POR MERCEDES CEBRIÁN

Alemania podría ser considerada uno de los núcleos de la diáspora literaria latinoamericana. Especialmente su capital, Berlín, que atrae sobre todo a artistas visuales y músicos por su ambiente desenfadado y por ser un lugar donde siempre parece estar ocurriendo algo singular. Aunque las ciudades germanoparlantes no parezcan el lugar de encuentro idóneo para escritores en otra lengua, Alemania es, sorprendentemente, un imán para autores de Latinoamérica. De hecho, existe una escena berlinesa de la literatura en castellano representada entre otros acontecimientos por el festival Latinale, con ramificaciones en Frankfurt y en Osnabrück, y por librerías-bastión que son punto de referencia para la comunidad literaria hispanoparlante como Bartleby-&Co, que lleva a cabo una activa labor cultural con sus talleres de lectura y escritura y su biblioteca de préstamo de libros en castellano. 

El hecho de que las vivencias personales se reflejen en la literatura no es una sorpresa para nadie a estas alturas, por eso nos empieza a parecer natural encontrar que el número de textos literarios ambientados en Alemania, ya sean cronísticos o ficcionales, crece cada año. Los que aquí se mencionan han sido escritos por autores de Argentina, Chile, Costa Rica y México, y son fruto de estancias de sus autores en el país europeo. En muchos de ellos, el motivo de la permanencia en Alemania de los narradores se debe a una beca relacionada con la escritura. Casi como la novela de campus estadounidense –que ya es también un género en castellano, por la cantidad de textos de esta índole producidos en las últimas décadas por escritores de habla hispana que estudian o dan clases en los departamentos de español de las universidades estadounidenses–, los textos memorísticos o autoficcionales ambientados en Alemania empiezan a convertirse en un subgénero literario.

La estancia en el país germano se convierte en ese caso en un paréntesis vital, una microvida encerrada en la vida «real», al menos para el costarricense Luis Chaves, que se instaló durante un año en Berlín con su pareja y sus dos hijas. Lo cuenta en el texto autoficcional Vamos a tocar el agua (Los tres editores, 2021), en el que hace sentir a sus lectores parte de su familia y consigue que su extrañamiento, sus temores y sus alegrías sean también los nuestros, sin importar si son reales o imaginados. 

El Berlín previo a la caída del muro nos lo trae la escritora y periodista argentina Matilde Sánchez en su novela La ingratitud, publicada originalmente en 1990 y recuperada por la editorial porteña Mardulce en 2011. «A fines de 1983 partí dos meses a estudiar a Berlín Occidental con una beca del Instituto Goethe»: así comienza esta novela en la que Sánchez nos hace viajar por unas coordenadas espaciotemporales en las que el teléfono era ese aparato fijo que servía como centro de comunicaciones y que nos conectaba con nuestra otra vida, la que transcurría en nuestro país de origen. Encontrar el modo de usarlo, ya fuese en la casa o en cabinas telefónicas de monedas, se convertía en una obsesión no exenta de problemas. 

Casos algo distintos aparecen en Otoño alemán (Blatt y Ríos, 2019), de la argentina Liliana Villanueva y Vibrato (Alfaguara, 2018), primera novela de la chilena Isabel Mellado: las razones de ambas narradoras para acudir a Alemania son de índole extraliteraria. La beca que obtiene Clara, la protagonista de Vibrato, es musical: en 1989, justo tras la caída del Muro, acude a Berlín a perfeccionar su técnica de violín y sus peripecias se desarrollan en el interior de orquestas sinfónicas y casas okupadas. Isabel Mellado es una autora literariamente vinculada con Felisberto Hernández por su escritura plástica y sensorial, de ahí que sea capaz de llevar cualquier experiencia de extrañamiento a extremos que rozan lo poético («Un silencio con más consonantes, germinal, como silencio de huevo por dentro. Partir de cero otra vez: aprender a hablar, aprender significados, aprender verbos. (…) Palabras que recolecto, que lavo, pelo y salpimentó. Preciso degustar su almidón, con un hervor, comprender su fécula»). En su escritura, Mellado le saca partido a la nueva comida que prueba, a cualquier persona que conoce, así como a su particular geografía sentimental de un Berlín que se encuentra en un momento de intensos cambios: «Una hora más tarde recorríamos él y yo la ciudad a pie, de Unter den Linden a Tiergarten. Hacía poco tiempo unificadas, las calles se tanteaban con torpeza, nosotros también. Las frases diurnas de la ciudad colgaban escarchadas en los tilos. Desiguales frases de Este y Oeste».

