Marta Barrio
No volverán tus ojos a mirarme
Tusquets
384 páginas
POR MARTA ROJO CERVERA

Empieza con una imagen: «Bajo esta tierra hay pozos sagrados, anzuelos de bronce y damas romanas sin cabeza esculpidas en mármol». O bien: bajo capas y capas de memoria, bajo metros de relaciones sedimentadas durante décadas, bajo los secretos que guardan los que ya no pueden hablar, está el tesoro. El tesoro, para la Marta Barrio arqueóloga, es la historia de amor de sus abuelos, Álvaro y Marisa. Pero también los contornos de una personalidad, la de su abuela, casi borrada en el presente de la novela por el alzhéimer que la hace prácticamente inalcanzable.

Bajo la tierra de No volverán tus ojos a mirarme (Tusquets), cuando finalmente se excava, no hay pozos sagrados, anzuelos de bronce y damas romanas sin cabeza esculpidas en mármol. Pero hay otras cosas, el resultado de un ejercicio de arqueología de las voces. De la propia y de las ajenas.

«Hazlo todo como si ella te contemplase»

Claro que está la historia de amor, que parece diálogo, conversación. Pero es un diálogo del que solo escuchamos una parte, como quien oye a alguien hablar por teléfono en el autobús y construye respuestas ficticias que sitúa al otro extremo de la línea. Por eso, la historia está a medio contar. Marta Barrio arma su novela sobre las cartas que su abuelo, Álvaro, envió a su abuela, Marisa, antes de casarse, entre 1949 y 1955. Salvo en un caso, no hay respuesta de ella, que sí existió pero no se conserva. En el momento de la narración, además, Marisa ha pasado de protagonista a testigo muda de su propia historia y la idea de la autora es que conozcamos a la abuela de la narradora, encamada, asustada, sin habla ni movimiento, a través de los ojos y las palabras de los demás. Que su retrato deje de ser eso, un retrato, y cobre vida a través de esas palabras que su prometido le escribía.

Pero ese fin no se consigue, al menos no del todo, y no es solo porque falten en el texto las respuestas de ella. La voz de Álvaro es tan potente que en realidad es él quien despierta el interés del lector. No es el hallazgo arqueológico que se buscaba, pero es un hallazgo. No hay una pareja protagonista, sino una voz protagonista. Es la voz de un hombre que escribe en su diario, antes de conseguir que su «amada» sea «novia», la frase «hazlo todo como si ella te contemplase». Que se prepara para el fracaso hablando consigo mismo con ironía: «Si ella no me quiere, no me casaré nunca. Me iré lejos, a Suiza o a Canadá y construiré puentes sobre ríos helados, bordeados de inmensos bosques de abetos. En las horas de descanso tocaré la guitarra, escribiré y esquiaré por las montañas».

Pero ella sí que le quiere, y antes de casarse pasan años de servicio militar y de noviazgo. En sus sucesivos destinos, le escribe. Como si ella le contemplase, carta tras carta, Álvaro entabla un diálogo y, ante los lectores, hace también las veces de interlocutor. «Muchas veces escribo la carta mientras voy leyendo la tuya y así cuando me preguntas algo te contesto enseguida y parece como si en realidad estuviéramos hablando», confiesa. La conversación escrita parece volverse a veces oral de tan natural como resulta: «¿Te gustó Anna Karenina? ¿Qué tal van nuestros manteles?». El Álvaro de las cartas está ávido de conversación: recrimina a veces a Marisa su brevedad en las respuestas, o que tarde en contestar, y le propone todo tipo de charlas por todo tipo de medios: «Vamos a intentar hablar a distancia: a ver si nos sale. El martes a las 9 en punto de la noche miras a la estrella más brillante del cielo y háblame un poco que yo haré lo mismo, como si estuviéramos en nuestro mirador del Hipódromo. ¿Quieres?». Marta Barrio, arqueóloga que quita capa tras capa, deja para el final la primera de estas cartas a su Isa, toda una invitación a ese diálogo de toda una vida: «Como puedes imaginarte, no me disgustará nada que me escribieras».

