POR JORGE EDWARDS

Éramos revoltosos, éramos jóvenes de buenas familias o de familias de clase media más bien acomodada, en estado de ruptura de clases, éramos aspirantes a escritores, o artistas, o psicoanalistas en ciernes, y lectores empedernidos. Andábamos por todas partes, a pie, en tranvías abiertos, en trolley buses, con libros despapelados, desfondados, grasientos, con frecuentes manchas de café y manchas de vino o de cosas peores. Me acuerdo de los libros que llevaba Enrique Lihn, en esos años de su primera colección de poemas, Nada se escurre, en sus paseos por el Parque Forestal: volúmenes sucios, ruinosos, que no se sabía cuántas páginas habían perdido; traducciones sospechosas de Martin Heidegger, de Jean-Paul Sartre, de Gaston Bachelard, de Friedrich Nietzsche. Enrique bajaba por las escalinatas carcomidas, roñosas, de la Escuela de Bellas Artes y nosotros, Alberto Rubio, Jorge Sanhueza (el Queque), Samir Nazal, yo, llegábamos desde la Escuela de Derecho, que se hallaba más al oriente, al costado de la plaza Italia, al otro lado del río Mapocho. El Santiago de entonces, de fines de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta, ya dejó de existir. Ocurrió lo mismo con el espacio que correspondía en aquella época al llamado gran Santiago. Nos encontramos un buen día en San Bernardo, en la Florida, en San Miguel, en una casa modesta, de un piso, con olor a meado de gato, que se estremecía con cada paso de sus ocupantes, que pertenecía a parientes de Jorge Millas, el filósofo, miembro de una generación anterior a la nuestra. Aunque más distante, bastante mayor que nosotros, Jorge Millas formaba parte de círculos intelectuales que conocíamos. Había sido profesor de filosofía en la Universidad de Puerto Rico, había publicado un ensayo sobre Goethe y ahora, en silencio, solitario, distante, erudito, se había instalado entre nosotros, por allá por San Bernardo, en el lugar que Enrique Lihn, después, en uno de sus poemas más conocidos, llamaría «el horroroso Chile». Creo que en esa casa de los alrededores se encontraban personas como Eduardo Molina, conocido entre nosotros como «el poeta Molina», poeta sin poemas, Bartleby en versión criolla; Luis Oyarzún Peña, filósofo y cantor de la vida errante y de la naturaleza del valle Central, ecologista antes de la llegada del ecologismo; quizá Enrique Lafourcade, que ya había publicado su novela Pena de muerte, libro que Roberto Bolaño, muchos años más tarde, me confesó que había leído y que le había gustado, como si esa confesión y ese gusto fueran un tanto sorprendentes y un tanto vergonzosos; además de alguno de los poetas destentados, melenudos, de obra escasa, de aquel entonces, y de alguna musa: Margarita Aguirre, Marta Jara, Teruca Hamel, Stella Díaz Varín, musas divertidas, interesantes, a veces borrachinas, ocasionalmente peligrosas, que recordamos con nostalgia. En esa ocasión, en forma espontánea, al calor de vinos baratos, de algún arrollado de huaso, de empanadas de horno, a Enrique Lihn, que tenía dotes de actor, y a mí, se nos ocurrió improvisar un paso de comedia, una comedieta bufa. No sé si sería, en mi caso, por influencia de Pepe Alcalde. Enrique representó a Pablo Neruda, sin pertenecer a la especie de los nerudianos puros, como el Queque Sanhueza y la Margarita Aguirre; y yo, que me había alejado de los rediles católicos, representé al cardenal José María Caro Rodríguez, de quien había sido monaguillo en mis tiempos de colegial, en las misas solemnes de los 31 de julio ignacianos. Yo imitaba con algo de gracia la voz gangosa, cascada, aguda del cardenal, y Enrique la voz nasal, cansina, sureña del poeta de Residencia en la tierra. Bebimos largos sorbos de nuestros vinos pipeños y nos enfrascamos en una discusión furiosa de nuestros respectivos personajes, en el lenguaje propio, exagerado, distorsionado, de cada uno de ellos, acompañando las palabras con gestos, pasos teatrales, expresiones hiperbólicas. Neruda se presentaba como poeta del pueblo, bardo máximo, invencible, y el cardenal, representado por mí, se reía de él a carcajadas, con su boca desdentada y desbocada: de sus tropiezos, sus torpezas, sus ínfulas populacheras. Y el anciano cardenal se sobaba las manos, celebrando su anticipada condena a los infiernos. Fue una sesión disparatera, divertida, algo alcohólica, muy propia de esos años, y ahora no sé si Stella Díaz Varín, la célebre colorina, terminó tendida en el suelo, o si esto ocurrió en encuentros posteriores, pero sé que todos nos reímos a mandíbula batiente, dando saltos de alegría, y que muchos de los presentes celebraron la improvisada comedieta durante años.