El hecho de que las vivencias personales se reflejen en la literatura no es una sorpresa para nadie a estas alturas, por eso nos empieza a parecer natural encontrar que el número de textos literarios ambientados en Alemania, ya sean cronísticos o ficcionales, crece cada año. Los que aquí se mencionan han sido escritos por autores de Argentina, Chile, Costa Rica y México, y son fruto de estancias de sus autores en el país europeo

Por su parte, Liliana Villanueva sitúa la llegada de su protagonista a Berlín justo a principios de noviembre de 1989, en plenas protestas por parte de los berlineses de la RDA, que reclamaban mayores libertades. Su protagonista va a comenzar a trabajar en un estudio de arquitectura, y a pesar de su posición privilegiada como profesional de alto nivel, su mirada es particularmente empática con el resto de los inmigrantes con los que se cruza por la ciudad, especialmente con la comunidad turca, arraigada en Berlín desde hace décadas. Las diferencias entre el Berlín Este y Oeste resultan patentes en la narración («En el aire de Charlottenburg hay aroma a perfume de marca y no a esa mezcla a linóleum, pegamento, frutas fermentadas y repollo, como en los barrios de estudiantes, trabajadores e inmigrantes turcos»), en un momento particularmente delicado para la ciudad, que todavía no se había convertido en ese edén artístico y alternativo que es en la actualidad.

Es común que en estos textos los narradores dediquen unos párrafos a la lengua alemana, a lo ajena que les resulta y, por extensión, a las limitaciones de comunicación que les genera no conocer bien el idioma: «A las múltiples y complejas barreras que entorpecen y limitan la relación franca entre las personas, aquí los extranjeros debemos agregar las miserias del dativo y el acusativo», escribe Matilde Sánchez. A Liliana Villanueva, en cambio, le preocupa que su castellano quede oxidado por falta de uso («Mi español sufre de falta de riego y lo refresco con lecturas como puntales para que las palabras se mantengan vivas, en pie, como los brazos pesados de los ombúes de la Recoleta en Buenos Aires»), lo que algún modo equivaldría a un deterioro de su verdadero «yo lingüístico».

Asimismo, el extrañamiento ante diversas situaciones y ante los comportamientos que los narradores leen como «típicos» del pueblo alemán es una de las sensaciones más presentes en todos estos libros, unida a la percepción acusada de un frío al que ninguno de los protagonistas parece acostumbrarse. 

Dado que las adversidades climatológicas y lingüísticas cobran un protagonismo particular en muchos de estos relatos, el espacio doméstico adquiere particular relevancia en estos textos, pues a menudo los narradores consideran sus apartamentos como un refugio ante la realidad exterior. «Anoche hablé por teléfono con mi madre. Entre las decenas de recomendaciones que me hizo la más insistente fue que saliera del departamento de una vez. No podía creer que más de diez días después de mi llegada a la ciudad aún no hubiera ido a un museo»: así se expresa la narradora del Diario pinchado de Mercedes Halfon (Las Afueras, 2020), una novela corta que adquiere forma de dietario sobre la estancia en Berlín de su protagonista junto a su pareja. La narradora ve cómo se va desinflando su relación al igual que el colchón hinchable en el que duermen cada noche y reflexiona sobre el extrañamiento y sobre cómo ha sido narrada la ciudad en otros diarios de inmigrantes, «siempre atravesados por las guerras y las becas».

