Anna Caballé
Concepción Arenal. La caminante y su sombra
Taurus/Fundación Juan March, Madrid, 2018
440 páginas, 20.90 € (ebook 10.99 €)
POR ISABEL DE ARMAS 

¿Cómo abordar la biografía de una mujer que borró sus huellas más personales y mantuvo en la mayor reserva su vida privada? ¿Cómo acercarse a la subjetividad de alguien que nos impide casi el acceso a su interior? Estas son las preguntas que Anna Caballé, profesora titular de Literatura Española de la Universidad de Barcelona y responsable de la Unidad de Estudios Biográficos de dicha universidad, se hace a la hora de decidirse a biografiar a Concepción Arenal, en su opinión, la pensadora (y aquí incluye también el género masculino) más interesante del siglo xix. Ante tan evidente e importante limitación, la autora decide seguir a su personaje, en primer lugar, a través de los veintitrés volúmenes recogidos por su hijo Fernando García Arenal. La mayor parte de sus escritos están vinculados al tema sobre el que giró su vida, la necesaria reforma de las cárceles y asilos cuyo abandono era desolador, así como a su lucha por concienciar a la sociedad española acerca de la urgente tarea de disponer de una Administración moderna en la que la corrupción de los funcionarios no tuviera cabida legal. Los condenados, casi todos pobres, se mantenían hacinados, en condiciones insalubres y vejatorias, sin nada que hacer durante días y años, consumiéndose en una degradación progresiva. Las cárceles carecían de propósito y, como repetiría tantas veces Arenal, en lugar de reformar la vida del preso, la arruinaban.

Concepción Arenal nace en 1820 y fallece en 1893. No podemos olvidar que el siglo xix en España fue un periodo histórico especialmente turbulento, lleno de pronunciamientos militares con sus consiguientes cambios políticos en los que conservadores y liberales se sustituían sin parar, y la tarea principal del grupo entrante consistía en deshacer lo que había hecho el grupo saliente. Fue un siglo de importantes crisis económicas, con unas clases populares muy pobres, muy abandonadas y muy ignorantes. Aproximadamente el cincuenta por ciento de los varones eran analfabetos, y las mujeres, casi todas.

La profesora Caballé analiza a fondo los cerca de quinientos artículos que su biografiada publica en La Voz de la Caridad, revista que ella misma funda en 1870, con el apoyo de la condesa de Mina y el krausista Fernando de Castro. Allí Arenal todo lo denuncia: el hundimiento de la techumbre de un asilo por abandono; la falta de trenes de socorro que pudieran auxiliar en los frecuentes descarrilamientos que se producían en la época; la mala práctica de rapar en los hospitales a las mujeres para poder vender su cabello; el mal estado de las enfermerías, o la mezcla indiscriminada de los presos políticos con los delincuentes comunes. Todos sus artículos revelan un profundo sentimiento compasivo ante los que sufren y el deseo de reformar leyes e instituciones para adecuarlas a las nuevas necesidades, propias de un Estado de derecho. Su idea central era que más sagrado aún que la vida es la dignidad del ser humano, sin tener en cuenta edades, razas, sexos o condición social.

Doña Concha, así se la conocía en sus círculos más próximos, fue mujer de pensamiento y acción. «Pero también era —apunta la autora— una mujer aprisionada entre la domesticidad que le exigía su tiempo y el deseo de acción política y filosófica que siempre la caracterizó». Ahora bien, ¿cómo conciliar esas exigencias íntimas, hondamente intelectuales, con el papel que le estaba reservado a la mujer en su tiempo? Este fue el drama que siempre arrastró consigo. Pronto tuvo que aceptar el calificativo de «varonil» o «viril» que, al parecer, no le importaba demasiado, ya que se sentía muy lejos de las mujeres de su tiempo, preocupadas por sus corsés y sus abanicos, y del todo ajenas, por lo general, al mundo político y moral. Llamarla varonil era como llamarla inteligente e interesada por las ideas, por tanto, no tenía que importarle. Era mujer de pensamiento y acción que quería cambiar el mundo, el problema es que esa era una tarea que estaba reservada a los hombres: un terreno vedado para las mujeres. De haber nacido en Inglaterra, posiblemente se habría sumado a las sufragistas, o de nacer norteamericana, podía haber sido una puritana bostoniana.

