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Jimena Canales
El físico y el filósofo
Traducción de Àlex Guàrdia Berdiell
Arpa Ediciones, Barcelona, 2020
512 páginas, 22.00 €
¿Por qué es tan difícil distinguir entre subjetividad y objetividad? En mis viejos tiempos de estudiante en la facultad de Filosofía, al otro lado del Atlántico, durante un curso nos devanamos algunos los sesos tratando de descubrir la verdad de la milanesa en el espinoso tema del tiempo. Teníamos cerca los libros de Hans Reichenbach, que pensó desde la epistemología de la ciencia y desde la lógica filosófica y dedicó un lúcido libro (El sentido del tiempo), y a Henri Bergson, claro. Al filósofo francés y al físico alemán Albert Einstein, ha dedicado la profesora de Historia de la Ciencia Jimena Canales (México, 1973) un amplio libro, El físico y el filósofo. Albert Einstein, Henri Bergson y el debate que cambió nuestra comprensión del tiempo. Voy a seguir el orden del libro, evitando los corsi e ricorsi que aunque necesarios a veces para su trama, embrollan algo la comprensión del asunto. Antes quiero señalar que Canales ha llevado a cabo una amplia investigación, en varias lenguas (sobre todo, francés, alemán e inglés) de la tocata y fuga de esta polémica, iniciada de manera clara en 1905 con la teoría de la relatividad especial, y continuada luego con la ampliada en 1915, pero que ya tenía, para el tema que nos ocupa, antecedentes en las ideas de Henri Poincaré, aunque este no aceptó las conclusiones einstenianas y se mantuvo en la mecánica clásica. También Laplace insinuó que la fuerza de la gravedad podía (a ciertas magnitudes) influir en la luz. Claro que Einstein logró demostrar que la gravedad curvaba el espacio y el tiempo.
La fecha del encuentro polémico entre el filósofo y el científico fue el abril de 1922, en París, donde Bergson (cuya formación matemática era alta) recibió a Einstein situando sus célebres ecuaciones algebraicas como ciertas pero no las consecuencias que el físico sacaba de ellas, a lo que Einstein contestó con la célebre frase «No hay un tiempo de los filósofos». Bien, Canales nos dice que los científicos que narran la vida de Einstein rara vez citan a Bergson y, sin duda, ella ha tratado de restituirlo, de devolverlo no sólo al terreno histórico de la polémica, sino de la viva actualidad. Es decir: el tiempo de los filósofos (que es básicamente el de cualquier ser humano) existe. Yo quiero recordar, porque a pesar de que hay chascarrillo en este libro, a Canales se le pasó (no porque lo ignore) que ese mismo año, en esas fechas, Marcel Proust, cuya obra narrativa encarna desde la genialidad el tiempo bergsoniano, andaba agonizando, y de hecho fallecería unos meses más tarde. Cierro la anécdota. Por otro lado, Canales se asombra de que habiendo sido Bergson tan famoso y admirado en el primer tercio del siglo xx haya sido olvidado. Bergson y Einstein se vieron muy pocas veces y se escribieron menos, así que toda la polémica fue a través de otros o de manera indirecta. En el caso de Bergson, incluso llegó a publicar uno de sus libros tal vez más débiles, Duración y simultaneidad, después de 1922, en el cual se enfrentaba al desafío que suponía la idea del tiempo de la teoría de la relatividad. El filósofo Alain dijo, en línea con Bergson, que desde un punto de vista algebraico la teoría de Einstein era correcta, pero que «desde un punto de vista humano, es pueril». Una pregunta y una reacción: ¿sabía el buen filósofo Alain tanta matemática para saberlo? ¿Cómo va a ser infantil la idea del tiempo físico de Einstein? Sólo se habían necesitado, desde Aristóteles, dos mil cuatrocientos años para lograrla.
