POR ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA

Lo expresó con toda claridad Voltaire: «El secreto de aburrir consiste en decirlo todo». La excelencia del callar es evidente. Mejor dicho: es audible.

Esta mañana, en el jardín, quitando malas hierbas he arrancado una mata cuya raíz se había arrastrado más de medio metro por debajo de la malla antihierbas en busca de la luz. Qué tentador el formular aquí analogías de todo tipo. ¿O no es el nuestro, al fin, un mundo heliotrópico, un mundo que sólo halla seguridad y aliento en y por la luz?

«No se trata de hablar, no se trata de callar; se trata de abrir algo entre la palabra y el silencio» (Roberto Juarroz).

Mi recuerdo de infancia más antiguo es, por supuesto, confuso. Estoy solo en casa, todos han salido, miro el techo del cuarto en la oscuridad (es de noche). De pronto escucho una tonada, muy simple (me asombra el hecho de que aún la recuerde con absoluta nitidez y que pueda tararearla como si la hubiera escuchado hace sólo unos minutos). No sabría decir si esa tonada era para mí alegre o triste: hoy tiendo a ver en ella una cualidad melancólica (no necesariamente triste) y, en todo caso, apaciguadora; tanto lo era, que estaría dispuesto a interpretarla como mi primera sensación mística: la tonada se fundía con la noche, era la noche, era yo mismo, todo se volvía indistinguible, era la Unidad.

Veamos. ¿Por qué se trata para mí hoy de un recuerdo confuso? Es improbable que yo estuviera solo (cosa inverosímil, conociendo a mis padres). Por otra parte, ¿hasta qué punto puedo asegurar que la tonada que ha retenido mi memoria es exactamente la que oí entonces? Bien podría ser que la inventara yo mismo para combatir o atenuar mi soledad. Por lo demás, ignoro, en el caso de que la tonada fuera real, patentemente sonora, y no un fruto de mi imaginación o de mi miedo, de dónde podía proceder el sonido en plena noche: ¿de una radio, de un campanario cercano, de algún vecino? Las incógnitas se me acumulan, hasta el punto de convertir mi recuerdo en casi una fantasía de la memoria. De hecho, lo que interpreto como emoción mística no fue tal vez sino una sensación profunda de extrañeza, de extrañamiento del mundo circundante en relación con la conciencia, en el entresueño. Y sin embargo…

Lo que queda, para mí, es la sensación. Esta sí que fue real. Fue, de hecho, lo único real. Realidad de la emoción, irrealidad del mundo.

 

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Una sola pieza de Bach despierta más fervor religioso que todos los tratados teológicos juntos.

Nuestras primeras experiencias profundas del arte no nos abandonan nunca: de un modo u otro se las arreglan para permanecer en nosotros. Las meninas es un buen ejemplo de ello. ¿Cuántas veces ha sido trasladado de sala ese cuadro en el Museo del Prado? No sería difícil averiguarlo, pero en realidad este dato apenas me interesa ahora. Cuando yo lo vi por primera vez, a los catorce años, el cuadro estaba en una sala no demasiado grande con un gran espejo. La sensación que tuve entonces no se me olvidará nunca. El pequeño grupo del que yo formaba parte entró en la sala, y un guía del museo nos dijo entonces que podíamos ver el cuadro tanto directamente como reflejado en el espejo. Es difícil describir qué sucedió. ¿Puede decirlo alguien ante esa obra? Un célebre pintor de hoy, que también vio el cuadro en la sala del espejo, lo ha expresado así: «Al entrar al cuarto uno sentía que estaba entrando al cuadro». Es cierto. Era una experiencia que sólo Las meninas proporciona, me parece. Por mucho que contemplar esa pintura en su sala actual siga siendo una experiencia única, el efecto, en la antigua sala del espejo, era distinto. El espectador, lo sabemos, mira el cuadro en el mismo lugar desde el cual se supone que nos miran los reyes reflejados en el espejo; el espectador, en definitiva, forma parte del cuadro, es una parte de él, y una parte fundamental. No se trata sólo de la «reciprocidad» de las miradas del pintor y el espectador de la que habla Foucault. Lo que está pintando Velázquez (que no puede verse) no es otra cosa que las propias meninas. El espectador mira a todas las personas que están en el cuadro y ellas (no sólo el pintor) lo miran a él. Velázquez pintó el acto de pintar y también el acto de ver. Y eso —esa magia— podía percibirse mucho mejor en la antigua sala con el espejo. Hay que tener en cuenta, por otra parte, que la ubicación originaria del cuadro, el despacho de verano de Felipe IV en el Alcázar de Madrid, tenía varios espejos alrededor, según se ha podido saber.

