
«Pero reivindico, desde aquí, una plaza para la nostalgia de los que acaban de abandonar la juventud, una torre de poca altura para honrar a los recién caídos. Porque yo fui joven en Córdoba, y volvería a serlo, si pudiera –y lo intento–, entre las gruesas paredes del edificio del convento del Corpus Christi del siglo XVII, sede de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores»
POR BEN CLARK
La juventud, parafraseando a un ya parafraseado George Bernard Shaw, está desaprovechada en los jóvenes. Estemos o no de acuerdo con esta idea, resulta más fácil de digerir si nos la imaginamos en boca de un anciano Bernard Shaw –que vivió 94 años–, nostálgico, mientras contempla la deriva del mundo hacia la era atómica. Pero, si en vez de un anciano dramaturgo quien lanza la afirmación es un poeta de menos de cuarenta años, la cosa quedará para algunos en una boutade, y para la inmensa mayoría, sencillamente, en ‘una tontá’. Pero reivindico, desde aquí, una plaza para la nostalgia de los que acaban de abandonar la juventud, una torre de poca altura para honrar a los recién caídos. Porque yo fui joven en Córdoba, y volvería a serlo, si pudiera –y lo intento–, entre las gruesas paredes del edificio del convento del Corpus Christi del siglo XVII, sede de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores.
Juventud desaprovechada que una institución te anima a aprovechar. Un espacio soñado, un espacio (y un tiempo) para la creación. Llegué a Córdoba el día que cumplí los veinte años, sin haber estado nunca y sin saber en qué consistía la beca para la cual me iban a entrevistar. Era 2004, estábamos viviendo, sin saberlo, los últimos meses de una humanidad sin Facebook y poco se conocía de esa institución con nombre de escritor famoso. Era, al parecer, una especie de residencia para artistas. Una casa que, de manera incomprensible, te ofrecía cobijo porque confiaba en tu trabajo.
Hoy pienso en lo mucho que se sabe de la Fundación Antonio Gala, tras más de veinte años de recorrido, a través de las noticias, de todos los becarios que han pasado por las veinte promociones, de las redes sociales y de los muchos reportajes que se han hecho para la televisión. Es maravilloso que se conozca, ya, en el mundo entero y que cualquiera pueda hacerse una idea bastante precisa del espacio y de la dinámica de la beca, pero no puedo evitar pensar que los que configuramos aquellas primeras promociones –yo soy de la tercera– nos lanzamos a aquella aventura sin saber qué nos íbamos a encontrar.
Los ‘pioneros’, desde luego, fueron los más intrépidos. La primera promoción de becarios –entre los que se encontraban escritores como Juan Manuel Gil, Paul Viejo o Gonzalo Escarpa– tuvo que ‘descubrir’, junto al patronato, la dirección, el personal de la casa y el propio Antonio Gala, en qué consistía una residencia para jóvenes creadores. No fue tarea fácil. ¿Qué materiales harían falta? ¿Cómo germinar una biblioteca? ¿Qué había que esperar de los residentes?
Aquella primera promoción fue bautizada con una visita inolvidable: el poeta José Hierro pasó varios días en la casa y ofreció una última lectura magistral en el salón, poco tiempo antes de su fallecimiento. En estos veinte años han sido muchísimas las visitas que han recibido los residentes: reyes, políticos, escritores, pintores, cineastas, actores, cantantes… Pero me atrevería a decir que aquella estancia de José Hierro ha sido, con toda seguridad, la más mítica, la más recordada y la más relatada. Los que llegamos después trabajaríamos, ya, en un espacio casi legendario, viviríamos en un edificio cargado de historia cultural.