Las investigaciones de la relatividad mostraron, entre otras cosas que no vienen al caso, que el tiempo medido por un reloj estático y otro en movimiento diferían, y Einstein defendía que los marcos de referencia debían tratarse como iguales y, por lo tanto, no había un tiempo privilegiado. Bergson se opuso siempre a esto, y afirmó que el Tiempo (lo escribía con mayúscula) no se diferenciaba en un sistema estático y otro en movimiento. Se ha demostrado (prueba contrastada) que Einstein tenía razón y Bergson erró en esto. Si se observan las consideraciones, Canales parece sentir mucha más simpatía por Bergson que por Einstein, a pesar de que por su profesión debería de tener alguna debilidad por el físico. También es verdad que le interesan las artes y lo intuitivo, y Bergson aquí tiene aún una cierta vivacidad como filósofo. Einstein era determinista (ojo a los que saben de oída que hablan de relativismo como aleatorio, sin fundamento, etcétera) y como físico sólo estaba interesado en la medición objetiva y no en los aspectos humanos del tiempo, que sí ocuparon a Bergson, que pensaba que era la condición fundamental de la acción. Es un asunto valioso y que la filosofía y la ciencia del cerebro no han dejado de explorar: el punto de contacto entre la conciencia y las cosas. Einstein, por su lado, creía que toda verdad era sólo un grado de verdad. La ciencia sólo se diferencia de la fantasía en el grado de certeza que puede lograr. Bergson murió el 4 de enero de 1941 sin «retractarse de una palabra escrita o dicha sobre la teoría de la relatividad de Einstein». Esto es propio de filósofos, pero no de científicos. Canales se propone cuestionar ambas posturas (divisiones) y esbozar alternativas. Volveremos sobre ello, pero Canales ya avisa: «¿Einstein o Bergson? Los expertos siguen discrepando sobre cuál es el auténtico quid de la cuestión». Yo había entendido que a Bergson ya no se lo tenía en cuenta, pero sigamos.
Bergson, según nuestra autora, afirmaba que el tiempo «no existía al margen de nosotros». No quiere decir que no hubiera tiempo físico, ojo, sino que no es ajeno a nuestra experiencia del tiempo, vale decir: hay una continuidad epistemológica entre subjetividad y objetividad. ¿Cuál? El neokantiano Ernst Cassirer pensaba inicialmente que la naturaleza de nuestros procesos mentales modelaba los contenidos del conocimiento, aunque Einstein lo convenció de que no era necesario, y acabó enfrentándose a las ideas de Bergson, sobre todo por lo que se ha calificado de irracionalismo. Es una disputa valiosa, en la que Bergson no cejó de defender su postura. Ciertamente, hago un inciso, nuestro cerebro tiene una historia evolutiva y unos condicionamientos adaptativos, pero no habría filosofía ni ciencia si no pudiéramos valorar y cuantificar nuestra sombra, nuestra subjetividad. De lo contrario, queridos lectores, no tendríais un móvil electrónico en la mano: ese dispositivo tiene tecnología aplicada de la física cuántica, es decir, no intuitiva, para lo cual hay que ir con nuestra mente más allá de los sentidos. El ser humano puede ver con lo que no ve (a través de la tecnología), y puede pensar como cierto lo que su intuición niega (ciertos aspectos del cosmos).
Martin Heidegger (autor de Ser y tiempo, 1922, no de El ser y el tiempo, como se cita en este libro, muy regularmente traducido, a veces con algún argentinismo, algo que obviamente no puede molestarme, pero que me extraña dado que el traductor es catalán y vive en Barcelona) se opuso también a la noción relativista del tiempo: «Hacemos un corte en la escala temporal y, por lo tanto, destruimos tiempo en su flujo natural, permitiéndole cristalizar. El flujo se congela, se convierte en una superficie plana y sólo como tal puede medirse». Recuérdese que, para Bergson, el movimiento «real» no era divisible. Por aquí van los tiros en este libro, pero entremos rápido en ello, algo que no hace Canales: Heidegger está diciendo que para la ciencia el tiempo se hace geometría, y, por lo tanto, deja de ser tiempo convirtiéndose en una medida abstracta. Si se aplica esta crítica al resto de las ciencias (sobre todo física, química y biología), se podría decir que nada es, realmente, comprensible cuando se lo separa, porque en la realidad no hay nada separado. Para Heidegger, el tiempo tiene un significado original, y, desde un punto de vista científico, se mantuvo en la definición de Aristóteles: es la medida de lo que se mueve. La crítica de Heidegger a la tecnología (aunque aceptaba las conclusiones de las matemáticas) ya ha sido analizada, y es obvia su aversión. Aunque parezca extraño, Einstein también tenía reservas con la tecnología, pero por razones algo diversas a las de Heidegger. Si se quiere, todo tiene una visión doble, y por lo tanto tiene su cabida en una valoración de nuestra historia, pero parece obvio que la crítica de Heidegger de la relatividad tiene poco recorrido, aunque su visión de que el ser humano es tiempo en sí mismo es valiosa, como su compleja y discutible exploración filosófica. Como se sabe, en esta contienda, se comparó a Einstein con Parménides (mundo inmóvil, uno), y a Bergson con Heráclito (mundo fluido, cambiante). Jimena Canales, cuando ya lleva mucho recorrido, nos dice que tanto el filósofo como el físico habían llevado al mundo a un callejón sin salida. A veces, emplea valoraciones poco exactas. No era un callejón sin salida, y no lo ha sido para la física. Y de hecho, la física cuántica lo que ha hecho es adentrarse en una mayor complejidad, debido al papel de la gravitación en lo atómico. Sí había creado una crisis en nuestra visión del mundo. Esto no quiere decir que la reflexión sobre el tiempo haya acabado, y menos sobre el tiempo experimentado.