Las sesiones más tranquilas, amenizadas por platos chilenos medio inventados y por vinos más pasables, ocurrían en el departamento de la calle Teatinos arriba, cerca de la estación Mapocho, de Enrique Bello y de su mujer, que en esos días era una gringa de origen sueco, guapa, vistosa, ya no tan joven, y que tenía la manía de hablar y de comportarse con maneras de niña chica, con una especie de coquetería infantiloide, hablando de ella misma en tercera persona. Enrique Bello Cruz, que tendría alrededor de cincuenta años de edad, era del sur, de Concepción. Pertenecía a la familia de los Cruz que había sido federalista, anticentralista, y que había sido derrotada a mediados del siglo xix por los ejércitos centrales. Era un hombre afectuoso, amistoso, de una cortesía provinciana, que ya había empezado a volverse anacrónica. Era un caballero algo antiguo del mundo del arte y del comunismo nacional, y estaba siempre en situación de relativo conflicto con su partido, porque amaba en exceso la pintura abstracta, más que la del realismo socialista, y la vanguardia, la experimentación en literatura, mal mirada por los estalinistas en estado puro. Publicaba prosas sin letras mayúsculas y a menudo con espacios entre las palabras que reemplazaban los signos de puntuación. Sacaba una revista de gran formato, con aspecto de diario, Pro Arte, y había conseguido mantenerla, haciendo toda clase de acrobacias publicitarias y financieras, durante años. Yo la compraba en mis años de adolescencia a la salida del San Ignacio, después de despedirme del hermano Delgado y del hermano Lou, en un quiosco de la vereda del frente que recuerdo como si fuera hoy, y en sus primeras páginas, rebosantes de tinta y de ilustraciones borrosas, descubría novedades como la poesía de César Vallejo, como ese inolvidable «Me moriré en París con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo», clásico absoluto de mi generación literaria, cuyo título, «Piedra negra sobre piedra blanca», nadie entendía, pero que, precisamente por eso, era de un desconcertante, fascinante, atractivo. Descubrí poco después, nada más y nada menos, la poesía de T. S. Eliot, cuyo «Ash Wednesday» (Miércoles de Ceniza) había sido traducido al español por un anglo-chileno que se llamaba Jorge Eliot y que se proclamaba pariente cercano del poeta por él traducido. Eliot, el chileno, resultó pintor, después, de paisajes montañosos, sombríos, que parecían surgir de visiones del norte desértico, y poeta que sufría de la manía compulsiva de leer sus poemas a la gente. Neruda contó que se encerraba en su cuarto de baño, que se sentaba en el trono, y que Jorge Eliot le tiraba poemas recién escritos por él por debajo de la puerta.

Me acuerdo de haber encontrado en la casa de Enrique Bello, en su departamento de la calle Teatinos, a poetas, músicos, pintores, de generaciones anteriores, a veces muy anteriores, a la mía. Por ejemplo, Acario Cotapos, que era músico moderno, para definirlo de alguna manera, y que había vivido en París y en el Madrid de antes y de comienzo de la guerra española, donde había conocido de cerca a Ramón del Valle-Inclán, a José Bergamín, a Federico García Lorca, Rafael Alberti, Manolo Altolaguirre, entre muchos otros. Bajo, calvo, panzudo, de ojos saltones, de salidas chispeantes, burlonas, repentinas, Acario me daba la impresión de un huevo carnal, nada de cuaresmal, ambulante. Me contaron que Federico, cuando lo veía acercarse por las calles de ese Madrid de 1935, decía: «Ahí viene Acario con su vientre Jesús». Pablo Neruda, su íntimo amigo, decía que era un Rabelais chileno, un hombre de gracia inagotable. Con la boca hacía constantes ruidos, górgoros, trinos, y de repente pegaba algo así como alaridos en la selva urbana. Tenía la manía de los microbios, entre muchas otras manías, y, en el momento de dar la mano, mostraba un grano, una cicatriz, lo que fuera, y la escondía de inmediato. Es decir, no daba la mano por miedo al contagio. Antes de Madrid había vivido en el París de entre las dos guerras y citaba sus numerosos encuentros personales con el maestro Wolf, con Igor Stravinski, con poetas y pintores de la vanguardia más avanzada. Yo lo encontré en el Santiago de fines de los cuarenta, de la década de los cincuenta, y estaba siempre devorado por la nostalgia, por esa enfermedad que Joaquín Edwards Bello había bautizado como «parisitis». Acario, en un tono conspirativo, burlesco, autocompasivo, sostenía que había que venderle Chile a los norteamericanos «y comprarse algo más chico cerca de París», anécdota que he contado en otros lugares y que nunca deja de arrancar una sonrisa. Lo escuché muchas veces improvisar al piano con indudable talento, con ritmos y formas, o ausencias de forma, que me hacían pensar en gimnopedias de Erik Satie, en sus «piezas en forma de pera», y oí fragmentos, ya no sé si en discos o en vivo, de su poema sinfónico El pájaro burlón. Era un gran creador que hemos olvidado, y que probablemente, tal como van las cosas, olvidaremos para siempre.