Carlos Edmundo de Ory
Cuentos sin hadas
Edición de José Manuel García Gil
Cátedra, Madrid, 2017
368 páginas, 13.10 € (ebook 10.99 €)

 

POR JUAN ÁNGEL JURISTO

Cualquier excusa es buena para volver a leer la obra de Carlos Edmundo de Ory, y más desde estas páginas de Cuadernos Hispanoamericanos, una revista que publicó algunos de sus cuentos, contó con su colaboración y tuvo a Félix Grande, siendo director de la revista, como uno de los grandes defensores de la obra poética y cuentística de Ory, y ello hasta el punto de poseer algunos inéditos del escritor gaditano, inéditos desperdigados y muchos de ellos sin paradero conocido, porque Ory entregaba el material para que lo publicaran los amigos que hacían de intermediarios y parte de ese material sencillamente se ha perdido: sucedió con algunos relatos que Antonio Beneyto no pudo publicar en El alfabeto griego o las numerosas frustraciones de publicaciones a que Ory se presentó con unos originales que, si no pueden ser considerados una work in progress, sí eran sujeto de continua revisión, tal Cuentos de la dicha y el miedo, que Juan Jesús Armas Marcelo quiso publicar sin éxito. La excusa es más que pertinente. Se trata de la edición de Cuentos sin hadas, que recoge la mayor parte de la obra cuentística de Ory, y que ha llevado a cargo con entusiasmo y dignidad José Manuel García Gil, autor de la esclarecedora introducción, muy didáctica, que sirve para dar a conocer al público profano con justeza y visión de conjunto la obra narrativa de uno de los grandes desconocidos de nuestra literatura más reciente, si descontamos su novela Méphiboseth, que no está a la altura de sus relatos, no digamos de sus poemas.

Carlos Edmundo de Ory, nacido en Cádiz en 1923 y fallecido en Thézy-Glimont, cerca de Amiens, en 2010, gustaba de sentirse partícipe del epíteto de raro, categoría que comparte con muchos escritores, pero para ceñirnos al cuento, que es género al que nos referimos, estaría satisfecho con hacerse codo con figuras como Macedonio Fernández o Felisberto Hernández, por remitirnos a ejemplos cercanos en nuestra lengua, o el especial caso novelístico de Miguel Espinosa y su curiosa e inquietante Escuela de mandarines. Sucede, sin embargo, que, quizá a su pesar, Ory ha pasado por ser escritor de culto, es decir, escritor festejado por unos cuantos happy few, que celebran que Ory no participe de la normalización del canon generacional a que pertenece, es decir, la generación del 50, con cuyos miembros hizo amistad en el Madrid de la posguerra y, con los que, salvando las diferencias adecuadas, guarda enormes concordancias, tantas que sería error por parte de algunos separarlo del destino de aquella generación, pródiga en cuentistas, todo hay que decirlo. Pero con los autores de culto se da una circunstancia terrible: se los adora por sus cualidades extraordinarias y fuera de su momento, pero, cuando por circunstancias diversas, ese autor pasa a ser célebre, después de un tiempo su nombre comienza de nuevo a desdibujarse en su antigua abstracción de leyenda. Le pasó a Albert Cohen, autor de una magnífica novela, Bella del Señor, que apareció en 1968 en Francia y se convirtió en un éxito de ventas tal que pasó a ser objeto de análisis sociológico-cultural por parte de nuestros vecinos, y ello hasta el punto de ser editado en la colección de La Pléiade en 1986, lo que allí equivale a tocar la sacralidad artística bajo forma de papel, vale decir, entrar en la categoría de los clásicos. Cohen, autor de tres novelas de categoría inferior a Bella del Señor, Solal, Mangeclous y Les Valeureux, escribió también bellos libros de memorias, amén de un precioso librito autobiográfico, El libro de mi madre, de difícil olvido. A pesar de aquellas dos décadas de éxito, Cohen ha vuelto a su situación anterior de autor de culto: ni la Pléaide ha logrado que el escritor sea incorporado al canon literario de la literatura francesa del siglo. No es un raro, nunca lo fue, pero tampoco un autor perteneciente a la normalización del canon, nunca su obra fue incorporada a ese grupo que necesariamente se debe estudiar. El autor de culto posee sus estrictas reglas no escritas, pero que constan: el exquisito poeta Louis Zukofsky, padre del objetivismo norteamericano, ha corrido la misma suerte. Se lo considera un poeta difícil, intelectual, seco, oscuro, experimental, por lo que se le tiene en la importancia que merece, pero sólo es leído por los happy few, que no conviene confundir con la inmensa minoría de Juan Ramón. Exactamente esto le sucede a Ory, a sus cuentos, en concreto, ya que su poesía es más reconocida en el canon. Es la extraña e inquietante situación del escritor de culto: su lugar es el purgatorio, de donde accede de vez en cuando al paraíso para, luego, regresar de nuevo al limbo.