Ante este panorama real, su biógrafa se pregunta: «¿Qué hubiera sido del pensamiento de doña Concha si en lugar de soportar la contradicción entre su esfera de intereses y la vida doméstica que se esperaba de ella en tanto que mujer, hubiera podido actuar como cualquier varón de su tiempo, viajando, entablando relaciones con sus colegas, comunicándose en definitiva con el mundo jurista e intelectual al que legítimamente pertenecía?». Ella nunca salió de España, ni asistió a congresos ni reuniones internacionales. Enviaba ponencias y colaboraciones pero nunca se pudo contar con su presencia. En la sociedad española del siglo xix, sólo Emilia Pardo Bazán, treinta años más joven que la Arenal, fue capaz de vivir su vida en libertad y ajena a rumores y prejuicios. Pero la profesora Caballé confirma que Concepción Arenal no soportaba a doña Emilia; le parecía que representaba lo contrario de su propio ideal en relación con la mujer: para que fuera respetada, su comportamiento tenía que ser respetable. Una de las autoras preferidas de doña Concha era Madame de Staël, de la que seleccionaba frases para citar en sus escritos. De Delphine, que ella leyó en francés, destacamos una: «La naturaleza ha querido que los dones de las mujeres se destinaran a la felicidad de los otros y que muy poco lo emplearan en sí mismas». Sin duda, compartía plenamente este juicio.

Mujer reservada, reflexiva, concentrada, con tendencia a la tristeza y poco amiga de la vida social. La autora constata que su vida fue un conflicto permanente con el mundo y las inercias de su tiempo, pero también y sobre todo con su propio ser íntimo, ajeno a la ejemplaridad que ella quiso para sí. Nos muestra que Arenal poseía un riquísimo mundo interior hecho de sentimientos vehementes, heridas que nunca cicatrizaron, ansias de realización, deseos de reforma social, un poderoso razonamiento y un instinto práctico que la impulsaban a buscar siempre una salida viable a cualquier problema que se le presentara, pero que también fue una mujer que exhibía su virtud como un estandarte, una mujer demasiado fuerte para la sensibilidad de su época. «Con un proyecto personal —matiza Caballé— demasiado definido y radical para no resultar incómodo, especialmente a otras mujeres que estaban a años luz de su activísima mente». También comprueba que, con el tiempo, la profundamente solitaria y en cierto modo vencida doña Concha aprendería a ubicarse en un espacio a salvo del rechazo. «Donde no pudiera ser agredida —escribe—, sólo elogiada por sus evidentes virtudes».

Autodidacta, las mujeres de su tiempo no tenían acceso a los estudios universitarios, todo su trabajo es individual y solitario. Sus primeros intereses intelectuales se dirigen a la ciencia y la tecnología porque considera que ese es el mundo del futuro que mejorará la vida de todo el mundo. Más tarde, movilizada por la «cuestión social» y sobre todo por la realidad de la pobreza extrema y la miseria, se introduce plenamente en el mundo del derecho. Aquí, la autora dedica a la figura de la «autodidacta» unas sustanciosas páginas. «Nunca valoraremos lo suficiente —escribe— el valor del autodidactismo en el proceso de la autonomía femenina, pero la luz que aportó ese aprendizaje solitario ocultaba también sus sombras», ya que, el autodidactismo hace a la persona vulnerable, la acostumbra a operar en el aislamiento intelectual y, por tanto, sin poder resolver adecuadamente los conflictos que van surgiendo tanto en su trabajo como en su vida personal. «El autodidactismo —añade— fomenta la soledad de los logros». Es decir, que el resultado puede ser potente, incluso excepcional, pero está lleno de fracturas internas que impiden su desarrollo adecuado, porque no está integrado en un sistema que los haga circular saludablemente.

