Dolores Gil
Parte de la felicidad
Montacerdos
84 páginas
POR MARTA ROJO CERVERA

«Si no escribo este libro, no puedo seguir viviendo. Me duele en el cuerpo: hace tres días me senté a terminarlo y el dolor me raja la cintura, los hombros». Durante años, Dolores Gil intentó borrar de su mente la imagen de su hermana de seis años muerta tras clavarse un cristal roto en el pecho en un accidente doméstico, pero Manuela se ha convertido en un fantasma cuyo recuerdo atenaza su propio cuerpo y el de su hijo recién nacido. Parte de la felicidad (Montacerdos, 2022) es, pues, un exorcismo, un ritual de duelo contra el silencio, el pánico y la culpa. También es el primer libro de la autora argentina, un ejemplo de ese escurridizo subgénero de autoficción o narrativa autobiográfica pero, sobre todo, un desgarrador ejercicio terapéutico que deja en el lector la sensación asfixiante y a la vez esperanzada de quien comparte un proceso de recuperación.

En 1992, la infancia de Dolores se cubrió de silencio y Manuela se convirtió en lo innombrable. «De a poco, su nombre dejó de sonar en la casa. No fue a propósito: el desconcierto fue tan grande que no encontramos la manera de que siguiera viviendo en el lenguaje». Por eso, ante la falta de palabras, la narración recurre a las imágenes. La de una madre que no dice nada, pero llora en el coche cuando cree que nadie la ve – «la veía por el espejo retrovisor, la cara tapada por los lentes oscuros, las lágrimas que brotaban de un momento al otro»-, pero también la del punto exacto del accidente – «tengo una foto mental: mi madre parada en el mismo punto del comedor, donde murió su hija, con su hija en la panza».

Para la autora, «ser niña era apretar los dientes y seguir». Miente cuando le preguntan cuántas hermanas tiene. Acepta el silencio impuesto por los demás para seguir adelante, pero no sin culpa. En sueños, se le aparece la niña adorable de pelo rizado. Despierta, la incomprensión y el silencio la llevan a repartir culpas, tan terribles que solo se manifiestan en el texto en forma de preguntas. ¿Cómo no la retuvieron lejos del peligro?, se pregunta sobre sus padres. La culpa también alcanza a la propia muerta: ¿Por qué desobedeció y se abalanzó sobre el cristal? Pero, sobre todo, Dolores Gil se interpela a sí misma, es su culpa de superviviente la que tiene una voz propia: «¿Cómo sé que se fue suavemente hacia la noche, sin sufrir? Es imposible. Solo soy una que se quedó de este lado».

Un día, de pronto, hay un bebé sobre su cama, y ese bebé es su propio hijo y puede pasarle cualquier cosa. El recuerdo de Manuela se transforma en el dolor físico que nace del pánico. «La tensión avanzó de manera ascendente», desde la cicatriz de la cesárea hasta los hombros y la cara, que no deja de observar, de mantener al niño en el campo de visión, de controlar su respiración. «¿Acaso no era mi ojo supervisor el que le insuflaba vida a Félix?». La mortalidad de su propio hijo se vuelve pesadilla: la autora comprende que «los hijos no pueden permanecer intocados por la vida». Las imágenes textuales del pánico son físicas, corporales: «una carnicería artesanal, lenta y agotadora», «embrión, corazón, saco, célula, sangre, polvo, nada». También, la letanía de la fatalidad: «Que no se caiga. Que no se me caiga. Que no se ahogue con su propio vómito. Que no se atragante con una mandarina».

Es la explosión del pánico por el propio hijo la que rompe el silencio y el aletargamiento, la que lleva a Dolores Gil a escribir, pero también a llorar y a gritar. «No sabía que tenía tanto grito metido adentro del cuerpo», piensa ante la tumba de su hermana. Por eso, Parte de la felicidad es una explicación para un largo silencio, una petición de perdón, un reconocimiento del daño que conmueve por su desnudez y por su brutalidad. También una carta a la hermana muerta, ante la que se disculpa: «Que si la olvidé un poco fue porque necesitaba seguir viviendo, que si no la recordé en voz alta fue porque no pude: que tuve que despegarme esa costra que me adhería a su muerte». Tras el viaje terapéutico, el lector de Dolores Gil comprende que apretar los dientes y seguir no fue la mejor estrategia, ni la más sana, ni la más justa, pero sí la única que encontró para afianzarse «en el corazón de la vida».