Nuria Verde
El verdadero tercer hombre
Ediciones del Viento, A Coruña, 2020
300 páginas, 21.00 €
POR MANUEL ALBERCA

 

 

Este libro, al que la autora denomina novela, cuenta un interesante episodio menor de historia literaria que sucede en suelo español. Trata de los viajes que Graham Greene, el gran novelista británico, realizó por España y Portugal, desde finales de los años setenta y hasta bien avanzada la década de los años ochenta del siglo pasado, en compañía de su amigo, el sacerdote gallego y profesor de Literatura Inglesa de la Complutense, Leopoldo Durán, Poldo para los amigos. Estos viajes estivales, de los que al parecer se celebraron siete u ocho –no hay acuerdo en las diferentes fuentes–, fueron para el británico una costumbre placentera y un feliz reencuentro anual con sus amigos españoles. Serían viajes que, además, le sirvieron, probablemente de estímulo y de inspiración sin duda, para escribir la última de sus novelas, Nuestro señor don Quijote, tal como la dedicatoria de la misma atestigua. Lo curioso de esta amistad no se le escapará a nadie, porque Greene, un desapegado protestante convertido a la fe católica por amor, se declararía siempre católico agnóstico, por lo que albergaba irresolubles dudas y sufría problemas de conciencia. De todas estas cuestiones del alma le gustaba tratar en privado con Poldo. De hecho, desde el primer encuentro de ambos en Londres, este sería el leitmotiv de su relación, aparte de la admiración del cura por el novelista, a cuya literatura dedicaría su tesis doctoral. Por si quedase alguna duda de la verdad e interés de Greene por esta relación de amistad, hay que subrayar que Durán sería la persona elegida por el británico para presidir la Fundación Greene, de una corta y conflictiva vida, pero sobre todo –y esto debe subrayarse– fue a quien el escritor pidió que le acompañase en Antibes (Francia) durante sus postreros días antes de morir el 3 de abril de 1991. El propio Durán escribiría un libro, poco afortunado en lo literario, en el que trató de dar cuenta de esta relación: Graham Greene, amigo y hermano (Espasa, 1996). Recientemente, el profesor Carlos Villar dio a luz una investigación un tanto farragosa e incompleta sobre estos viajes, en que atribuía al escritor la condición de espía del franquismo: Viajes con mi cura: las andanzas de Graham Greene por España y Portugal (La Vela, 2020).

En estos viajes les acompañaba y hacía las veces de chófer Aurelio Verde, profesor de Literatura Inglesa en la Universidad de Málaga, dato que los dos libros arriba citados minimizan o ignoran. Aurelio Verde sería el «verdadero tercer hombre» que da título al libro que comentamos. No sabemos si alguna vez el profesor Verde tuvo la tentación de contar su versión de los viajes con Greene, pero sin duda, a juzgar por los hechos, conversaciones y minuciosos detalles que Nuria Verde, su hija y autora del libro, pone en boca de su padre, debió al menos atesorar una cantidad ingente de anécdotas y recuerdos que le trasmitiría a la escritora. Tal como nos aclara en su relato la autora, con el tiempo asumiría la función narrativa y la responsabilidad de darle forma a la memoria paterna.

Por esta razón, y como era previsible, el libro encierra, dentro de su aparente temática literaria, un relato de filiación, en el que inevitablemente la autora acaba haciendo un balance de la relación con su padre y con su familia. Como en la mayoría de los relatos de filiación, la autora de El verdadero tercer hombre emprende una búsqueda en la memoria para interrogar la verdad de la vida del padre, especialmente en lo que este trasmite como herencia a la hija, que aquí, en principio, se traduce en una profunda melancolía. El relato despliega, en forma de abanico atemporal y sin un orden cronológico riguroso, un conjunto de secuencias que abarcan desde una previsible infancia feliz –pasando por una conflictiva adolescencia que la autora observa desde un victimismo irredento– hasta una madurez marcada por la enfermedad bipolar de su padre, en la que se alternaban periodos de alegría y vitalidad extremas junto a depresiones salvajes, de las que la autora en alguna ocasión confiesa temer ser heredera.

Nuria Verde sabe que «todas las familias felices se parecen, pero las desgraciadas lo son cada una a su manera» (Tolstói). De acuerdo con ello, la narración vacila entre la visión infantil admirativa del padre y la crítica, cercana a un tardío ajuste de cuentas, para terminar rindiendo un homenaje de restitución a la memoria paterna cuando este muera. En consecuencia, en la mirada filial al padre se alternan y se solapan, a veces de manera contradictoria, imágenes escrutadoras de gran dureza –en las que ella reconoce todos los defectos, le reprueba– junto a otras en las que predominan el cariño y la comprensión que la entrañable figura paterna produce a la autora. Solamente cuando la hija se convierta en madre y comprenda la complejidad de la tarea paterna, renunciará a su severo y despiadado juicio. Prueba de esa transformación y aprecio por la figura del padre, no exenta de momentos amargos que la autora no ha querido en ningún momento dulcificar ni ocultar, es la realización y logro de este libro, que a Aurelio Verde, a pesar de la crudeza de alguno de los episodios relatados, a buen seguro le hubiera gustado leer.