Además de permitirnos asistir a la realidad cotidiana en Alemania, estos textos nos dan acceso a la vida mental de los narradores: normalmente sus pensamientos están divididos entre la realidad que dejaron atrás en sus países de origen y la del nuevo –y a menudo muy ajeno– lugar. La habitación alemana de Carla Maliandi, publicado en la editorial argentina Mardulce y traducido ya a varias lenguas, es un buen ejemplo de ello. La protagonista y narradora, en una huida hacia delante tras separarse de Santiago, su pareja, que sigue en Buenos Aires, decide instalarse por un tiempo en Heidelberg, ciudad en la que vivió de niña, si bien gran parte de sus pensamientos siguen centrados en la situación vital que deja en Argentina. Al igual que les ocurre a otros narradores de estos libros, la protagonista se siente fuera de lugar en el país europeo: «De verdad no sé qué hago en este lugar, en esta residencia que no me corresponde, en esta ciudad conservadora, de fantasía, en este país perfecto y repulsivo».

Las costumbres del país «perfecto y repulsivo», como lo llama Maliandi, se siguen con extrema atención en todos estos libros, con una atención que se agudiza tanto como la mirada antropológica de Levi-Strauss en sus principales obras. Incluso el funcionamiento casi ejemplar de los organismos e instituciones en Alemania es capaz de generar en estos narradores una sensación incómoda, de no pertenencia posible a un lugar tan inquietantemente bien organizado. Esto lo vemos con claridad en los encantadores ensayos breves del libro Berlín también se olvida, del mexicano Fabio Morábito. En tono de crónica, Morábito logra crear unos personajes cercanos al absurdo basados en su visión de los alemanes con los que se cruza en Berlín. En uno de los textos, titulado «Los autobuses de doble piso», el escritor hace un análisis detallado de los viajeros que ansían colocarse junto al ventanal delantero del nivel superior de los autobuses de dos pisos sin conseguirlo, reparando en que su recato germánico les hace descender al primer piso o incluso bajarse del autobús tras su fracaso. El escritor mexicano llega a imaginar la existencia de un Cuerpo Municipal de Rescate de Usuarios en Dificultad (CUMURUSD), que asistiría psicológicamente a estos pasajeros. 

Por último, queda mencionar a la más joven de esta selección de escritores, la argentina Julieta Mortati, que debuta en la ficción con La lengua alemana (Emecé, 2018). En esta primera novela, Mortati dialoga con el texto etnográfico del historiador romano Tácito titulado Germania, del que emplea fragmentos como epígrafes a lo largo del libro, a modo de collage. En Germania, Tácito ensalza las virtudes de los pueblos germánicos, y el contraste entre estos párrafos escritos hace dos mil años y los de Moriarti es uno de los alicientes de esta novela que, entre otras cosas, representa con acierto las vicisitudes de la generación de argentinos nacida en los ochenta.

Como ya hemos visto, todas estas narraciones, desde las protagonizadas por mujeres que viajan solas, como ocurre en los libros de Sánchez y Maliandi, hasta las que relatan las experiencias de familias que han de adaptarse a la rutina que impone la vida escolar, como en el caso de Vamos a tocar el agua de Luis Chaves, tienen bastantes aspectos en común. Quizá lo acertado sería considerarlas en conjunto como una paleta de colores afines en la que cada uno de sus autores ofrece matices particulares y diversos.

Obras mencionadas:
Fabio Morábito: Berlín también se olvida, Tusquets-México 2004
Mercedes Halfon: Diario pinchado Las afueras, 2020
Luis Chaves : Vamos a tocar el agua, Los tres editores, 2021
Isabel Mellado: Vibrato, Alfaguara (2018)
Liliana Villanueva: Otoño alemán, Blatt y Ríos, 2019
Matilde Sánchez, La ingratitud, Mardulce 2011
Carla Maliandi : La habitación alemana, Mardulce 2017
Julieta Mortati: La lengua alemana, Emecé Argentina, 2018.