Este libro apunta que la etapa más fecunda de doña Concha se da a partir de la revolución de septiembre de 1868, que trajo consigo cambios importantes en la vida de la pensadora, fortalecida por el nuevo cargo de su admirador y gran amigo Salustiano Olózaga como ministro de Fomento, Gracia y Justicia. Aquel año Arenal también profundiza en su amistad con los intelectuales más destacados del krausismo, como Gumersindo de Azcárate o Francisco Giner de los Ríos. Este último era veinte años más joven que ella, pero ya catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Madrid desde 1866, pasó a ser uno de sus íntimos. La universidad madrileña vivía un momento de entusiasmo intelectual con el nombramiento del sacerdote secularizado, historiador y hombre de letras Fernando de Castro como nuevo rector, tras la muerte de Julián Sanz del Río. Doña Concha, por primera vez se encontraría vinculada a un grupo de hombres con los que mantenía profundas afinidades. Sin embargo, pasado algún tiempo, su obra sería arrinconada. ¿Por qué? «Todos venían del catolicismo —escribe Caballé—, pero habían evolucionado hacia posiciones incluso radicalmente opuestas», algunos de ellos llegaron a adjurar del catolicismo. Arenal nunca dio ese paso, es más, su obsesión por conciliar los contrarios y ponerlos a trabajar en un proyecto común y compartido muchas veces no satisfaría ni a unos ni a otros. «Pero lo decisivo —afirma su biógrafa— es que ese espíritu reformador de la vida española que centraba el krausismo ella lo llevaba dentro y encontraría un terreno abonado en ese momento. Es entonces cuando se perfila decisivamente su obra doctrinal».

El acontecimiento personal más sustancioso de aquella floreciente etapa fue su nombramiento como inspectora de casas de corrección de mujeres, restableciéndola el nuevo Gobierno de un cargo del que había desaparecido, y que nuevamente desaparecería poco antes de la Restauración borbónica en 1873. Como comentamos líneas arriba, esto era lo común y corriente en el turbulento siglo xix. Tras un pronunciamiento, subían al poder los liberales; tras otro pronunciamiento, estos eran derrocados y ascendían los conservadores, y así sucesivamente y, claro está, con los consiguientes cambios políticos que, básicamente consistían en deshacer lo que habían hecho los anteriores.

Esta biografía nos descubre una persona de enormes contrastes. Nos muestra una joven Arenal orgullosa y con claro complejo de superioridad que más adelante sometería con todas sus fuerzas. Esta actitud, para su biógrafa, merece una lectura de género, por eso, se pregunta: ¿acaso no puede verse este comportamiento como la respuesta de una mujer joven que se sabe brillante e inteligente y que protesta contra la inferioridad que la sociedad tiene reservada a las mujeres en 1840? Su exaltación de sí misma, el alarde de unos rasgos que la distingan y la eleven de sus congéneres, ¿no puede leerse como una reacción visceral ante quienes quieren someterla? «Para una mujer poderosa intelectualmente —escribe la profesora Caballé—, debía de ser un martirio insufrible tener que sofocar sus posibilidades o transformarlas en debilidad para no llamar demasiado la atención sobre ellas». La situación, con todas sus oscilaciones, la conduciría a un estado de melancolía permanente. Pero a pesar de todos los pesares, doña Concha fue una reformadora convencida, no revolucionaria, que no dejó nunca de luchar. Filósofa, poeta, periodista, novelista, socióloga y penalista reconocida a nivel internacional. Sin lugar a dudas, una mujer fuera de serie.

Hasta el momento contábamos con dos biografías disponibles, la de Juan Antonio Cabezas y la de María Campo Alange. Esta tercera de Anna Caballé supone una buenísima aportación para conocer más a fondo a la pensadora española más importante, original y adelantada a su tiempo del siglo xix.