César Antonio Molina
Todo se arregla caminando
Ed. Destino, Barcelona, 2016
477 páginas, 22.5€ (e-book 13€)
Desde Vivir sin ser visto (2000), César Antonio Molina viene entregándonos a los lectores una serie de libros que, agrupados bajo el rótulo «Memorias de ficción», conforman un ciclo tan personal como escaso en nuestras letras en el que la experiencia del viaje –sea ésta fruto de la visita a un lugar, de los paseos y caminatas o de la exploración de una ciudad– se vierte y articula a partir de un entramado de reflexiones filosóficas, apuntes diarísticos, exégesis literaria, narración y crónica, poesía o memorias involuntarias e inadvertidas, porque el viaje puede conducirnos a «laberintos del yo en los que perderse significa preguntarse dónde y por qué empezó». Al mencionado tomo inaugural le siguieron Regresar a donde no estuvimos (2003), Esperando a los años que no vuelven (2007), Lugares donde se calma el dolor (2009) y Donde la eternidad envejece (2012). Ahora nos llega Todo se arregla caminando, que arranca con las reflexiones que surgen del movimiento, con la particularidad de que el caminante aún no se ha alejado, todavía no ha partido. Se encuentra en su escenario cotidiano y recorre la calle Monte Esquinza, como cada día. Nada más adecuado para medir el paso del tiempo que la permanencia o anclaje en un mismo lugar, cuyas mutaciones o transformaciones propician una meditación «que sólo allí consigo llevar a cabo», porque caminar por la calle Monte Esquinza equivale a atravesar «mi propio desierto interior». Y también porque si esa calle se reconoce como «el escenario de mi espíritu», brotan allí como en ninguna otra parte los recuerdos, convencido como lo está César Antonio Molina de que «quienes somos está ligado a donde estamos».
Recuerdos y fugas o «huidas pensantes», sensaciones y sentimientos, retornos para «comprobar que ya no voy siendo el que fui», merodeos, observaciones meticulosas o impresiones instantáneas, sirven a la vez para puntear una sugestiva poética del viaje que a veces se traslada al lector con la firmeza de una creencia inamovible porque surge de la praxis, casi de una certeza aforística, y en otras ocasiones se expresa más bien en el tono de la confidencia y el coloquio: «Caminar es un proceso continuo de autorenovación»; «Fecunda lentitud del caminar sin buscar nada y encontrándolo todo»; «Todo el mundo se sana donde no permanece»; «estos temporales producen paciencia, y la paciencia, prueba, y la prueba, esperanza». No es de extrañar, por consiguiente, que en un libro tan personal el lector encuentre breves autorretratos del viajero, esbozos y rasguños que dibujan el fondo íntimo del caminante, que se nos revela con un punto de melancolía, como no podía ser menos en quien se declara un coleccionista. Guarda él en su casa de Olmeda de las Fuentes las máquinas de escribir y varios de los primeros ordenadores que utilizó, así como las viejas plumas estilográficas, incluida «aquella Parker con la cual escribí gran parte de mis exámenes del bachillerato y de la Universidad». No es este un detalle menor que sirva sólo a la nostalgia ni tampoco al pintoresquismo, sino que ilustra la mentalidad asociativa y analógica que continuamente expande la narración de Todo se arregla caminando: «Antes de devolverla a su estuche, contemplo la Parker, tan leve, tan poco pesada, y se me viene a la cabeza la lanza que Aquiles le arrojó al infortunado Télefos. Camino de Troya, los griegos…». Quizás por eso también conserva los zapatos y las ropas con las que viajó por el mundo: «Tengo perfecta memoria de cada objeto. A veces simplemente los toco, y otras más vuelvo a ponérmelos y emprendo el camino bajo los encinares pensando que me deslizo por Buenos Aires o por las arenas de Petra. En ellos he depositado mi memoria».
Además de sus pertrechos personales, el viajero también va equipado con sus libros, y es la compañía de quienes antes vivieron o anduvieron por los lugares que él recorre lo que le ayuda a interpretar lo que ve, y también a interpretarse. Aldana, Holan, Baudelaire, Mandelstam, Bernhardt o Milosz son algunas de las voces que lo acompañan. Además, estas otras voces que se insertan en la narración sirven muy bien a la técnica de mosaico que caracteriza este libro, porque potencian así la naturaleza fragmentaria del mismo y su carácter intergenérico. César Antonio Molina busca el misterio en lo ajeno y en lo propio, sin ponerle puertas al campo, sin fronteras ni exclusiones, remontándose desde el presente a la Antigüedad para verificar que las preocupaciones del hombre han sido siempre las mismas y que en cualquier caso sólo cambian la manera de expresarlas. Así, lo vemos ir de un lugar a otro recorriendo grandes ciudades monumentales como Roma, o bien otras más pequeñas que igualmente han dejado su impronta, como Ronda –en compañía de Rilke–, Cáceres –donde curiosamente recuerda a Larra–, Oporto, el Reims de la Primera Guerra Mundial con la memoria de Edith Wharton, Montreaux –inseparable de la figura de Nabokov–, Ginebra y la huella de los románticos, Varsovia, Cracovia –Milosz, Szymborska, Tadeus Kántor–, o bien Washington, desde donde se desplaza a la Universidad de Maryland para recordar a Juan Ramón Jiménez y sus años en Riverdale. Este tipo de visitas abren las páginas de Todo se arregla caminando a las siluetas o efigies de los escritores cuyos pasos persigue el viajero, que además de los citados incluyen, entre otros, a Robert Walser y Albert Cohen, y también a una figura tan singular e irrepetible como Grisélidis, una prostituta enterrada en Ginebra, a pocos metros de Borges y Musil, e incluso de Calvino, y cuya historia vale la pena conocer. César Antonio Molina recorre también otros enclaves más modestos, como Berlanga de Duero u otros donde encuentra también símbolos ancestrales –los petroglifos orensanos o el dolmen de Dombate–. Tampoco oculta el viajero su curiosidad y su inclinación por las casas de los escritores, las bibliotecas y librerías, las estaciones de tren, los parques y jardines, o los cementerios, donde también revive esas otras vidas. Lo hace con la memoria repleta de poemas y de crónicas y ensayos, y también con la mirada poblada de imágenes que proceden de la pantalla cinematográfica –hay en estas páginas lúcidas reflexiones sobre el cine, e incluso extensas disertaciones sobre algunas películas, destacando la trilogía de Kielowsky– o de la pintura, muy a menudo con el alma y el corazón abiertos, dejando fluir anhelos, temores, sentimientos, recuerdos o meditaciones que ahílan las páginas de este hermoso libro, tan repleto de tiempo y de vida como de literatura, y en el que la visión de lo descubierto en ese mundo exterior se funde con el latido íntimo. Vida y literatura se entrelazan aquí repetidamente, acaso porque César Antonio Molina cree que «la verdadera vida es la literatura y su función está en crear, partiendo de la materia prima de la existencia real, un mundo nuevo más maravilloso, más duradero, y más verdadero que el que ven los ojos de lo habitual».