Emilia Pardo Bazán
La sirena negra
Nocturna ediciones
200 páginas
POR MARÍA FOLGUERA

«Nuestra generación está enferma de veras, desequilibrada y devorada […] Siento a mi alrededor el torbellino de tantas ansias, negaciones y soberbias. Del Mal, en resumen. ¡Si saliese de todo esto un movimiento franciscano! Los grandes misticismos son hijos de los grandes desencantos y dolores. De esta idea ha nacido en mí el plan de ese ciclo de los monstruos, en que trabajaré algún tiempo». Así presentaba Emilia Pardo-Bazán su novela breve La sirena negra a Luis López Ballesteros, director del periódico El Imparcial. Y así fue: este libro, junto a La Quimera y Dulce sueño, entre 1903 y 1911, formó parte de un último ciclo novelístico de la autora, en el que mitología y vida cotidiana se encontraron para constituir una exploración modernista de la crisis entre tiempos y siglos. Nocturna Ediciones recupera el texto en un valioso trabajo de reedición, con notas al pie que incluyen aclaraciones sobre palabras y expresiones en desuso. 

La melancolía ante el progreso, la atracción hacia las nuevas posibilidades de organización pública y privada, el «malestar en la cultura» que identificó Freud en esos años de carrera de civilizaciones que culminarían en el estallido de la I Guerra Mundial, interesaron plenamente a una escritora que siempre fue curiosa, sin miedo a la contradicción, decidida a explorar los géneros y estilos que mejor correspondieran al ritmo del presente histórico y social. La sirena negra es, desde su título, una mirada a la fascinación por la muerte y la destrucción, en su forma arquetípica -identificada con una forma femenina, porque como dice el propio protagonista, «lo sobrenatural sentimental, para el varón, es siempre femenino»- pero también en el diagnóstico científico ante la depresión o esplín. La novela logra condensar el imaginario que ha evocado la Muerte a través de distintos recursos hilvanados por la voz del narrador, sin perder nunca el pie narrativo ni la verosimilitud del relato. La Danza de la Muerte medieval aparece en forma de pesadilla del protagonista, las disertaciones filosóficas al estilo platónico sobre lo deseable de la muerte surgen entre el protagonista y un joven discípulo -que será clave para el desarrollo de la trama-… Y las formas de la novela decimonónica nos llevan de la ciudad a la naturaleza, siendo el primero un lugar de crisis y tensión y el segundo un espacio para la redención amarga, donde inicialmente se alivian esos malestares de la cultura hasta que el aislamiento precipita la ansiedad en la convivencia de los protagonistas.

La voz del protagonista, Gaspar de Montenegro, es la de un «narrador poco fiable», paradójico. Comparte algunos rasgos con otro importante personaje del universo pardobazaniano, Gabriel Pardo -que aparece en La madre naturaleza o Insolación-: el descreimiento, la honestidad con uno mismo en la insatisfacción que le producen las teorías o sistemas con que los humanos intentan poner orden al mundo; y en esta inteligencia nerviosa que cuestiona lo que conoce adivinamos una identificación de la autora con sus personajes -no en vano eligió su propio apellido para nombrar a Gabriel Pardo. Sin embargo, a diferencia de este último, Gaspar de Montenegro no se esfuerza en hacer lo correcto o en buscar un último resquicio de dignidad, sino que se mueve impulsivamente en la relación amorosa que ha establecido con la Muerte. Se presenta a sí mismo como cínico, en un brillante juego de narración en primera persona que nos hace dudar desde el principio. Es como el famoso enigma: alguien nos asegura que miente, ¿cómo creerle? El gran acierto de Emilia Pardo-Bazán es la creación de unos personajes secundarios que a pesar de ser relatados desde el punto de vista del protagonista, juzgados por su mirada hastiada, se perfilan ante el lector mucho más allá de la caricatura que quiere imprimirles Gaspar de Montenegro. Especialmente interesantes son los personajes femeninos: Camila, la hermana consagrada a los protocolos de la vida social; Annie, la institutriz inglesa, o Trini, la frustrada novia del protagonista. Todas ellas revelan deseos propios, hipocresías estratégicas, contradicciones; las vemos cambiar de idea ante los ojos de Gaspar. Mientras, Gaspar las interpreta como estereotipos culturales femeninos -Camila como comadre murmuradora, Rita como pecadora arrepentida, Trini como inocente, Annie como vampiresa arribista-, al igual que hace con la Muerte -«La Seca», «La Segadora»-, de forma explícita y consciente. Pero la narración, aun tomándose muy en serio la fuerza simbólica del estereotipo y del arquetipo, aplica una mirada atenta que encuentra matices entre colores aparentemente radicales.

