Henry Kamen
Carlos emperador. Vida del rey César
La Esfera de los Libros, Madrid, 2017
465 páginas, 25.90 $ (ebook 9.99 €)
POR ISABEL DE ARMAS

 

El 25 de octubre de 1555, en el gran salón del Palacio Real de Bruselas, Carlos, el emperador, el rey César, el monarca universal, el general supremo y el viajero siempre ausente, en el solemne acto de su abdicación, hizo un breve y conmovedor resumen de su vida y sus luchas. «Nueve veces fui a Alemania la Alta, seis años he pasado en España, siete en Italia, diez veces he venido aquí a Flandes, cuatro en tiempo de paz y de guerra he entrado en Francia, dos en Inglaterra, otras dos fui contra África… sin otros caminos de menos cuenta. Y para esto he navegado ocho veces el mar Mediterráneo y tres el océano de España, y agora será la cuarta que volveré a pasarlo para sepultarme». En este libro que comentamos, Henry Kamen, autor de estudios fundamentales sobre la historia de Europa de la época moderna, y que ha sido profesor en distintas universidades de España, Gran Bretaña y Estados Unidos, trata de la vida y luchas de un joven de diecisiete años que, en 1517, llegó a un país del que acababa de convertirse en rey, pero cuya gente no conocía y cuyo idioma no hablaba. España resultó todo un reto para el joven Carlos de Habsburgo. Siendo también emperador de Alemania, pronto tuvo que enfrentarse allí a nuevos desafíos, debido a la rebelión religiosa. Para colmo, le urgió la necesidad de proveerse de fondos para combatir a las invasiones musulmanas por tierra y mar. Gracias a las grandes riquezas de oro y plata, traídas del Nuevo Mundo, pudo afrontar gran parte de sus campañas. El veterano hispanista inglés, basado en sólidas investigaciones, nos ofrece un retrato riguroso y ameno de la vida pública y privada del emperador y de una época esencial de la historia de España y de Europa.

En su trabajo, Kamen trata de mostrar y demostrar que Carlos I de España y V de Alemania fue el más grande monarca de la historia de Europa. Nació entre privilegios y alcanzó el poder a través de la colaboración de las élites de todos los rangos, naciones y credos. Este historiador destaca que no tenía delirios de grandeza, ni una gran estrategia para la dominación, que no construyó deslumbrantes palacios, ni se dejó tentar por vicios mundanos y no acumuló riquezas. Finalmente, acabó sus días despojado voluntariamente de los avíos del poder, y todavía consciente de sus responsabilidades. En sus ceremonias funerarias, el sermón predicado por Francisco de Borja, en su día duque de Gandía y entonces ya miembro de la Compañía de Jesús, se centró en las palabras del salmo: Ecce elongavi fugiens, et mansi in solitudine («alejeme huyendo y permanecí en la soledad»).

Sin embargo, ¿cómo lo juzgó su entorno más próximo o al que más afectaban sus actuaciones? «Inevitablemente —apunta este historiador—, la reputación del emperador variaba dependiendo de cada nación sobre la que gobernaba, pero estaban en una era de conflictos y siempre hubo razones para criticar sus acciones». Por parte de los historiadores españoles, que alabaron su carácter y hazañas, su principal queja era siempre la misma, que Carlos había descuidado Castilla, gastado todo su dinero y desperdiciado su esencia en guerras. Criticaban detalladamente numerosos aspectos de la política financiera del rey, y algunas de las guerras, a las que calificaban de no tan necesarias. Kamen afirma que los Países Bajos parece que tuvieron más motivos para honrar su memoria, y a pesar del severo trato empleado en sofocar la rebelión en su nativa Gante y la creciente persecución de herejes, continuaron sintiéndose orgullosos del emperador. Igualmente ocurrió en Alemania, donde los disturbios políticos de la Reforma dispusieron a la mitad de los alemanes contra él; «pero a pesar de todo —escribe— siguió siendo respetado como un héroe nacional». Por todo esto le sorprende que, «curiosamente», fuera Castilla la que más rechazó su memoria. En 1519, en vísperas de la revuelta de los comuneros, las protestas contra la nueva dinastía y sus consejeros extranjeros ya empezaron a extenderse. Las quejas continuaron esporádicamente durante los siguientes siglos. José Cadalso, Campomanes, los diputados liberales de las Cortes de 1810 en Cádiz, entre los que destaca el diputado Agustín Argüelles, sostenían que los Habsburgo impusieron el absolutismo extranjero en España, abolieron las Cortes, destruyeron la tradicional democracia española, restringieron las libertades de los nobles y dejaron al pueblo sin libertad. El historiador Modesto Lafuente estableció la versión liberal en su forma definitiva. «El reinado de Carlos V —llegó a decir con firmeza— nos admira, pero no nos entusiasma». Políticamente, veía el régimen Habsburgo como una tiranía, debido a que destruyó las instituciones representativas que Castilla había heredado desde la Edad Media.