Sin necesidad de trasladar de nuevo el cuadro, ¿por qué no habilitar en alguna parte del Prado una sala pedagógica en la que, con tecnología de reproducción digital, se propusiera de nuevo aquella experiencia? Aunque para otros fines, sé que esa tecnología se ha usado ya en distintos países con pinturas históricas.

Estoy convencido de que mi experiencia, a los catorce años, como espectador de Las meninas en la sala del espejo me hizo entender mejor, algún tiempo después, ciertos valores del Quijote: sus «magias parciales», para decirlo con la expresión de Borges. Esas magias se habían adelantado en varios decenios a las magias no menos seductoras de Velázquez.

 

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De nuevo sobre la tensión, y hasta la dialéctica, entre palabra y silencio. Hay situaciones, momentos, asuntos en relación con los cuales no es justo callar. Son todos aquellos casos en los que está en juego la dignidad, la esencia de la condición humana. El ejemplo más terrible es, seguramente, el de los campos de concentración nazis y soviéticos. «No es lícito olvidar, no es lícito callar. Si nosotros callamos, ¿quién hablará?», escribió Primo Levi en 1955 con palabras que resonarán para siempre en la historia y en nuestra conciencia de la historia. No es posible el silencio, no es digno.

Pero, ¿y si el silencio fuera, paradójicamente, la última forma de la dignidad? En una parábola memorable, Albert Camus contó el caso del prisionero que, de milagro, vuelve del campo de concentración. Habla sólo una vez y luego se entrega al silencio, no habla del asunto nunca más. «Todo lo humano —fue lo último que dijo— me produce horror».

La lectura como refugio, o más bien la sensación de refugio que proporciona la lectura. «Llueve. Estoy acurrucado / en los estantes de mi biblioteca»: cuántas veces no me habré acordado de estos versos de Alonso Quesada, y cuántas veces no habré añorado, en situaciones difíciles, encontrarme tranquilamente en casa, sumido en la lectura, en esa sensación de otredad, de transformación de uno mismo en la intimidad o la interiorización de lo escrito. Hay un bello libro en el que el fotógrafo húngaro André Kertész recogió imágenes, captadas a lo largo de toda su vida, de personas que leen, en las situaciones más insólitas, y en todas ellas puede observarse cómo el aparente ensimismamiento no es sino la capa externa de la otredad (de la aventura en busca del otro). Es esto lo que parecen decir una y otra vez, en la pintura holandesa del xvii, las imágenes, muy numerosas, de mujeres que leen: están allí, sin duda, pero en un allí que es, al mismo tiempo, otro lugar. Por ejemplo: la maravillosa tela Mujer leyendo, de Pieter Janssens Elinga. También en la pintura moderna: qué difícil escoger un solo ejemplo; Compartment C, Car 293, del norteamericano Edward Hopper, pongamos. En la poesía de su compatriota Wallace Stevens, tan influida por la pintura, hay muchos lectores. Una de sus más bellas piezas se titula «El mundo estaba en calma y la casa en silencio», y habla de un lector que se queda leyendo hasta tarde una noche de verano. El lector acaba convirtiéndose en el libro («the reader became the book»), es decir, acaba metamorfoseándose en aquello que lee. Es difícil expresarlo mejor. Esa imagen se nos queda en la retina mental: una imagen ya imborrable.

 

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Lo bello: «una fruta que se mira sin extender la mano, una desgracia que se acepta sin retroceder» (Simone Weil).

Hasta hace poco, el nombre de Clara Westhoff, naturalmente, ha estado para mí unido de manera indisociable a Rilke, como supongo que lo ha estado para buena parte de quienes se interesan por los fundamentos de la cultura europea del siglo xx. Westhoff fue una escultora y pintora notable, con una producción poco difundida en su época y que sólo en estos últimos años ha empezado a ser valorada. Su matrimonio con Rilke en 1901 determinó su vida, a pesar de que no convivieron demasiado tiempo. Cualquiera que haya leído el epistolario de Rilke, como yo lo hice por primera vez cuando era muy joven, no olvida fácilmente las cartas dirigidas a Clara, algunas de ellas muy extensas y escritas a lo largo de varios días, por la misma época, además, en que aconsejaba al «joven poeta» Franz Xaver Kappus con palabras que el tiempo volvería famosas. No se olvidan así como así, por supuesto, esa encendida defensa de la soledad, la soledad creadora, o su exaltación del trabajo («Cada cual debe encontrar en su trabajo el centro de su vida —le escribe a Clara desde Viareggio en 1903—. Y desde allí puede crecer irradiando, hasta donde llegue»), y tampoco su tono, entre el fervor y el más reconcentrado ascetismo. Leer recomendaciones como ésas en un determinado momento de la vida, cuando se empieza a escribir y una vocación aprende a afianzarse entre no sé cuántas perplejidades e incertidumbres, hace que se queden en la mente de manera imborrable, no en su literalidad, sino en su intención y su espíritu.

