Andrés Sánchez Robayna
Al cúmulo de octubre (Antología poética:
1970-2015)
Madrid, Visor, 2015
286 páginas, 12€
POR JUAN JOSÉ RASTROLLO TORRES

En una nota al inicio de Al cúmulo de octubre (Antología poética: 1970-2015), Andrés Sánchez Robayna (Las Palmas, 1952) sostiene: «toda antología expresa ­–desde su mismo nombre– la parcialidad». Considerando que este compendio extracta más de cuarenta años de la obra lírica de un verdadero clásico, tal declaración resulta obvia. Pero, en este caso concreto, tal «parcialidad» cobra especial sentido por revisar la edición de su poesía reunida, En el cuerpo del mundo (2004), y la última antología a cargo de José Francisco Ruiz Casanova, El espejo de tinta (2010). Y decimos «revisar» porque la lógica interna de la selección de este volumen presupone una relectura de su lírica, pero ante todo una parada en los poemas con mayor latencia en el presente creativo del autor.

Sobriedad y coherencia interna siempre han sido aspectos asociados a la obra poética, crítica, diarística y traductológica del autor. Una obra singular y excepcional que, al margen de derivas y modas literarias, ha ido gestando su particular idiolecto y un ámbito de creación propio que halla en la luminosidad del paisaje insular el espacio de reflexión y la revelación de la sacralidad en lo real. Y así, desde esa misma mitología de la luz –en el sentido paciano de «tiempo que se piensa»–, cada libro del poeta canario ha ido desgranando la metáfora clásica del Liber Mundi, la epifanía del verbo y la celebración del abrazo místico al margen de lo religioso. Sin embargo, a pesar de la notoria unidad de su proceso espiritual, la crítica
–siempre impelida por cierta pulsión taxonómica– ha establecido tradicionalmente tres ciclos en la obra de Sánchez Robayna. No obstante, como ha confesado el autor en diversas entrevistas, no existen cortes en su trayectoria, sino más bien un proceso intelectual y espiritual «purgativo de la palabra» aún por cerrar y, en definitiva, una búsqueda continua del conocimiento desde la ignorancia. Sí hay –y en eso coinciden autor y crítica– un giro a partir de Palmas sobre la losa fría (1989), que marca una dialéctica entre la «ausencia» y la «presencia» del yo poético. En otras palabras: un tránsito de la inmanencia del «espacio» a la discursividad del «tiempo».