Carlos Edmundo de Ory gustaba de ser calificado de inclasificable. Los críticos, que viven de la clasificación, pronto vieron en él un extraño autor que recordaba a Kafka, a Hoffmann, como lo describió en cierto momento su amigo Rafael de Cózar, al mundo de Edvar Munch y Egon Schiele, perteneciente a los paisajes realizados por los pintores de Der Blaue Reiter; otros creían que su filiación era la de un surrealista español y así se lo quiso presentar a Pierre Jean Jouve, que sólo le leyó en una mala traducción francesa, y de ese modo, que recordaba el que realizó Franz Hellens con André Breton presentándolo a Henri Michaux con éxito, se frustró una vez más esta supuesta y un poco artificial filiación. Ory volvió al mundo de los raros, para secreta satisfacción suya, aunque los amigos alimentaban su querencia de autor de culto. Ory quería ser como su amigo Eduardo Chicharro, algo insólito en un panorama insólito. No lo ha conseguido del todo. Chicharro nació, vivió y murió en postista. ¿Y quién ahora se acuerda de ello?

José Manuel García Gil ha realizado una labor encomiable rastreando cuentos y permitiendo que, por fin, el lector español tenga fácil acceso a los relatos de Carlos Edmundo de Ory. Los tiempos son propicios, hay editoriales españolas que sólo publican cuentos, mirabile visu, y no es casual que la edición de Cuentos sin hadas se haya adelantado apenas unas semanas a la de los Cuentos completos, de Medardo Fraile, compañero generacional de Ory y uno de los fundadores del canon del cuento de los cincuenta, representante de uno de los periodos más fecundos de la historia de la literatura española del siglo xx en lo que al género se refiere, en claro contraste con grandes periodos en que el relato era despreciado, como en la posguerra. Cuando se refiere a este periodo, García Gil, en la introducción, nos recuerda por comentarios cierta actitud errónea respecto a algunos prejuicios con que se estudia la literatura en español. Dice, refiriéndose a la mala salud del cuento español: «Frente al auge y también consideración que el cuento tiene y ha tenido en las tradiciones literarias periféricas como Hispanoamérica o las literaturas en lengua catalana, gallega o vasca». Que se tome como literatura periférica a la catalana, gallega o vasca puede ser síntoma de un aún no digerido síndrome imperial, pero referirse así a Hispanoamérica toma visos de disparate descomunal, pues no debemos olvidar que en un muy alto porcentaje el español «es» ellos.