Conocí un poco más de cerca ese espíritu cuando visité, muchos años después, la colonia de artistas de Worpswede, en el norte de Alemania, a escasos kilómetros de Bremen. En mis notas de entonces apunté que aquella comunidad de jóvenes artistas y escritores, sobre la que Rilke publicó una monografía en 1903, me parecía admirable desde todos los puntos de vista. Me hizo pensar no sólo en el modelo francés de Barbizon, su inspiradora, sino también en la Bauhaus o incluso en la norteamericana del Black Mountain College, situada esta, por cierto, como la de Worpswede, en un área rural aislada. Esos grupos o comunidades no eran solamente una alternativa al arte oficial —una expresión de rebeldía y disidencia, diríamos—, sino también una forma de vida. No conviene, sin embargo, llevar las analogías demasiado lejos: se trata de realidades muy distintas. La colonia de Worpswede, de la que formaban parte Rilke y su esposa, tiene para mí el atractivo especial de la presencia en ella de Paula Modersohn-Becker, la destinataria del «Requiem por una amiga», uno de los poemas más bellos de Rilke, que un día me atreví a leer públicamente en una exposición dedicada a los dibujos y la obra gráfica de esa asociación de artistas. La visita a la casona de Worpswede me impresionó: era como contrastar imágenes muy arraigadas en mí con su realidad más palpable. Entre aquellas paredes, tras la pequeña escalera de acceso (por pequeña que fuera, una ascensión, al fin y al cabo) estaban pinturas, esculturas, muebles de época y un aire inconfundible que el pequeño museo que es hoy la casona no ha logrado borrar completamente.

Todas estas imágenes no se me acumularían ahora si no las hubieran puesto ante mí, de modo casi abrupto, algunas páginas de un libro que leo en este momento, Encuentros y diálogos con Martin Heidegger, de Heinrich Wiegand Petzet. Heidegger, interesado siempre por la poesía, consideró que conocer a la viuda de Rilke era una oportunidad única para acercarse más estrechamente tanto a la persona y la obra del poeta como a su tiempo histórico y artístico. No se equivocaba, por supuesto, pero encontró también algo que no esperaba.

El encuentro tuvo lugar en 1951, en casa de ella. A Heidegger, aclara Petzet, «no le interesaba tanto conocer a la artista (cuya obra entonces desconocía), sino a la mujer del poeta, que ella nunca había dejado de ser, tanto en la proximidad como a la distancia». La sorpresa del filósofo fue mayúscula: no sólo encontró a una mujer de una personalidad muy marcada y atrayente, sino también a una verdadera artista, dotada de una memoria poderosa. Vestida con una túnica blanca (¿no era ella, al fin y al cabo, hija de la época de Isadora Duncan?), evocaba con claridad absoluta los tiempos de Worpswede, los días de París junto a su esposo, la lectura que en esta ciudad hicieron ambos de la obra de Kierkegaard, la cercanía de Rodin, de quien ella se consideraba discípula… Clara Westhoff quedó, a su vez, encandilada por la figura del autor de Ser y tiempo, quien, fiel a sus hábitos, había solicitado hacer su siesta de costumbre después de la comida frugal y modesta servida en la cocina. Ya a la hora del té, la conversación se reanudó de manera muy animada, hablando sobre antiguos conocidos en común, sobre el arte de Maillol… En un aparte, Clara le comenta a Petzet con admiración lo mucho que el filósofo sabía sobre París y sobre los viejos tiempos. Y hasta le trae suerte: Heidegger ha encontrado sin querer, precisamente dentro de un tomito de Kierkegaard que ha tomado del estante, un poema de Rilke escrito por aquellos días y que ella no lograba localizar, dándolo ya casi por perdido. ¿Qué más podían pedir ambos de ese encuentro? En suma: el filósofo y la artista se entienden de maravilla y se tratan como si fueran dos viejos amigos que no se veían desde hacía tiempo.

Petzet tiene la cortesía de incluir en el libro una foto personal de Clara Westhoff, tomada, me parece, en fechas no lejanas a la del encuentro con Heidegger. Su rostro delgado y enérgico de facciones graves no deja de traslucir también cierta dulzura. Tiene el largo cabello blanco anudado en parte sobre la nuca y luce una media sonrisa, con la mirada de ojos azul celeste puesta sobre algo que está fuera de nuestro campo visual. Al despedirse, el filósofo y la artista muestran cierta tristeza. De vuelta a Bremen, en el coche, Heidegger le comenta a su amigo: «¡Petzet, con esta mujer yo también me hubiera casado!».

