Ahora que ya todos están muertos (José Lezama Lima, José Rodríguez Feo, Severo Sarduy, lo mismo que, seguramente, los comisarios políticos que estuvieron siempre para mí en una especie de penumbra y cuyos nombres nunca llegué a conocer), no sé si la palabra «nostalgia» es la que corresponde a mis sentimientos de hoy. Nunca ha dejado de haber en mí, sin embargo, mucha admiración hacia algunas de aquellas personas, unas personas a las que quise mucho y que hoy no dejo de extrañar.
A mediados del decenio de 1980, un congreso internacional reunía en Santa Cruz de Tenerife a numerosos escritores de lengua española. Conociendo a sus organizadores, y por razones que sería demasiado prolijo explicar aquí, rechacé la invitación a participar en el congreso y tuve, también, especial cuidado en guardar respecto a él la mayor distancia posible. Pero las cosas no salieron del todo a mi gusto.
Un buen día, antes de las ocho de la mañana, sonó el teléfono de casa. Confundido por la hora y por el carácter de la llamada, tuve un momento de extrañeza. Al otro lado de la línea telefónica, la voz no tardó en identificarse: «Andrés, soy José Rodríguez Feo y estoy en Tenerife para participar en el congreso de escritores del que estarás informado. Me gustaría mucho verte. He leído tu poesía. Tenemos amigos comunes y muchas cosas de que hablar». Después de unos instantes de perplejidad, en los que él notó sin duda mi nerviosismo, le hice saber mi sorpresa y, al mismo tiempo, mi júbilo por su llamada. Mi interlocutor no pareció sorprenderse cuando le dije que yo ignoraba su presencia en el congreso, y que él era para mí, sin exageración, un nombre casi mítico. Estaba ligado a dos poetas que yo admiraba profundamente: el norteamericano Wallace Stevens, y su compatriota José Lezama Lima, con quien había codirigido la legendaria revista Orígenes. «Precisamente por eso te llamo, entre otras cosas. Me gustaría que charláramos». Sin salir del todo de mi confusión, accedí muy complacido al encuentro. Le propuse que nos viéramos al día siguiente, a ser posible fuera del marco del congreso, en una comida a la que yo lo invitaba muy gustosamente, algo que me permitiría, además, mostrarle algún que otro lugar de la isla que tal vez de otro modo no iba a tener ocasión de visitar.
Estuvo de acuerdo, salvo en lo relativo a la comida fuera del hotel. «Chico, nos podríamos ver aquí mismo, se come muy bien, este es un gran hotel» (lo era). Insistí (yo deseaba mantenerme alejado del congreso y realizar alguna excursión). Pero él insistió a su vez, con argumentos, a mi juicio, poco convincentes. Consideré un gesto de cortesía, no obstante, ceder: nos veríamos, por sugerencia suya, hacia las siete de la tarde, en el hotel donde se alojaban él y todos los demás congresistas.
