POR  GIOCONDA BELLI

Conocí hace algunos años una persona muy mayor que decidió vivir fuera del tiempo. En sus noventa era un practicante de la inmortalidad. Sembraba árboles que jamás vería crecer pero que su imaginación le permitía ver y disfrutar. Sabía la estatura que tendrían y cuán bellos lucirían en el sitio, donde su conocimiento del viento y del sol, le indicaba tendrían la mejor oportunidad para desarrollar todo su potencial.

Iniciaba proyectos, dibujaba pérgolas, cuidaba un modesto viñedo, sembraba hortalizas, y era un anfitrión encantador para sus amistades, todas más jóvenes que él. Tenerlo cerca era divertido. Se reía de sí mismo y poseía un sentido de humor provocador que, por lo mismo, le granjeaba la inmediata atención del sujeto de sus bromas que, inicialmente, sentía que este señor le imprecaba para segundos después caer preso de su encanto.

Su filosofía de la existencia ha flotado a la superficie de mi memoria en estos días del Ómicron cuando uno se pregunta cuánta más incertidumbre sobre nuestro modo de vida habitual seremos capaces de soportar. Convivir con la evidencia de la finitud tiene un efecto curioso en esta modernidad apurada en la que nos zambullimos día a día. En vez de concentrar la atención en el tiempo que tenemos, dedicamos nuestra productividad y preocupación al temor de que se acabe. Carlos Fuentes, en su libro En esto creo que contenía sus definiciones de la A a la Z de mil cosas, definía el amor como «la capacidad de atención». Esa capacidad de estar presente, atento, era, pienso, el secreto del nonagenario de mis recuerdos. María Popova, la escritora de un blog (The Marginalian) que reúne observaciones sobre los profundos pensamientos que nos va dejando la literatura como pedruscos brillantes, contaba de un ejercicio de mindfulness que consiste en imaginar qué haríamos si supiéramos que sólo tenemos un año de vida, o un mes, un día, una hora. ¿Cuáles serían entonces nuestras prioridades?

La gran poeta norteamericana Mary Oliver, en su poema sobre la vitalidad «El cuarto signo del Zodíaco» termina la última estrofa con estos versos:

«¿Necesitas un empujón?/¿Acaso una pizca de oscuridad para empezar?/Deja que mi urgencia sea el cuchillo entonces/y recordar contigo a Keats/tan dedicado a un solo propósito/ y pensando a ratos/que disponía de la vida entera».

El poeta John Keats (1795 –1821) contrajo tuberculosis y murió a los 25 años tan frustrado por las críticas negativas a su poesía que pidió que en su tumba no se escribiera su nombre, sino la frase: «Aquí yace un poeta cuyo nombre quedó escrito en el agua». Sufrió con pasión sin imaginar el reflejo luminoso que dejarían sus poemas.

Las catástrofes y las epidemias nos desasosiegan por lo repentino de unas o lo persistente de otras. En el fondo de la angustia yace el miedo más antiguo de la humanidad: la inevitable realidad de nuestra finitud. Mucho se especuló durante la pandemia que el paréntesis obligado del confinamiento derivaría en una reflexión que llevaría a un cambio de prioridades en nuestras vidas. Sin embargo, las benéficas vacunas, bien pronto nos devolvieron a la vida agitada «normal». Regresaron tanto las alegrías del reencuentro y el abrazo como el alud de urgencias a menudo autoimpuestas que nos roban la vida de otra manera.

Es, sin duda odioso volver a lidiar con el Ómicron, esta nueva mutación del COVID, pero no sería vano pensar que esta prolongada demostración de la fragilidad de nuestra existencia nos obligue al fin a repensar la vida y la dispersión moderna que sufrimos. Coyunturas que nos cuestionan cómo usamos el tiempo se repiten en la literatura desde la antigüedad. 

Séneca, (4 a. C.- 65 d. C) en su carta a Paulino sobre la brevedad de la vida, lo expresa muy bien:

«Lo cierto es que la vida que se nos dio no es breve, nosotros hacemos que lo sea; no somos pobres, sino ricos del tiempo; nos sucede lo que, a las grandes y reales riquezas, que si llegan a manos de dueños poco cuerdos se disipan en un instante; al contrario, las cortas y limitadas, en manos de prolijos administradores, crecen con el uso. Así nuestra edad tiene mucha latitud para quienes usan bien de ella. …Larga es la vida, si la sabemos aprovechar. A uno detiene la insaciable avaricia, a otro la cuidadosa diligencia de inútiles trabajos; uno se entrega al vino, otro con la ociosidad se entorpece; a otro fatiga la ambición pendiente siempre de ajenos pareceres; a unos lleva por diversas tierras y mares la despeñada codicia de mercancías con esperanzas de ganancia; a otros atormenta la militar inclinación, sin jamás quedar advertidos con los ajenos peligros ni escarmentados con los propios. Hay otros que en veneración no agradecida hacia sus superiores consumen su edad en voluntaria servidumbre; a muchos detiene la emulación de ajena fortuna, o el aborrecimiento de la propia; a otros trae una inconstante y siempre descontenta liviandad… tal que no dudo sea verdad lo que en forma de oráculo dijo el mayor de los poetas: pequeña parte de vida es la que vivimos».

En estos tiempos de asombros e incertidumbres, leer a este famoso filósofo estoico -nacido por cierto en Córdoba, Corduba de la Hispania de entonces- nos reta a la misión, también antigua de la humanidad, de encontrarle sentido a la vida apuntando nuestra atención, nuestro amor, a lo que evite que al final del día nos preguntemos por qué desagüe se nos escurrió nuestro, ahora amenazado, tiempo. 

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