La novela comienza con un vagabundeo por el centro de Madrid; las primeras palabras son «En la esquina de la Red de San Luis y el Caballero de Gracia me separé del grupo que venía conmigo desde el teatro de Apolo». Esta precisión en los detalles no es casual: se ubica exactamente en un barrio con fama de bullicioso y lumpen que fue demolido para crear la Gran Vía, proyecto urbanístico que tardó décadas en debatirse y lograrse -con estreno de célebre zarzuela homónima por medio-. Es decir, Emilia Pardo-Bazán hace surgir, ante nuestros ojos, al protagonista desde la encrucijada social y política más conflictiva de la ciudad, en la tiniebla de la madrugada. La autora hila fino en las contradicciones del protagonista, en esa nocturnidad «acanallada» que practica el insomne Gaspar pero que culmina con la gustosa zambullida en el colchón de plumas después de un lavado con agua caliente. Emilia Pardo-Bazán jamás renunció a la perspectiva de clase en su análisis y exploración imaginativa de la realidad. 

Como apuntábamos antes, el cronotopo habitual en la novela decimonónica nos lleva de la ciudad a la naturaleza, en un contraste que favorece la revelación final del protagonista. Ese Portodor es identificable con Sanxenxo, lugar donde Emilia Pardo-Bazán veraneó a menudo, y que disfraza con topónimo al igual que La Coruña se denominó Marineda a lo largo de su obra. En esta segunda parte la autora vuelve a dominar la hondura en la convivencia de distintos planos: el melodramático triángulo amoroso, el juego cínico del protagonista -una suerte de Valmont macabro, con el que también comparte el guiño etimológico en su nombre- y las altas cotas poéticas de momentos como el del paseo nocturno en barca, donde la muerte toma forma mitológica tangible pero también la naturaleza revela su capacidad de asombrar y transformar al más cínico. 

Si comparamos la precisión de la primera frase de la novela con el tono de la última, descubriremos la transición de lo mundano a lo sagrado. Emilia Pardo-Bazán tuvo un fuerte sentido religioso durante toda su vida, lo cual no le impidió emprender un proyecto personal de modernidad e intelectualismo crítico. Ese sentido religioso aguarda agazapado durante toda la novela; Gaspar permanece ajeno a Dios y solo atento a la Muerte como única autoridad, confundido -como veremos al final- por una mirada que le llega desde lo hondo, como en el Cántico espiritual de Juan de la Cruz, y que él atribuye a la Segadora. Hasta que Dios y su sentido se hacen presentes en una última escena catártica. Lo interesante es que para llegar a ese punto, la autora ha configurado un universo rico en significados. El protagonista, que nos intenta convencer desde el principio de su capacidad de cálculo y control, se ha visto atravesado por su propia trampa. A diferencia de aquel canto de la Odisea, en La sirena negra el antihéroe se equivocó de estrategia. Y su historia se revela como una parábola sobre aquellas generaciones que celebraron la posibilidad de la destrucción, a las puertas de 1914, y se encontraron con una «víctima colateral» entre los brazos.