Un peluche llamado Onésimo Redondo

Pero Marisa no responde, ni desde el pasado, porque sus cartas se han perdido, ni desde el presente de la narración que la mantiene en silencio. De ella no se conoce apenas nada a través de las cartas, solo se intuye. Para completar los huecos, la narradora-protagonista recurre a un tercer personaje. Mercedes, ya anciana, es la tía abuela de la narradora, que, falla en su intención de dar una idea de una Marisa que resulte vívida a los ojos del lector, pero sí dibuja con claridad una España gris, la España de la Sección Femenina, la Formación del Espíritu Nacional y el NO-DO. De nuevo, el hallazgo arqueológico es imprevisto.

Mercedes, propietaria de un bar restaurante, con la familia de la sobrina en casa, es la tía, la abuela o la tía abuela de muchos. Mercedes, que le cuenta a su sobrina nieta el día en que conoció «levemente» a Franco, que recuerda que cosió un peluche en clase de costura y lo llamó Onésimo Redondo -«como se llamaba la granja escuela esa y un falangista que no sé quién era»-, a veces, distrae de la pareja protagonista con su saber de la vida- «no quieras ir tan rápido que vas a envejecer antes de tiempo»- y con su particular sentido del humor- «yo era menos monógama, yo era de pluriempleo»-, pero es una distracción afortunada.

«Supongo que ser madre es tener miedo»

Pero la decisión que toma Marta Barrio es que el hilo narrativo no lo cosa Mercedes, ni Álvaro, ni siquiera Marisa. La narradora es una adolescente, trasunto de la propia autora, que se usa a sí misma como arqueóloga, aunque no encuentra lo que busca cuando cava. La voz de esa preadolescente no llega a ser creíble, aunque (o precisamente porque) deja sentencias sobre la vida, la dependencia o la familia que suenan a verdad adulta.

Ningún adulto puede pensar como un niño y es muy difícil que un escritor adulto recupere la voz de la infancia. Dice la niña apodada Vozdevieja en la novela de Elisa Victoria, «la palabra Tata tiene un significado ambiguo y tierno muy concreto. Creo que es menos que abuela pero más que tía, y sin duda más que vecina. Si me viera sola ante un problema inesperado su casa sería la primera a la que acudiría». Dice el Tambu de Malaherba, de Manuel Jabois, «bien sabe Dios que es más peligrosa la pena que el odio, porque el odio puede destruir lo que odias, pero la pena lo destruye todo». Dice la narradora sin nombre de Panza de burro, de Andrea Abreu, «a la altura del cruce vi la forma del cuerpo de Isora al final del camino. Era verla allá, al final de la carretera, justo en el rasante, donde el camino se volvía casi vertical, y me golpeaba una alegría intensa. Como meterse en el mar después de muchos años». Son voces bellas, pero no son voces infantiles.

La de la protagonista de No volverán tus ojos a mirarme tiene el problema añadido de que, en teoría, está escribiendo un diario. La voz de la narradora, pues, es puro presente, no hay lugar a dudas: no es una voz adulta que se pone en la piel de una niña, sino que es niña en el tiempo de la narración. Una niña que no se expresa como tal. «Supongo que ser madre es tener miedo», escribe, por ejemplo, en su diario la protagonista, que solo resulta verosímil al hablar de su primer beso. Sobre la complicidad que observa entre su madre y su tía abuela, apunta que «ellas a veces se entienden sin palabras, están conectadas por una profunda corriente submarina, la de la sangre y los miedos en común».

No es que dé igual, pero casi. Porque el ejercicio de arqueología se ha hecho cuando ya se ha dado, en el subsuelo, por casualidad, con el hallazgo que merece armar una excavación masiva. Marta Barrio sabe que las cartas de sus abuelos tienen una potencial vida literaria, que pueden ser una suerte de cofre del tesoro alrededor del cual se puede armar una narración que hable sobre la pérdida de la inocencia, el amor, la familia y los cuidados. Es en esa estructura en la que la expedición que va a excavar alrededor del tesoro se pierde, pero casi, casi, no importa, porque es un perderse dulce, como las olas del mar de las que habla obsesivamente la protagonista. Hay suertes en ese desvío, como una imagen muy vívida de la España de aquellos años, o voces como la de Mercedes. También callejones sin salida, como el diario de la protagonista o la historia de su perra. Pero ahí, en el centro, sigue el tesoro: esa escritura del abuelo de Marta Barrio, de Álvaro, de un hombre al que es fácil imaginar escribiendo deprisa, con una media sonrisa, a veces rasgando con furia un papel del que usa todo el espacio disponible para decirle a la mujer a la que quiere todo lo que no cabe en una carta.