La autora ha querido ver la crónica viajera de Greene & Co. y las relaciones entre los personajes bajo una óptica triangular, por la cual el pobre Poldo queda marginado e incluso ridiculizado mientras que Greene y Aurelio Verde forman una pareja cómplice de bons vivants, unida por la común ligazón de ser grandes conocedores del sexo femenino, tocada por el halo mundano, uncida por la misma enfermedad, la bipolaridad, y con similares intentos de suicidio en diferentes momentos de sus vidas. Por su parte, en el relato familiar aflora con una rigurosa veracidad la relación de amor-odio entre padre e hija. También aquí la relación toma forma triangular, cuando emerge y ocupa el centro de la escena la figura de la madre. Durante la infancia y adolescencia, la madre es a los ojos de la narradora una figura distante, dedicada por completo a sus quehaceres docentes e investigadores universitarios; en los últimos años, los de la larga y penosa enfermedad del padre, deviene en el pilar y sostén de la familia, enfrentada al problema de una enfermedad mental para la que no hay remedio ni alivio humanos, que aniquila al padre y tortura al resto de la familia.

Es posible, pues así lo insinúa la autora, que el proyecto y la escritura de la obra hayan podido tener resultados terapéuticos o balsámicos, pero no cabe duda de que esta función, respetable y en ocasiones necesaria, no ha interferido en los valores literarios del resultado. Nuria Verde ha escrito con solvencia una obra nada fácil en lo sentimental, pues exigía temple y valor para entrar en una temática tan desgarradora, y en lo narrativo compleja, pues tenía que armonizar y simultanear, como se deduce de lo arriba expuesto, varios registros genéricos e hilos narrativos. En primer lugar, El verdadero tercer hombre es el relato de un viaje, salpicado con apasionantes diálogos y desavenencias entre los tres viajeros, que quedan perfectamente retratados en sus diferentes caracteres y temperamentos. Incluye también una biografía o bioficción paterna, en la que se demuestra una vez más que, por muy dramáticas que sean las relaciones familiares, no podemos concebir nuestras vidas sin inscribirlas en una cadena genealógica. Y encierra, por último, un relato introspectivo y autobiográfico de la narradora, que, de manera muy humana pero injusta, reparte culpas entre sus progenitores para absolverse. En estas encrucijadas del relato, la narradora se muestra preocupada, incluso obsesionada, por el fantasma de la bipolaridad y temerosa de tan pesada herencia. Una vez situada en el disparadero de esos temores, se revuelve para airear secretos y miserias del padre, como forma de exorcismo y liberación.

Fue Marthe Robert, en su conocido ensayo Novela de los orígenes y orígenes de la novela (1972), la que, partiendo de La novela del neurótico de Sigmund Freud, distinguió dos tipos de novelistas o «herederos»: los que fantasean o idealizan unos padres y una historia familiar inexistentes y los que, llevados por el rigor y la venganza, emprenden una fabulación de carácter descendente y a tumba abierta que degrada sin misericordia la figura de los progenitores. A esta segunda opción se acoge la autora. En cualquier caso, la hija, con esa verdad personal que no contrasta con otras verdades, funda una mitología íntima que le sirve o al menos le ayuda a marear los escollos de la vida, y de paso hace un contradictorio homenaje a los padres, dictado por un agudo sentimiento de culpa. Será, como se ha dicho, al producirse la metamorfosis de hija en madre, cuando la narradora comenzará a comprender la dificultad de la tarea de la paternidad.

Aunque la narración, suponemos, es deudora con toda probabilidad de la memoria del padre y la autora es en cierto modo una narradora subalterna de lo que cuenta, emplea una garra, una agilidad y un ritmo indesmayable, que, a nuestro humilde juicio, en momentos puntuales afean repeticiones de hechos contados o frases reiterativamente citadas. En su conjunto, la historia y el relato mantienen una calidad literaria de mucho voltaje que atrapará tanto a los lectores que se acerquen al libro buscando conocer la interioridad de los famosos viajes de Greene por España y Portugal como a los que quieran profundizar en la temática de los relatos de filiación, que se ocupan por principio de una temática difícil por el drama que suelen acarrear estas historias. En las últimas décadas, los relatos de filiación parecen irrigar una savia y una vida inagotable a la escritura en primera persona, hasta constituirse en una de las venas más profundas y creativas de la literatura actual.

No quisiera terminar sin apuntar dos pequeños y anecdóticos desacuerdos con la autora. Uno tiene que ver con su empeño en querer hacer pasar por la aduana literaria como novela un relato que, salvo en el cambio de algunos nombres propios de personas reconocibles y de alguna licencia ficticia que no lo compromete, responde al compromiso de querer decir la verdad, por ilusoria que sea esta pretensión. No cabe la menor duda, a pesar de que mantenga desacuerdos en la apreciación o en la interpretación de determinados hechos, de que la autora ha querido contar la verdad –es decir, su verdad–, incluso al desnudo, sabiendo que esto la comprometía mucho más que un relato novelesco. Por dicho motivo, no se entiende bien la insistencia en convertir su propio descargo de conciencia en una ficción novelesca. Al final, cuando el padre muera, la propia narradora reconocerá el error, porque, a diferencia de las novelas, cerradas y acabadas para siempre, su relato estaba necesariamente abierto a la vida, fluyendo al ritmo que le imponía esta: «De repente el 9 de julio de 2018 mi padre murió. Tuve que cambiar el final de esta novela que ya había escrito. La vida se impuso a la ficción. La realidad contaminó la literatura».

El otro desacuerdo es sencillamente una sorpresa, la que produce la admiración incondicional que profesa nuestra autora por la obra Mi lucha, de Karl Ove Knausgård. Afortunadamente, esta admiración no ha llegado a estropear ni por asomo la eficacia, la agilidad y los valores plásticos de la prosa de Nuria Verde. Por suerte, ella escribe mejor y no imita el tostón con que el que, durante centenares de páginas, nos castigó su modelo noruego.