Pero adentrémonos ya en las secciones que vertebran el poemario. En la selección de textos de lo que se ha venido a llamar primer ciclo (1970-1985) –desde Día de aire hasta La roca (Premio de la Crítica)–, ya apreciamos cómo cristalizaban las claves de lectura de su obra: la errancia del «pasajero de la luz» por el paisaje insular, el mundo como crisol-texto –léase «Espejo de tinta»–, el cúmulo brillante, el deseo, la transparencia, lo poético como indagación metafísica, el desprendimiento del yo en aras del protagonismo de la luz, el cuerpo del mundo, el vínculo entre poesía y artes plásticas, el sentido ceremonial de la palabra «que late desde el fondo de la roca» (Día de aire, V), el «sentimiento oceánico», el silabario del cielo estrellado o el desierto como acendrado espacio de reflexión. De esta fase «desfocalizada» –de un Yo que se piensa como un Se– destaquemos la exquisita selección de Tinta (1978-1979), donde el autor se inicia en el poema en prosa y cobra presencia el inspirador motivo del vaso de agua como espacio de encuentro de la realidad visible y el espíritu («El vaso de agua es un ensayo de quietud» y «El vaso de agua»). El objeto cristalino se recuperará más tarde en La roca («El vaso de agua») y en su espléndido breviario, Variaciones sobre el vaso de agua (2014). El segundo ciclo (1986-1999) –desde Palmas sobre la losa fría hasta Inscripciones– representa un giro hacia la reflexión sobre el ser en el tiempo y la meditatio mortis («Oh muerte, / que entregas sólo oscuridad, / te ofrezco, / desde lo intermitente, bajo el cielo, / palmas sobre la losa fría»). No obstante, persisten motivos tales como la apreciada metáfora del cuerpo como analogon del mundo («Seguimos caminando, / a tientas en lo oscuro, hasta encontrar / para siempre ese cuerpo al que abrazarnos, / la cascada de luz, y ahí está la eternidad», en «Inscripciones») o la nube suspendida «sobre la materia del mundo» («Arriba, el cuerpo errante / del cúmulo en el nudo de la luz», en «Las nubes»). Y como avance de El libro, tras la duna, el aludido tema místico de la ignorancia como forma de conocimiento: «Saber de un no saber, ni siquiera el sentido / de la ignorancia, ahora que las gotas resbalan / sobre el cristal, sobre la trasparencia» («Las primeras lluvias»). En lo que se ha considerado el tercer ciclo poético del poeta (2000-), el elemento nuclear vuelve a ser el tiempo –y la memoria–, pero desde la exploración autobiográfica. Paradigma de ello es El libro, tras la duna (2000-2001), poema extenso de formación al estilo de The Prelude, de Wordsworth, que desarrolla en 77 fragmentos la errancia transcendental y vital de la «imaginación meditativa» del poeta desde el desconocimiento hasta la revelación. En esta autobiografía anímica, el autor resuelve el difícil trance de seleccionar fragmentos de un poema unitario rescatando aquellos en los que reverberan sus particulares recurrencias o «flechas de sentido» –los médanos, el cuerpo del mundo, el silabario del cielo estrellado, el mar extendido, el volcán, la silente existencia de la retama y, sobre todo, la «nube clarísima del no saber»–. Finalmente, en la selección de las siete series poéticas que constituyen La sombra y la apariencia (2002-2010), se revelan otros aspectos que singularizan la nueva singladura: el desdoblamiento del sujeto lírico en un tú a quien se habla («Caminaste, una sombra apenas por la hierba, / hasta la piedra escrita», en «Cementerio del Testaccio»); el ut pictura poiesis horaciano –léase la serie «La Alianza»–; el exilio a nuevas islas para habitar otros misterios –«Sobre una confidencia del mar griego» transcurre en las Islas Cícladas, «En el centro de un círculo de islas» describe una visita en barco a la isla de Delos o, en el inquietante «Patmos», el pasajero de luz medita al atardecer sobre el silencio y la palabra reminiscente–; la alternancia de verso y prosa poética en «A las imágenes de la meditación» o «Del lugar del zunzún»; la reflexión sobre la herrumbre de los siglos y su «apariencia» visible –los desconchones del muro encalado en «Breve meditación sobre la cal y el tiempo»–; la meditación sobre la imagen del intersticio («[…] oh arte de intersticios, / de alianza y de fijeza, / cuerpo de semejanzas contra el cielo desnudo, / la mano que ha podido tocar lo indivisible / por un momento se ha aquietado, ya no indaga / en el color del vaso, va, en silencio, / al exterior del mundo, en la consumación», en «La Alianza») y, por último, la pulsión de la nada –¿la sombra?, ¿el reflejo de lo visible?– como centro inmóvil que inocula el todo en «Reflejos en el día de año nuevo», uno de los poemas más bellamente escritos sobre la levedad y la nada, o en «Sobre una confidencia del mar griego» («Caía, desde el tímpano, / en el espacio / de lo no dicho, de lo indecible acaso, / caía, breve / rumor salino, en el silencio»). Y clausurando el volumen, el conjunto «Nuevos poemas (2011-2015)» adivina una incipiente vía poética de raíz horaciana donde alberga notable presencia cierto tono de acabamiento. Desde el «tañido de campanas» que resuena en estas cinco nuevas variaciones, el autor contagia su verso de un tono gris reminiscente («El tañido / es una brizna de la duración / en la reverberante luz del tiempo», en «Fragmento II») y elegíaco («Yo era una posesión de la presencia», en «Fragmento I»). Muestra de lo dicho es la lira quebrada en forma de epitafio dedicada a su mentor, el poeta y crítico Manuel González Sosa (1921-2011): «Fue suyo el don / de la nobleza. Sobrios, / la risa y el vivir. / Hoy ese don es sólo / ceniza en un barranco».

A excepción del ineludible peso que en la selección se otorga a El libro, tras la duna, el presente volumen nos brinda una visión panorámica y simétrica de la larga singladura del poeta no otorgando mayor presencia a unos libros que a otros. De este modo, al concluir la lectura queda en el aire una pregunta: ¿qué aporta unidad a tal resumen de su obra poética? Digamos que, al margen de la recurrente imagen del cúmulo del «desceñido octubre» sobrevolando el perímetro trazado por sus páginas («Al cúmulo en el cielo, hasta la sola / nube de octubre, sube, / sube los ojos, sube / igual que un ave sosegada sube», en «Al cúmulo de octubre»), subyace la acendrada intención de ponernos sobre la pista de ciertas claves comunes a toda su escritura. En este sentido, se recomienda la relectura, o bien que el lector se abisme en esta floresta mediante una lectura fluctuante.

En definitiva, para los que hemos ido asistiendo a la progresión interior del autor, este preciado libro representa una reformulación crítica de su obra, pero, sobre todo, la recreación de unos textos seleccionados con tal intuición que releídos parecen otros. Sin embargo, aunque entendemos que este volumen es una antología de su poesía, en un autor en que la lírica, la traductología, la obra diarística y la crítica forman parte esencial de su obra, se echan a faltar sus versiones de poesía moderna –recordemos la excelente recreación de The Prelude 1799–, los desconcertantes aforismos de sus diarios La inminencia y Días y mitos o alguno de los perspicaces ensayos que tan bien han definido su estética («Deseo, imagen, lugar de la palabra»). A su favor, la colección que edita Visor tiene el aliciente de ser hasta la fecha la más completa del autor, pues Espejo de tinta se detenía en 2010. Y es, además, toda una dádiva para el lector curioso y el perseguidor de inéditos, pues incorpora nuevos poemas pertenecientes a un libro en preparación. «¿Qué esperamos hoy día de los que escriben, pintan o componen música?», nos pregunta Yves Bonnefoy en el texto preliminar de esta selección. La respuesta brota de las paginas de este compendio: conversar con la tradición desde la escritura e inquietar el lenguaje horadando el misterio de lo visible y el pálpito de lo invisible (en este mundo).