Adam Zagajewski
Una leve exageración
Traducción de Anna Rubió Rodón y Jerzy Sławomirski
Acantilado, Barcelona, 2019
352 páginas, 22.00 €
POR SEBASTIÁN GÁMEZ MILLÁN

 

De esa espléndida constelación de poetas meditativos polacos, europeístas y cosmopolitas, entre los que cabe resaltar a Czeslaw Milosz (1911-2004), Wislawa Szymborska (1923-2012) y Zbigniew Herbert (1924-1998), todos ellos rememorados en el libro que reseñamos, Adam Zagajewski (1945) es de momento el último gran representante vivo. Ha sido reconocido con el Premio Neustadt de Poesía 2004, con el Premio Europeo de Poesía 2010 y con el Premio Princesa de Asturias 2017, y en los últimos años es un firme candidato al Premio Nobel de Literatura, para el que tal vez contaría con más opciones si no lo hubieran alcanzado los dos primeros.

Como En la belleza ajena (Pre-Textos, 2003), estamos ante una prolongación de sus memorias, pero no es una autobiografía convencional, entendiendo por ello la narración consecutiva de los períodos más relevantes de la vida de un sujeto. Más bien es un mosaico de fragmentos descriptivos y reflexivos, con destellos poéticos, a partir de los cuales reconstruimos su vida y la historia, pero no por orden cronológico ni de manera completa. ¿No es esta una forma más acorde a la corriente de la conciencia de la existencia?

Este estilo fragmentario está presente de manera unísona tanto en la forma como en el fondo desde el arranque: «De todos modos, no lo voy a contar todo». Y no sólo por razonada educación. En estos tiempos en los que las fronteras entre lo privado y lo público se difuminan hasta límites vergonzosos, este libro trata con exquisita elegancia los asuntos privados. No hay el menor atisbo de obscenidad o pornografía sentimental, y ya no sólo por lo que decide que figure o no, sino por cómo lo trata, con una naturalidad e intimidad que son rasgos característicos de su estilo.

Por otro lado, como escribiera su compatriota Szymborska, «todo» es una «palabra impertinente y henchida de orgullo. / Habría que escribirla entre comillas. / Aparenta que nada se le escapa, / que reúne, abraza, recoge y tiene. / Y en lugar de eso, / no es más que un jirón de caos». En otros términos, ¿se puede describir «todo»? Incluso en el hipotético caso de que se pudiera, ¿sería conveniente? En Zagajewski, la escritura, el arte, la ética y la política caminan unidas, en consonancia, pero a su vez tienen diferentes ámbitos y hay división de poderes.

Es una autobiografía, pero que cuestiona el género autobiográfico desde su propia forma-fondo: aparte de que no se puede ni se debe intentar expresar «todo», quizá la existencia de una persona se corresponde de forma más natural con fragmentos que el tiempo, el lenguaje y la memoria hilvanan antes que con una concatenación de capítulos en los que habitualmente se ordenan, alteran y novelan los acontecimientos.

Para quienes no le hayan leído, Zagajewski es un poeta meditativo. A veces los fragmentos son breves descripciones, o bien citas con ideas poéticas, pero ¿acaso las visiones y los pensamientos de una persona no forman parte decisiva de su vida? Por eso ocupan el espacio que ocupan aquí. Por lo que se refiere al género, como certeramente declaró Octavio Paz, «los poetas no tienen biografía; su biografía es su obra». Y esto vale para Zagajewski, en quien la memoria, la poesía y el ensayo se entrelazan, funden y confunden.

A propósito de la expresión de este poeta, Ida Vitale habló de «escritura en caracol». Me atrevería a matizar: escritura en espiral. Escritura y obra que retornan con ineludibles variaciones a sus fantasmas vitales, poéticos, políticos. ¿Cuáles son esos fantasmas? La familia y, en particular, su padre; la conversación con los amigos muertos; las numerosas ciudades en las que vive; la historia de Europa y sus devenires políticos, con las guerras y los exilios; el diálogo con otros poetas, pensadores, artistas y músicos, así como el milagro imperecedero de la naturaleza, que irrumpe constantemente.

Su escritura es clara y precisa, de manera que desvela, pero a la vez contiene el misterio del mundo, de acuerdo con esta idea de su admirada Simone Weil: «Un poema es bello en tanto en cuanto el pensamiento del poeta descansa sobre lo inefable» (p. 220). Una leve exageración, el título elegido, es el comentario de su padre, un ingeniero de una sobriedad científica, a la poesía de su hijo.

Zagajewski la considera una buena definición de la poesía: «Vivimos entre la hipérbole y la lítote (que es el contrario de la hipérbole: la atenuación, y no la exageración de las cosas) […] Siempre tenemos que aumentar o disminuir lo que observamos, lo que nos sucede, lo que nos hiere o nos produce alegría. ¡Qué difícil resulta encontrar el lugar intermedio entre la hipérbole y la lítote donde se sitúa nuestra experiencia!» (p. 256). Precisamente ese lugar intermedio es el que busca la poesía de este autor.

Antes se plantea de dónde proviene «lo poético, esa luz sin la cual no habría nacido ningún gran poema, ¿existe sólo en nuestra imaginación, en las ilusiones placenteras, hijas de la inspiración y del éxtasis, o bien tiene una correspondencia en la realidad?» (p. 181). Honestamente, reconoce que a menudo tiene sus dudas respecto a esta pregunta, pero que se inclina porque «lo magnífico y extraordinario de la poesía tiene su origen en la realidad, en una capa de la realidad que no queda al descubierto sino en raras ocasiones» (p. 181).