«La desfavorable imagen de Carlos V —se sorprende de nuevo el autor— constituyó un curioso fenómeno generalizado, dado que era un emperador que amó España, dedicó una enorme atención a sus asuntos y, finalmente, decidió pasar sus últimos años en ella». Considera también que, gracias en parte a él, España se encumbró hasta convertirse en una potencia mundial en 1547. Observa con asombro que, mientras la conflictiva Alemania lo valoró como un héroe nacional, en España, por el contrario, nunca fue apreciado como tal, y que, sólo a partir del siglo xx, nuestros historiadores han comenzado a «prestar la debida atención a sus logros».

De la vida personal de Carlos, el autor destaca sus años de soltería y sus numerosos hijos naturales. Nos habla, concretamente, de Isabel, hija de la relación de Carlos con la reina Germana de Foix; de Margarita, fruto de un romance con Johanna van der Gheynst; de las dos hijas que tuvo en Bruselas en 1522: Juana, que la tuvo con una dama cortesana de la casa del conde de Nassau, y Tadea, resultado de una aventura con la esposa de un diplomático italiano, Ursulina della Penna. Finalmente, nos cuenta del sin duda alguna vástago más célebre del emperador, don Juan de Austria, nacido en Ratisbona, fruto de su relación con la joven de diecinueve años Bárbara Blomberg. También Kamen relata con detalle el feliz matrimonio de Carlos con la valiosa Isabel de Portugal, que fue el gran amor de su vida y su gran apoyo en las responsables y complejas tareas de gobierno. La emperatriz falleció en 1539, como consecuencia de uno de sus continuos embarazos. El emperador quedó destrozado, hasta el punto de que su amor por Isabel seguiría presente hasta el final de sus días.

De la forma de vida de Carlos, Henry Kamen resalta su condición de guerrero y sus numerosas campañas, a pesar de que él siempre deseó la paz. «Salvo algunas excepciones —escribe—, las guerras agresivas no constituyeron la base de su poder, y siempre que fue posible trató de evitarlas». En 1548, informó a su hijo: «De las cosas que más encomiendo es la paz, sin la cual no puede ser bien servido, demás de los otros infinitos inconvenientes que trae la guerra». En el momento de su abdicación en 1555, llegó incluso a proclamar que «he procurado la paz durante toda mi vida y sacrificado todo por ella». Sus guerras casi siempre fueron, ante todo, defensivas.

Otra de las características de su poderoso reinado fue su condición viajera; gran parte de su reinado lo pasó viajando. En cada uno de los viajes se llevaba consigo una buena parte de su cuerpo de casa, incluyendo todos sus asistentes en labores domésticas, tales como comida, salud y ocio; todo el equipo administrativo y secretarios para las distintas naciones; la mayoría de sus ministros de Estado; sus ayudantes personales; un puñado de nobles, clérigos y embajadores, además de los familiares y sirvientes de cada uno de los anteriormente mencionados. Normalmente, había también un nutrido grupo de personas dedicadas a servir y transportar objetos pesados («incluyendo arcas llenas de dinero en metálico», puntualiza el autor). Un viaje normal suponía, por tanto, el desplazamiento de alrededor de tres mil personas. En ocasiones, el emperador también viajó acompañado de un ejército, y en esas ocasiones las cifras podían exceder las diez mil personas.