Entre los científicos y filósofos de la ciencia de su tiempo, tenemos a Whitehead, que admiró toda su vida la filosofía de Bergson. De hecho le criticaba a la teoría de Einstein lo mismo que el filósofo, a saber: que en ella se había perdido el paso del tiempo. Es raro en un científico, porque Einstein no hablaba del paso del tiempo en sus vecinos o en él mismo, pero los consideraba no científicos… Whitehead veía la necesidad de separar el espacio del tiempo y dotar de valoración ciertos momentos sobre otros. Sin duda, todo eso es valioso, pero no para el trabajo de un astrofísico o un cosmólogo. Abogó por no separar naturaleza de experiencia (lo que lo relaciona con la tradición romántica alemana y su modo de leer el legado crítico de Kant). No quería separar el sentimiento del tiempo y del espacio de aquello que se deducía, o se podía deducir, mentalmente. Tras la Segunda Guerra Mundial, se hizo profundamente religioso. Jacques Maritain representó a la filosofía católica de la ciencia, y dijo que la teoría de Einstein era monstruosa, y un «nuevo dogma físico», quizás porque intuía en el alemán una filosofía metafísica como fondo de sus ideas científicas. De cualquier forma, lo que no le toleraba es que le movieran sus asientos metafísicos católicos con una epistemología apoyada en la filosofía kantiana, que, como se sabe separó con claridad lo que se podía conocer de lo que no (Dios, por ejemplo).
Para Bergson, el paso del tiempo supone la creación de lo nuevo y lo imprevisible, de esta forma, cada instante se abre al futuro. La sensación de este devenir, afirma el filósofo, «es una percepción mental verdadera de la condición física que la determina (al menos en algunos aspectos)». Es evidente que dotaba a lo intuitivo de verdad epistémica. ¿Pero es esto cierto siempre? Por otro lado, creía —como a veces también se empeñaba Einstein en contra de sí mismo— que el físico negaba toda realidad a lo intuitivo. Sin embargo, hay que recordar que Einstein confesó que él pensaba con imágenes, y que luego trataba, no sin esfuerzo, de explorarlas con ecuaciones. Es verdad que esto, además de su aspecto intuitivo, lo incardina dentro del positivismo lógico, nada dado a metafísicas, y que se apoya en la defensa de la ciencia basada en un proceso que va de lo sensorial a la elaboración de principios lógicos precisos. De todos modos, es difícil reconciliar dos fuentes que tienen, quizás, objetivos distintos. Bergson pedía a la ciencia que pusiera la atención en hechos que rigen leyes y no en leyes que rigen los hechos. Bergson estaba apostando por un raciovitalismo sin duda productivo en el orden de lo humano, pero poco productivo para la física. Cierta cabezonería divulgativa de Einstein le hizo jugar con observadores reales para mostrar los tiempos distintos, en vez de instrumentos de registro. Había gente siempre con relojes, en trenes quietos o en movimiento. El caso es que esto, aunque parezca extraño, hizo a muchos científicos y filósofos caer en la trampa antropológica. Como afirmó Einstein corrigiendo todo esto, en contra de la vertiente filosófica que supone que las cosas son si las percibimos, que las leyes de la naturaleza seguirían siendo válidas aunque nadie las percibiera. Einstein aceptó que la distinción no era clara entre impresiones sensoriales e ideas mentales (algo sobre lo que la neurociencia actual ha ofrecido explicaciones valiosas, aunque no ha aclarado del todo), pero que había que aceptar que la distinción era necesaria para poder adquirir conocimientos reales para la física.
