a destiempo».

Volviendo al ámbito moral, dirá Luque que el perfeccionismo concibe la moral como si fuera música tonal y el imperfeccionismo como si se tratara de música dodecafónica. La propia Harwicz hace que no suenen raras ni la atonalidad ni la comparación de elementos relacionados con la moral con otros ligados a los sentidos: «El piano logra purgar la demagogia. Sin título, sin contratapa elogiosa ni solapa contando intimidades del autor, si tiene o no tiene hijos, sin guiños a los tópicos de turno, sin declaraciones o agachadas. Solo un hombre frente al piano. Grigori Sokolov. Ni siquiera miró al público. La obra sola. Una novela debería sonar así». No hace falta pensar mucho qué contestaría Harwicz a la pregunta de Gisèle Sapiro en ¿Se puede separar la obra del autor? Es verdad que incluso en la música el autor ha podido dejar huella de sí en su obra, como pudo hacer Bach introduciendo en algunas composiciones el motivo BACH, que es un conjunto de cuatro notas que, siguiendo la notación clásica alemana, coinciden cada una con una letra, formando el nombre del autor. En Harwicz esta «firma» autorial que está ya en la Trilogía de la pasión y en Degenerado suena a cierta estridencia compleja, que sería el opuesto a la identidad objeto (sujeto reificado y simplificado, solo polo del binomio inocente/culpable) de un juicio penal, a la proyección que ha de dar la protagonista de esta novela ante el juez, según su abogada, que le aconseja cuidar la imagen, las palabras, los gestos, mantener su ser en una neutralidad aseada. Esta cualidad inarmónica tiene que ver con un estilo que, como tratamos de explicar, es también moral. Es un estilo que guarda relación con la sonoridad de la prosa, pero también con otros sentidos y con la cadencia de imágenes y pensamiento. Creo que cualquier lector estaría de acuerdo en que Perder el juicio, como el resto de novelas de Harwicz, deja muy mal cuerpo. Pero esta cuestión sensorial se relaciona con que es una novela moralmente incómoda. De modo que, ¿dónde reside la moral? Y, más allá, ¿en quién? Porque la propia protagonista nos enseña que todos creemos estar en posesión de la verdad en ese sentido, su marido, sus suegros, el juez, ella: «Podríamos almorzarnos unos a otros, llegado el caso, es un forma de vida aceptable, comunitaria y hasta moral, morirnos unos en otros».

Lingüísticamente su estilo está marcado por la reiteración de elementos, a modo de ritornello, en series de sintagmas y oraciones cortas. El ritmo narrativo que esto produce es el de la obsesión y la fatalidad del magnetismo que experimenta la protagonista por sus hijos y su marido («lo magnético del amor»), porque a pesar de no poder acercarse a ellos por orden judicial, vuelve una y otra vez a su encuentro. Además, el ritmo obsesivo de la prosa apenas encuentra descanso, salvo por dos elementos, que lo pausan más que oxigenarlo: los fragmentos en cursiva que remiten a un pasado donde la mujer aún no era madre pero anhelaba serlo, que nos hacen ir comprendiendo ciertos lodos en el presente narrativo, y los breves diálogos insertos, que en lugar de ayudar al respiro del frenesí devorador de la prosa lo dificultan, puesto que la mayoría son diálogos directos en estilo libre, sin marcación ni verbos de habla, de modo que introducen las voces repentinamente y adensan la narración. Otro recurso que marca el característico estilo de Harwicz en esta obra es el uso de comparaciones muy personales, que tienen que ver con que la novela está contada en primera persona y por lo tanto la focalización y el lenguaje son los de Lisa, la protagonista: «Salgo con esperma dentro como un baúl cargado para un largo viaje», «los atrapamos como se juntan moscas para tirarlas al fuego», o «la música wawawa nananan tatatata excita cuerpos como reses trepados a los palos enjabonados». La lógica comparativa del personaje está vinculada con lo salvaje de su situación, vital y mental, pero también de sus relaciones, especialmente la del marido: «Sorpresa. Pero dice: sos presa». La sensación frenética que ofrece la narración desde la voz y el discurrir pasional de Lisa se ve agudizada también porque el tiempo de la historia y el del relato coinciden, es decir, la novela está narrada en presente, según ocurre la acción, y nos da la sensación de estar huyendo con ella.

Los lectores, sin embargo, no conseguimos huir, permanecemos enfangados entre la locura, la necesidad y la lucidez de la narradora protagonista, mientras suena un estruendo inarmónico y arrítmico, pero orgánico y trascendente, que tiene como únicos puntos de (tocata y) fuga los silencios atómicos tamizados por la autora, esa figura que imaginamos casi en trance observando el incendio provocado por su personaje y de la que no queremos conocer sino su motivo HARWICZ, una amplísima, aunque breve, literatura.