Del Ejército imperial, el autor destaca que estaba formado por hombres de muchas naciones bajo las órdenes del emperador y sus comandantes, entre ellos el duque de Alba. Había unos ocho mil españoles, la mayor parte veteranos de los tercios de Italia; alrededor de dieciséis mil lansquenetes; diez mil italianos comandados por Octavio Farnesio, esposo de la hija de Carlos, Margarita de Parma; y diez mil hombres de los Países Bajos al mando de Maximiliano de Egmont. Estos cuarenta y cuatro mil soldados de infantería estaban respaldados por otros siete mil efectivos de caballería. Tal ejército actuó en batallas tan famosas como la de Mühlberg, de la cual Kamen nos ofrece unas duras páginas de desmitificación total. «La acción de Mühlberg —resume textualmente— ha sido siempre narrada como una batalla, cuando en realidad nunca tuvo ese carácter y, por su naturaleza, se parece más a una desbandada. Las fuerzas sajonas no tuvieron oportunidad de defenderse adecuadamente contra el súbito ataque desde un lugar inesperado». Otras campañas y sonadas batallas, a las que dedica incisivos comentarios, son la expedición de Túnez y, sobre todo, el ataque sobre Argelia. «Fue la primera derrota sonada del emperador —constata—, un verdadero desastre en todos los sentidos, una profunda humillación y su última expedición contra las fuerzas del islam».

Uno de los temas punteros de este reinado imperial es el de los dineros. «La última de las principales fuentes de ingresos era América», nos recuerda Henry Kamen. El Nuevo Mundo americano comenzó a suministrar durante el reinado del emperador un torrente de lingotes de oro y plata a Europa. Hasta prácticamente 1530, el único metal precioso que llegaba a España era el oro, extraído principalmente de las islas del Caribe. A partir de entonces la tendencia cambió a la plata, tras la explotación de las ricas minas de ese metal en Bolivia (Potosí, 1545) y México (Zacatecas y Guanajato, 1548). Entre 1503 y 1600, 153.500 kilogramos de oro y 7,4 millones de kilogramos de plata arribaron a España procedentes de América, una enorme aportación a las reservas de efectivo de Europa. Buena parte de ellos era sacada de España de forma ilegal a través de circuitos comerciales, ocultos entre otros artículos de intercambio. La actividad económica de aquellos años y el alza de los precios tuvieron en nuestro país dos consecuencias inevitables: crearon más riquezas para algunos, pero también más pobreza para muchos otros.

En cuanto a las cuestiones relativas al mundo americano, Henry Kamen resalta que aquel grupo de hombres, que asumieron orgullosos la calificación de «conquistadores», a menudo no eran ni siquiera soldados, y ningún Ejército español operó en el Nuevo Mundo; eran aventureros, artesanos, notarios, comerciantes, marineros, campesinos y gente acomodada. Entre los jefes, destacaban los «encomenderos». También este autor subraya que, en la gigantesca tarea de internarse en el nuevo continente, los españoles no fueron los únicos pioneros. Un decreto de Carlos V de 1526 permitió a cualquiera de los súbditos de sus reinos partir a América.

En el famoso discurso de su abdicación, varias veces aquí citado, Carlos reconoció, con sinceridad probada, todos sus más y sus menos personales. «Sé, caballeros —resumió—, que en mi larga vida he errado muchas veces, ya fuera debido a mi juventud, mi ignorancia, mi negligencia, o por otros defectos. Pero puedo asegurarles que nunca he causado conscientemente violencia o injusticia a uno solo de mis súbditos. Si, a pesar de todo, eso ha ocurrido, no ha sido con intención sino por ignorancia y lo lamento y suplico perdón por ello». Henry Kamen, por su parte, reconoce en Carlos de Habsburgo a una gran personalidad que hizo, sobre todo, mucho bien.

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