Jorge F. Hernández
Un bosque flotante
Alfaguara
200 páginas
POR LAURA SOFÍA RIVERO

Un bosque flotante, la nueva novela del escritor mexicano Jorge F. Hernández, es una autobiografía, un libro sobre la infancia y un sutil ensayo sobre los resquicios que conforman nuestra idea de lo real. El autor recupera sus primeros años vividos en las cercanías del bosque de Mantua a pocas millas de Washington D.C., un universo aparentemente idílico, acompañado de su madre May, quien ha perdido la memoria a causa de una trombosis cerebral (o del piquete de un insecto, según aseguran algunos parientes guanajuatenses).

Capítulo a capítulo, el lector descubre un juego de desdoblamientos en donde los personajes emprenden la labor de reconstruir su pasado e historiarse a sí mismos: la madre que aspira a recuperar nombres y rostros impresos en fotografías, el autor afanado en escribir de memoria ese bosque de su infancia que fue escenario de los días más felices, pero también de un episodio traumático vivido junto a su mejor amigo Bill; una pesadilla tan siniestra, inquietante y difusa como lo es la imagen proyectada por la arboleda bajo la escasa luz de la noche.

Según asegura Hernández, la novela fue escrita originalmente en inglés, la lengua niña de sus recuerdos. En la edición final, conviven ambos idiomas entremezclándose en algunas referencias y también en los títulos dobles de doce capítulos porque, como bien lo señala el onceavo de ellos: “Two languages are two tongues. Dos idiomas son dos mundos”. Estos recursos no resultan extraños dentro de su obra, pues en El álgebra del misterio, colección de cuentos de corte fantástico publicada por el Fondo de Cultura Económica en el 2011, se nota también el influjo que tuvo la cultura norteamericana y la lengua inglesa dentro de su imaginario literario. Como ejemplos están “Eight-Seven-Three”, narración incipiente de una de las anécdotas que engarzan la primera parte de la nueva novela; y “True friendship”, un relato bilingüe que bien podría calificar como una de las mejores piezas de la prosa de Hernández.

En Un bosque flotante, la riqueza del contacto entre ambas lenguas adquiere características no exploradas en textos anteriores. El idioma se vuelve un puente de desencuentros, lagunas y malentendidos para esta familia mexicana que vive en Estados Unidos con una madre que trata de curar su amnesia en las peores circunstancias: rodeada de una lengua ajena que se le impone como un obstáculo para sentir el mundo como propio. La narración teje un fino hilo de meditaciones sobre la extranjería y la conformación de la identidad.

Este libro de Jorge F. Hernández se inscribe dentro de una sólida tradición de novelas mexicanas sobre la infancia como El solitario atlántico de Jorge López Páez o las Batallas en el desierto de José Emilio Pacheco. Se singulariza porque la mirada de quien narra es, por lo menos, doble: resucita los ojos frescos de un niño que aún sondea el mundo como el territorio nuevo que es para él, pero también dialoga el adulto que viaja mediante la evocación a esa década de los sesenta llena de contradicciones, vigor y desencanto. Es ésta la novela de los niños que persiguen el carro de los helados en el calor sofocante del mediodía, los jóvenes que se sumergen en el provocador rock & roll capaz de hacer estallar la radio, las guerras inclementes que dejan tras de sí estragos en el núcleo familiar y la desilusión de quienes descubren que el sueño americano es apenas un espejismo que oculta tras de sí la cara terrorífica de los monstruos de carne y hueso que acechan nuestro mundo.

La habilidad narrativa que Jorge F. Hernández despliega en su conversación cotidiana o en las presentaciones públicas rebosantes de su sentido del humor florece en una escritura amena que hace del lector un cómplice y un amigo. Ese tono afable, mezclado con la anécdota ingeniosa y la pericia para crear atmósferas y episodios de suspenso, logran lo que toda la narrativa de Hernández: hacer del libro un compañero, una prosa que se lee con fluidez y gozo, pues convierte la más sabrosa plática de sobremesa en una pieza pulida del arte de novelar.

Aunque Un bosque flotante se distingue de sus anteriores novelas por esa voluntad autobiográfica llevada a sus últimas consecuencias, no desdeña de las búsquedas literarias de Hernández que atraviesan toda su obra. En este libro persisten algunas de sus más grandes obsesiones: el valor de la amistad, las inexactitudes de la verdad, la importancia del lenguaje y cómo éste determina las formas en cómo construimos la realidad.

La amistad es un tema que Hernández ha inspeccionado no solamente en el relato corto, sino también en sus artículos periodísticos. Cabe mencionar el volumen Signos de admiración en el que escribe una serie de ensayos sobre los autores que más han marcado su vida y lectura, un acto valiente en tiempos en los que el medio literario se vuelca al denuesto de quienes ejercen el mismo oficio, como él afirma en el prólogo. Un bosque flotante, quizá más que cualquier otro texto de su trayectoria, se confecciona como un elogio de la amistad e ilumina el acontecimiento atroz que detonó su interés por cultivar la camaradería como un asunto central de su escritura.

En una época en la que el yo parece abarrotar no sólo los estantes de literatura contemporánea sino nuestra propia vida empecinada en verse a sí misma en el espejo virtual, parece ineludible hacernos una pregunta: ¿para qué escribir una autobiografía? Jorge F. Hernández responde con esta novela que se sustenta bajo la premisa de la falibilidad de la memoria. Escribe no para afirmarse, sino para sumergirse en los puntos ciegos. La narración de Un bosque flotante se sucede entre hechos sobrenaturales, coincidencias inútiles y acontecimientos azarosos que demuestran lo mucho que la realidad puede superar a la ficción. Más aún: en el proyecto de reconstruir su pasado, el autor nos muestra lo quebradiza que puede ser nuestra idea de la verdad. Esta es una autobiografía que no mira la propia vida en la faz límpida del agua, es el ejercicio de quien escribe como para rearmar un espejo roto, uniéndolo pieza por pieza, para alcanzar a verse a sí mismo: un rostro que sólo puede existir marcado por las líneas y huecos de lo que se quebró alguna vez.

Tras la afección de May, la familia ideó un sinfín de estrategias para traerle su memoria de vuelta. La pequeña hija colocó papelillos por toda la casa indicando las palabras en español que designaban a los objetos en el feliz intento de hispanizar ese pequeño universo mexicano que se resistía a los embates del american way of life. La madre adoptó algunas nemotecnias y metáforas. Curiosamente en este juego de asociaciones entre vocablos solía equiparar la palabra bosque con memoria. Aunque se haya modificado por asuntos editoriales, el título original de la novela dictaba Bosque es memoria. Y en la sencillez de esa frase subyace la inteligencia con la que Jorge F. Hernández se reelabora en cada nuevo libro: amistad es resistencia, novelar es imaginar, escribir es abrir los ojos hacia el pasado, dar flujo a la voz que es memoria.