Canales concluye que fue ganando peso la racionalidad científica, y que «la ciencia salió airosa y sometió despóticamente a las humanidades críticas, alejando cada vez más la experimentación artística». Esto no es cierto, y no es defendible. Por otro lado, la autora sólo tiene que leer a evolucionistas y físicos cuánticos notables (muchos son premios Nobel) en los que la meditación metafísica están presentes. Un solo ejemplo: Jean-Pierre Changeux y Paul Ricoeur: La nature et la règle (1998). Lo penoso es que tantos filósofos actuales quieran ignorar el saber de la ciencia. Pero es que, además, muchos artistas han trabajado y trabajan desde la creatividad con presupuestos de la física, de la química, de la genética… Más conclusiones de Canales: «Mi opinión es que hay un sistema de referencia preferido que se ha estado ocultando a simple vista: es nuestro mundo, en nuestras experiencias diarias, en el arte y en la filosofía». También afirma que los humanistas no están presentes en las conversaciones de la ciencia. No es cierto. Y hay bibliografía para rebatirlo. Sobre la importancia de contar con la filosofía, Jimena Canales escribe que «Deleuze incluyó una trascendental nota al pie en su libro Le Bergsonisme acerca de la relación entre la filosofía de Bergson y la teoría de la relatividad». Es poco exacto en una historiadora de la física decir que «al menos desde los tiempos de Demócrito, se sopesaba seriamente la idea de que los átomos pudieran ser unidades absolutas». Esos átomos sólo eran una idea que apelaba a la existencia de algo mínimo, indivisible. Siguiendo a Bruno Latour, con quien ha trabajado nuestra autora, se plantea la idea de que es posible desde el pensamiento de Bergson «una alternativa a la cosmología de Einstein». No hay nada cerrado en ciencia, y debemos estar abiertos a investigaciones rigurosas, pero es difícil suponer que podamos explicar el tiempo cosmológico y cuántico desde la experiencia individual. Por ahora, lo que la física nos dice es que la estructura temporal del mundo es distinta de nuestra intuición, sin que por eso vayamos suponiendo que curvamos el tiempo cuando nos damos una carrera. El asunto es que son dos problemas distintos, el de la física y el de la estructura temporal, para nuestra experiencia, para ser en el mundo. ¿No existe el tiempo del filósofo? Sí, como el amor, el odio, Bach, Miguel Ángel, Borges, usted y yo. El ser humano es un ser con racionalidad, pero es único, cada uno es único, y por eso mismo irracional. Es legítima e ineludible la búsqueda de sentido, la consideración del vínculo entre nuestra mente y el mundo. Sin intuición no hay ciencia; sin sentimientos, la racionalidad es absurda. Se piensa la curvatura de la luz y del espacio con un cuerpo y una mente hecha de materia, además de una historia evolutiva, adaptativa; pero si hay ciencia (conocimiento «falsable», penúltimas verdades) es porque podemos pensar lo que no vemos, incluso lo que no podremos ver nunca, y esa facultad del pensamiento científico no debe reducirse a lo intuitivo. Se apoya en la intuición y, sin negarla, la trasciende. Es esa su grandeza y su extrañeza. Del lado de acá, de la experiencia en un ser que nace y muere y lo sabe, está también un vasto mundo de creación y búsqueda de sentido, aunque sea sostenido, como lo vio Albert Camus, sobre el absurdo. Creo que Jimena Canales debería dedicar un esfuerzo a mostrarnos cómo la creatividad no sólo es propia de la pintura o la poesía, sino también de la ciencia. Y no cerrar, como creo que hace, el libro en falso. Encore un effort!