Clara Westhoff murió apenas tres años después de ese encuentro (la hija de Westhoff y Rilke, Ruth, falleció en 1972). Vuelvo a las cartas de Rilke a Clara: me sigue asombrando el cúmulo de imágenes que han quedado en mí, tanto de los tres —padre, madre e hija— como de la colonia de Worpswede. ¿Se debe eso a la capacidad del poeta para fijar en la mente imágenes visuales? Tal vez, pero sin duda también a la capacidad de la mente para absorber esas imágenes en un momento preciso de la vida. En mi caso eso ocurrió en mi primerísima juventud. Sucesivas lecturas de las cartas de Rilke no han hecho sino confirmármelo una y otra vez.

A vueltas con la lectura, ahora y siempre. No lo olvides: un poema no se lee, un poema se oye.

«Un punto azul pálido». Así llamó el astrofísico Carl Sagan (cuyos programas televisivos de divulgación científica seguí, fascinado, en su día) a la foto del planeta Tierra tomada desde el borde más extremo de los astros del Sistema Solar. Pale blue dot. Eso era —eso es— nuestro planeta contemplado a más de seis mil millones de kilómetros de distancia. La foto fue realizada el 14 de febrero de 1990 por la sonda Voyager I cuando rozaba la órbita de Plutón.

Esa foto, de la que vuelve a hablarse ahora —cuando el proyecto Telescopio del Horizonte de Sucesos ha podido captar la imagen de un agujero negro y de su entorno vertiginoso—, fue según parece un empeño personal de Sagan, que convenció a la NASA para que nos proporcionase un documento sin relevancia científica pero de extraordinaria trascendencia ética. Se trataba de poseer un testimonio gráfico de algo que el ser humano ha venido intuyendo desde hace milenios: su lugar insignificante en el cosmos, y eso ya desde la astronomía más antigua del mundo, la sumeria.

Y desde los sumerios hasta el momento presente, en el que nos inquietan los agujeros negros. Leo en el periódico de hoy que «la inmensidad supermasiva [del agujero negro descubierto] está en la galaxia Messier 87, a 55 millones de años luz de la Tierra, con un volumen de 6.200 millones de masas solares». Las distancias y las cifras nos asustan. La NASA añade: «Un monstruo. Todo lo que cruce el horizonte de sucesos se consumirá, nunca volverá a emerger debido a la inimaginable y fuerte gravedad del agujero negro».

El punto azul pálido es, sí, una lección de ética. ¿Debemos llamarla acaso una «ética cósmica»? Tal vez el nombre no importe, sino el hecho de que el ser humano difícilmente sabrá aprender esa lección. El poeta Joan Brossa supo decir todo esto, y mucho más, en un breve poema de 1950 titulado «Noche»:

Más allá del espacio que percibimos brilla una multitud

innumerable de mundos semejantes al nuestro.

Todos giran y se mueven.

Treinta y siete millones de tierras. Nueve millones

quinientas mil lunas.

Pienso con espanto en distancias incalculables

y en millones de globos muertos

alrededor de soles ya apagados.

Medito sobre el orgullo.

¿Qué ocurre más allá de los astros?

 

El suelo está regado.

Una mujer da un beso a una niña.

Hoy la cena ha sido espléndida.

Se oye tocar un manubrio.

Hay un espejo colgado en la pared.

Entrad, entrad, la puerta está abierta.

Afuera pasan un pastor y un trapero.

 

Carl Sagan fue a su vez muy elocuente:

Mira ese punto. Eso es aquí. Eso es nuestro hogar. Eso somos nosotros. En él, todos los que amas, todos los que conoces, todos los que alguna vez escuchaste, cada ser humano que ha existido, vivió su vida. La suma de todas nuestras alegrías y sufrimientos, miles de religiones seguras de sí mismas, ideologías y doctrinas económicas, cada cazador y recolector, cada héroe y cobarde, cada creador y destructor de civilizaciones, cada rey y campesino, cada joven pareja enamorada, cada madre y padre, niño esperanzado, inventor y explorador, cada maestro de la moral, cada político corrupto, cada «superestrella», cada «líder supremo», cada santo y pecador en la historia de nuestra especie, vivió ahí, en una mota de polvo suspendida en un rayo de sol.

 

Sí, hay que aprender a amar ese punto azul, esa mota de polvo. Con firmeza pero también con humildad, como lo dice el poema de Brossa, para quien pensar en la inmensidad cósmica significa necesariamente meditar sobre el orgullo. Para el poeta hay una correspondencia entre todas las notas de la música de la vida.

Porque nacemos, crecemos y morimos en este mundo azul. En este pequeño, insignificante punto azul pálido.

 

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