Vinculada a la anterior cuestión se encuentra la relación entre el arte y la vida. A diferencia de Schopenhauer, a quien considera «un escritor grandioso», pero que separa los asuntos humanos de la región del arte, Zagajewski defiende que «el arte se mezcla sin cesar con la vida real, emerge de ella y a ella regresa, y a veces incluso la modifica, la transforma y la moldea a su imagen y semejanza» (p. 119).

Confiesa que le «han educado en una cultura literaria cuyos héroes son realmente excepcionales, una cultura donde Kierkegaard, Kafka, Dostoievski y Celan reciben los homenajes que merecen». Sin embargo, reconoce que si tuviéramos que tomar decisiones políticas como las que se vio obligado por las circunstancias históricas Churchill, «¿acaso le propondríamos la lectura de Temor y temblor o La enfermedad mortal de Kierkegaard, las Memorias del subsuelo de Dostoievski o La metamorfosis de Kafka, […] unas categorías de pensamiento y unas imágenes que son nuestros himnos, himnos a la introspección, pero que ponen de manifiesto nuestra inseguridad y nuestra desconfianza hacia toda autoridad?» (p. 120). Sospecho que en estas cuestiones también necesitamos seguir distinguiendo entre el uso privado y el uso público razonable.

Contiene análisis memorables acerca de La muerte en Venecia de Thomas Mann; al igual que sobre la nostalgia del absoluto de D. H. Lawrence; páginas sobre la poesía de Kavafis; críticas a simbolistas y futuristas a partir de Mandelstam; críticas al surrealismo; críticas a la poesía de Ezra Pound, y no sólo por razones políticas; críticas a la moral de Gottfried Benn, uno de sus poetas predilectos, y por extensión a la moral de no pocos poetas y escritores; reflexiones sobre Joseph Brodsky, «una de las personas más extraordinarias que he conocido —en sus diversas facetas»; interesantes observaciones sobre Cioran y Simone Weil. Sugerentes y reveladoras comparaciones entre las ciencias, la poesía y el arte a partir de recuerdos y comentarios de su padre y lo que él piensa.

Ahora bien, después de la literatura, entendiéndola en un sentido amplio que abarca tanto la poesía como el pensamiento, es a la música a la que dedica más páginas y reflexiones: Bach, Mozart, Chopin, Brahms, Schubert, Bruckner, Richard Strauss, Mahler… A pesar de que no se puede conceptualizar, se vale de estas palabras de Jankélévitch para definirla de manera aproximada o por lo menos para indicarnos algunas de sus funciones: «La música nos enseña que lo más esencial de todo es inasible y no tiene nombre; nos reafirma en la convicción de que la cosa más importante del mundo no puede expresarse con palabras…» (p. 110). En uno de sus aforismos dice: «La música nos recuerda qué es el amor. Si alguien lo olvida, que escuche música» (p. 131).

Más adelante recuerda una cita atribuida a Franz Schubert: «No existe la música alegre». Pero Zagajewski, que respeta a los viejos maestros, no se conforma y unas páginas después confronta esta tesis con «el carácter que se utiliza para “música” significa también “alegría”» (p. 259) en la lengua china. «Habría que ver qué opinaría de ello Franz Schubert». Por supuesto, Zagajewski posee sentido del humor, pero a diferencia de tantos escritores contemporáneos, que hacen del humor una religión, se cuida de los excesos de la ironía a fin de no caer en el cinismo.

Y no contento con la tesis y la antítesis sobre la alegría de la música, en esa espiral interminable que es su escritura, vuelve con una bella anécdota acerca del poder curativo de esta. William Styron cuenta en Esa visible oscuridad que, en medio de la melancolía, estado que en las últimas décadas acostumbramos a llamar «depresión», «tras una terrible noche en vela, está a punto de tomar la decisión de suicidarse. Pero enciende la radio y oye la rapsodia de Brahms. Al cabo de un rato, ocurre algo inaudito: se produce un cambio decisivo. La música, precisamente la Rapsodia, op. 53 le ayuda, lo cura, lo disuade del suicidio y le permite soportar lo peor» (p. 261).

Esa sublimación del arte también está presente de otro modo en la escritura, pues, tal como confiesa al principio, «me dedico a la escritura para corregir mis torpezas» (p. 28). Asimismo, hay fragmentos dedicados a la pintura, especialmente a Vermeer, y, en menor medida a otros, como Miquel Barceló. Pero hay muchas más páginas dedicadas a la arquitectura y el urbanismo a través de las numerosas ciudades que recorre y en las que vive: Cracovia, «ciudad de la expresión», París, Chicago, Roma, Florencia, Venecia, Salzburgo, Berlín, Varsovia…

A pesar de que por circunstancias históricas su familia y él sufrieron las consecuencias desgarradoras del exilio, por lo que «me duele todo lo que no pude vivir allí» (p. 128), Zagajewski podría considerarse un «apátrida cosmopolita». Las páginas dedicadas a su padre son sinceras, emotivas y, por momentos, entrañables: «Nunca sabré a ciencia cierta quién era» (p. 86). Después de todo, «no conocemos bien a nuestros padres» (p. 89).

Una de las funciones de la escritura es, ciertamente, detener la corriente del tiempo, que todo lo arrastra y se lo lleva. «Lo cuento para retener todavía por unos instantes a X» (p. 136). En otros momentos su ironía procura despertarnos de un relativismo que nos paraliza: «Vivimos tiempos de gran indiferencia; al parecer, sólo los terroristas se toman en serio sus ideas» (p. 290). Conviene, pues, «no olvidar nunca las preguntas, a pesar de no haber encontrado las respuestas».