El aspecto generacional y la profusión de revistas, donde estaba Cuadernos Hispanoamericanos, que propiciaron el auge del cuento en los cincuenta está muy marcado en el trabajo de García Gil y convenientemente resaltado en su importancia, así como los orígenes de Ory en la actitud postista y la amistad con Chicharro. Son los aspectos fundamentales para entender gran parte del contexto en que se forjaron sus cuentos, no ellos mismos, como tampoco se explican los de Ferlosio, Carmen Martín Gaite, Ignacio Aldecoa, Juan Benet, Castillo Puche, Miguel Delibes, Ana María Matute, Medardo Fraile, Josefina Rodríguez, García Pavón, Alfonso Sastre… Pero el contexto ayuda a conocer un atmósfera propicia, que es lo que forjó que publicaciones como Revista de Occidente, Ínsula, La Estafeta Literaria, La Hora, Vértice, Escorial, dirigida por Dionisio Ridruejo, Cuadernos Hispanoamericanos, fundada en 1948, Ateneo, Clavileño, Revista Española, creada por Rodríguez Moñino, amén de diarios como Ya, ABC o Arriba en su suplemento , que publicaban cuentos en sus páginas; aún recuerdo los publicados en los sesenta en ABC los sábados, costumbre que más tarde retomó Informaciones en su segunda etapa.

Pero lo que resulta esclarecedor en el prólogo de García Gil es el capítulo que dedica a las probables influencias de Ory o las correspondencias de la obra de éste con autores españoles o extranjeros de ascendencia antigua. García Gil se muestra aquí muy sutil describiendo estas propuestas, pues así resalta la originalidad de la obra de Ory. Resulta previsible su adscripción a Kafka por la razón de que el escritor checo estaba de moda en los cincuenta y era lo más recurrente a la hora de marcar afinidades; a Hoffmann, debido a su amigo Rafael de Cózar y quizá por frecuentar Ory el relato fantástico en unos tiempos de clara filiación social-realista; a la atmósfera presente en los filmes de Murnau, Robert Wiene o Fritz Lang; a la plasticidad de Poe, de Maupassant; a la línea temblorosa de los cuadros de Schiele o Kokoschka; en fin, a cierta remota línea que lo uniría al surrealismo a través de la actitud postista, con leve perfume dadaísta… Pero sucede que lo que estas adscripciones demuestran es la pervivencia en España de la actitud expresionista, que recorre el siglo, desde Valle-Inclán a Cela pasando por Ramón, y a la que Ory no estaría ajeno, como no lo estaban la mayoría de los escritores españoles de la generación del 50, fueran o no conscientes de ello. A pesar de estas correspondencias, y en ello coincido con García Gil, que se limita a consignarlo, como es su deber como estudioso, siempre creí que hay en los cuentos de Ory una pervivencia de nuestro Barroco más onírico y tumultuoso y que tiene su reflejo en los relatos de Gustavo Adolfo Bécquer, pasados ya por el aire tormentoso del Romanticismo de Radcliffe y de Hoffmann, sí, con permiso de Cózar, que fue el primero en consignarlo. Porque Ory siempre se sintió un romántico sin tiempo de ello, como le sucedía a Hörderlin con los griegos, un Chatterton callejeando por las sucias calles de Chueca en busca de bares en los que charlar con sus amigos en un Madrid opresivo, gris, oblicuo, vale decir, de plasticidad expresionista.

Y los amigos, los amigos que le ayudaron, que fueron muchos, sin cuyo concurso este libro no hubiera sido posible. Desde luego Félix Grande, que hizo lo que pudo para dar a conocer al escritor gaditano, pero también Rafael de Cózar, Antonio Beneyto, Armas Marcelo, Caballero Bonald, Juan Eduardo Zúñiga, que le publicaron sus relatos o hicieron lo que tenían en sus manos para ello. Luego, ha sido la labor casi detectivesca de García Gil lo que ha permitido reunir estos cuentos, desperdigados en una suerte de limbo editorial, hasta formar un importante corpus, precioso para entender la especial obra narrativa de este poeta y curioso personaje. Es este rastreo lo más importante del libro porque, a pesar de todo lo que hemos dicho sobre Ory, lo único importante es leer su obra, por lo que hay que felicitarse por esta iniciativa. Sólo faltara que Ory, gracias a ello, se normalizara y pasara al paraíso de los justos…

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