Y allí estaba yo a la hora acordada, puntualísimo. Rodríguez Feo me esperaba esperando: un sexagenario delgado, no muy alto, simpático, con esa efusividad típica de la mejor cubanía. Me hizo pasar inmediatamente al bar del hotel desde el que se divisaban una amplia terraza, los cuidados jardines y la piscina. La conversación no tardó en ramificarse casi infinitamente: sus años en Harvard, donde había estudiado, Stephen Spender, los gallos del pintor Mariano (de padre canario), la madre de José Martí (también canaria), los veranos en Middlebury College, mis preferencias literarias, su amor por el teatro y no sé cuántas cosas más. Llegado un momento, la conversación recayó en los puntos que más me interesaban. Le hice saber mi pasión por la poesía de Wallace Stevens, que traduje a lo largo de varios años, y le pregunté cómo era la persona, cómo resultaba en la distancia corta. Era, me dijo, encantador. Tenía aire de oficinista pero bajo su aspecto convencional se ocultaba un hombre muy refinado. Coleccionaba pintura y una de sus obras preferidas era un cuadro de Mariano, que tenía colgado en su dormitorio. Había estado en Cuba y gustaba mucho de las cosas cubanas, algo que yo sabía ya y que se ve claramente en poemas como el exquisito «Academic Discourse at Havana», entre otros. Su libro de 1947 Transport to Summer incluye, por lo demás, el bello y enigmático «A Word with José Rodríguez Feo». Él mismo, por otra parte, había traducido para Orígenes el poema «Attempt to Discover Life», que alude al famoso balneario de San Miguel de los Baños, localidad conocida en su día como «El paraíso de Cuba»… ¿Cómo no congeniar con una persona, con un poeta así?, me dijo. Pero lo consideraba, añadió, «en el fondo, un puritano, y eso no me gustaba. Chocaba conmigo, un caribeño fogoso». Todavía hoy me pregunto qué quiso Rodríguez Feo decir con eso. Sigo sin explicármelo. Tal vez hablaba sólo de la persona: estricta, reservada. Porque lo cierto es que los poemas de Stevens rebosan sensualidad.
Desde unas mesas cercanas nos observaban algunos congresistas: sus compañeros de la delegación cubana, a los que él miraba también de reojo de vez en cuando. ¿Lezama? Notó enseguida cuánto deseaba yo que me hablara de su amigo. Las anécdotas sobre el autor de Paradiso se sucedían, todas ellas extremadamente simpáticas y que refutaban por completo la imagen algo solemne y apabullante que tenía para muchos. Yo conocía muy bien la historia de la ruptura de Lezama y Rodríguez Feo en relación con la revista Orígenes, sus enfados y distancias, que llevaron a Rodríguez Feo a fundar otra revista, Ciclón. Ningún rencor, ningún resentimiento había ahora en sus palabras; todo lo contrario: un afecto indeleble, una larga añoranza… Interrumpió de pronto nuestra charla y me pidió que esperara un momento: debía subir a su habitación unos minutos. Regresó enseguida con una bolsa en la mano, que me entregó con la mayor discreción y me pidió que no abriera sino al llegar a mi casa.
Todavía quedaba, sin embargo, algo más. Se veía obligado a comentarme un asunto importante. «Sé que vas a ver dentro de unos días, en el Festival Europalia de Bruselas, a Severo Sarduy. Quiero solicitarte un encargo. Ya me dirás tú, buenamente. Quiero que le transmitas un mensaje. Puede volver a Cuba sin problema alguno. Será recibido y tratado como el gran escritor que es. El gobierno cubano tiene especial interés en esto. ¿Puedes decírselo?». Al principio me extrañó que conociera con tanta exactitud mis movimientos próximos, pero luego pensé que, al fin y al cabo, el programa del festival belga se había hecho público semanas atrás. Más incómodo me resultó el tipo de mensaje del que yo iba a ser portador (y portador oral). ¿Por qué no se le hacía directamente a Sarduy? ¿Tenía ese mensaje un significado que yo ignoraba? ¿Era un mensaje oficial, político? No podía, sin embargo, negarme a llevar al autor de Cobra un anuncio que tanta importancia iba a tener sin duda para él, para su familia (toda ella aún en Cuba) y para la difusión de su obra en su país natal, donde solamente circulaba de manera clandestina.
La conversación continuó todavía un poco más, animada con una última copa. Se despidió pidiéndome que le consiguiera y le enviara a Cuba la edición española de un libro de cuentos de John Cheever, El nadador. Meses más tarde me hizo llegar un par de recordatorios del encargo. Comprobé así que mi envío, realizado al poco tiempo, nunca lo recibió, cosa usual en el correo cubano.
Al llegar a casa abrí la bolsa. Contenía un libro: era la Poesía completa de Lezama Lima, un tomo azul de casi setecientas páginas editado por Letras Cubanas. Llevaba al frente una dedicatoria. La leí (y la releo ahora) con emoción: «Para Andrés… y nada más, con el afecto y la admiración de J. R. F. Tenerife / 85».