Esa juventud desaprovechada en los jóvenes tiene, sin embargo, la virtud de colocarle a las cabezas de cada nueva promoción de residentes unas preciosas anteojeras que ayudan a ignorar el peso de la historia de la casa. Se trata de un fenómeno que yo mismo viví y que ocurre, como he podido comprobar, todos los años con cada nueva hornada: todos los que hemos recibido aquella beca tenemos la absoluta convicción de que somos los primeros en llegar, que todo aquello existe para nosotros. Y es cierto. Aunque la página web diga que hubo otros, quien emprenda su viaje a Córdoba sabe que su cuarto es su cuarto, que los de su promoción son los primeros en habitar ese espacio, y que nunca hubo un grupo que mereciera más estar allí, en Córdoba, exudando juventud, talento y creatividad. Este autoengaño que nos hemos permitido todos –salvo los becarios y las becarias que entraron en 2002 y que fueron, en puridad, los primeros– es, creo, fundamental para vivir plenamente esta beca de creación. Es esa moderada arrogancia la que permite, en mi opinión, que surjan de la nada las obras más interesantes. Los poetas con los que trabajo hoy como tutor de la Fundación Antonio Gala muestran la mejor de las predisposiciones a la hora de escuchar mis consejos de ex poeta joven. Pero creo detectar en ellos, a veces, una chispa de desacato, un punto silente de insurrección poética frente a mis recomendaciones. Y detectar el humo de estos incendios lejanos –para recordar al desaparecido poeta peruano Eduardo Chirinos, que nos visitó en mi año– me renueva la fe en la creación poética y reafirma mi convicción de que esta beca cumple su cometido: en ella los creadores y las creadoras quieren generar obras nuevas, transgresoras, propias.
Hubo otros, sí, pero yo fui el primero y hubo calurosas noches de otoño en Córdoba en los que sonaban campanas a lo lejos y yo leía Cartas a un joven poeta de Rilke y la idea de la poesía me abrumaba. Noches en el mirador con mis compañeras y compañeros hablando de arte como si supiéramos algo del tema. Esto era ser un artista joven, lo supe entonces; cuando el poder de la creación no contemplaba los límites del talento propio, ni las restricciones de una sociedad cada vez más mojigata. Se puede –y se debe– escribir poesía a cualquier edad, pero la poesía joven suele ofrecer fogonazos de verdad que la poesía ‘senior’ rara vez logra convocar, por brotar esta en el abono de la obra anterior, regada con el agua tibia del desaliento.
Como tutor de poesía de la Fundación Antonio Gala, he tenido la oportunidad de repasar esta pulsión poética joven al elaborar este año una antología que conmemora estas dos primeras décadas de funcionamiento: Islas Errantes. 20 años de Poesía en la Fundación Antonio Gala (Editorial Juancaballos de Poesía, 2022).
Recordando mi paso por la casa, lo que más recuerdo, sin duda, son los encuentros con el culpable de todo aquello. Antonio Gala había estado enfermo el año anterior y no había podido visitar apenas la utopía que había transformado en realidad. Durante nuestro curso, sin embargo, recuperado y en plena forma, vino con cierta asiduidad y en cada ocasión nos regaló varios días de convivencia, en los que conocimos a un Antonio Gala muy distinto al famoso Antonio Gala que salía por la tele. Antonio se mostró siempre cercano, atento, inquisitivo y mordaz con nosotros y con nuestra obra. Escucharlo hablar en el salón durante el café de después de comer –donde construía una suerte de monólogo integrador en el que iban apareciendo referencias, a veces pérfidas, a cada uno de nosotros– ha sido, sin lugar a duda, uno de los grandes privilegios de mi vida. Me gusta recordar una expresión que utilicé entonces, en 2004, a la hora de explicarle a un amigo cómo era Antonio Gala, le dije «es como si su cabeza fuera un ordenador con el triple de RAM que los demás».
Cada oportunidad que tengo de regresar al número 20 de la calle Ambrosio de Morales tiene algo de bofetada, de impacto, de choque entre la realidad de mi día a día –avanzando a trancas y barrancas por el lodazal de ser autónomo en España– y la quietud amable del viejo naranjo que preside el claustro de la Fundación, testigo de un tiempo sin otra preocupación mundana que la de crear la mejor obra que uno pueda crear.
Pensando en ese chico de veinte años que leía a Rilke pero que quería ser Jaime Gil de Biedma, creo que, aun siendo joven, sí que aproveché mi juventud en Córdoba, donde escribí Los hijos de los hijos de la ira y donde entendí que iba a ser poeta, que ya era poeta, y que ser poeta significa tener que volver a descubrir el fuego cada vez que uno empieza un poema.