A los pocos días, en efecto, estaba yo participando en el Festival Europalia, dedicado ese año a España, y cuyo autor premiado —no sin cierta polémica en el medio literario español— era Juan Goytisolo. Fueron días inolvidables para M. y para mí, con tantos amigos nuestros allí reunidos. En cuanto pude le comenté a Severo mi encuentro con Rodríguez Feo. Al escuchar ese nombre, sonrió con visible inquietud. Cuando entré en detalles, me tomó del brazo y buscó un aparte. Se puso muy serio apenas comencé mi relato.
Intento reconstruir ahora sus palabras, que fueron más o menos las siguientes: «Esto es algo vital para mí. Imagínate. Es algo como un recado oficial. Me habían llegado noticias indirectas sobre el asunto, pero esto es algo distinto, tiene cierto valor oficial, aunque no se trate de un mensaje escrito y la vía sea ésta. Te han utilizado a ti —pero podía haber sido cualquier otra persona amiga con la que yo fuera a verme pronto— para hacerme caer en una trampa. El régimen quiere limpiar su imagen. Mi regreso a Cuba sería para ellos una especie de legitimación política. No pienso jugar ese juego, por mucho que adoro la idea de volver. Lamento que pensaras que esto iba a alegrarme. Tengo miedo, miedo sobre todo por mi familia. Pepe Rodríguez Feo ha sido comisionado para hacerme llegar esta invitación envenenada, y seguramente no ha tenido más remedio que aceptar el trabajito. Siento que te hayas visto envuelto en este asunto. Yo sé lo que tengo que hacer». Luego, un poco al margen de sus tristes palabras: «Pepe y yo fuimos amantes una temporada. Colaboré en Ciclón, como tú sabes. Tengo de él buenos recuerdos, pero mira en lo que se ha convertido».
Compartí con Severo su amargura, y empecé a atar cabos sueltos. Yo sabía que la acaudalada familia de Rodríguez Feo había abandonado Cuba tras el triunfo de la revolución, pero que él había ofrecido su fortuna y sus propiedades al nuevo régimen en señal de apoyo. Ignoraba en cambio que, aunque no tenía cargos políticos importantes (trabajaba como funcionario de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba), de un modo u otro formaba parte de la clase dirigente. Eso daba a su mensaje cierto carácter oficial, como me aseguraba Severo. Caí en la cuenta entonces de que los cubanos asistentes al congreso habían viajado a Canarias bajo ciertas condiciones: debían vigilarse unos a otros y no podían, en realidad, salir del hotel. Me sentí de pronto en medio de una novela o película de espías. Eso explicaba también la discreción, casi el secretismo, con el que Rodríguez Feo me había obsequiado el libro de Lezama Lima, escritor muy mal visto (ya incluso desde el periodo final de su vida) por el régimen comunista, que consentía a regañadientes editarlo en Cuba, donde por lo demás —escritor «hermético» e «incomprensible»— ningún daño iba a causar al «pueblo». Mi encuentro con Rodríguez Feo tenía, así pues, un signo muy distinto al que yo me figuraba. Me consolé pensando que al menos la discretísima entrega del libro de Lezama había sido un gesto sincero, un gesto que seguramente tenía para él no poca significación íntima. Nunca intenté averiguar quiénes eran los otros cubanos que lo acompañaban. Para qué.
En el Festival yo no tenía ningún acto público con Severo, pero recuerdo muy bien que me invitó a participar en su conferencia leyendo algunos fragmentos de Vicente Huidobro y de Oliverio Girondo. Brillantísimo, se divirtió y divirtió a todos glosando aquellos malabarismos verbales, celebrando la alegría del lenguaje. Sólo sus amigos sabíamos cuánta amargura había debajo de aquella alegría. Me acuerdo ahora del título de uno de los últimos libros de Severo: Para que nadie sepa que tengo miedo.
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