Más sobre la lectura. ¿Cómo se nos hace inteligible lo real? Mediante la metáfora, según Hans Blumenberg. Para el filósofo alemán, la lectura es «la metáfora para la totalidad de lo experimentable» (La legibilidad del mundo, título ya revelador).

¿Por qué me viene con tanta frecuencia, y con tanta intensidad, el recuerdo de los cuadernos de dibujo que llenaron mi infancia? Sabemos bien lo que el dibujo representa para la sensibilidad infantil y su papel en el crecimiento de la imaginación. Pero hablo ahora de otra cosa. Me ciño en este momento a lo que aquellos dibujos significaron para mí, y al sentido de su perduración en la memoria.

A decir verdad, los cuadernos de dibujo eran como una extensión de los cuadernos de caligrafía. No creo que los niños hagan hoy ejercicios caligráficos. Eran una verdadera escuela: de espíritu artístico, de expresión, de limpidez. En el colegio de los Hermanos de la Salle en el que yo estaba por entonces, los tinteros de porcelana en el centro de la parte alta del escritorio encerraban todo un mundo. De ellos salían tanto las espigadas letras como, más tarde, las líneas hechas a tinta con las que debíamos señalar los contornos de las regiones y los países en los mapas de geografía. ¡Qué aventura: delimitar, cartografiar, concretar con líneas precisas lo invisible!

Yo tendría ocho o nueve años. En un momento dado, uno de los profesores nos mostró a un pequeño grupo de niños los progresos de los alumnos mayores en materia de dibujo. Asistí de pronto a la experiencia misma de lo inverosímil, pero de lo inverosímil que, de manera incomprensible, adoptaba la forma de lo evidente, de lo palmario. Eran dibujos a tinta china, de una gracia y de un atractivo que yo no había podido imaginar hasta ese momento, realizados por compañeros que tenían apenas cinco o seis años más que nosotros. Creo recordar que se trataba de una especie de revista escolar en ejemplar único, redactada e ilustrada por los estudiantes más hábiles de los cursos superiores. Yo conocía a uno de aquellos muchachos, un alumno a quien se citaba a menudo como modélico. Y era eso, seguir aquel ejemplo, lo que todos intentábamos con nuestros cuadernos de dibujo artístico, muy distinto del dibujo técnico o lineal, en el que el resultado era siempre previsible y en el que ningún milagro debía ocurrir.

Por supuesto, el dibujo se había transformado. Ya no era solamente el trazo a lápiz, leve como el soplo de aire sobre la hierba, o pesado y grave como un brusco meteorito caído sobre el papel: eran la tinta y su manera de secarse, de impregnar el papel poroso, de hacerse uno con él; era la danza del color en una figura, un rostro, un objeto cualquiera, que entregaban así sus energías internas, sus fuerzas organizadoras. Era del todo indecible el embrujo de aquel momento, hecho a la vez de levedad y fuerza; y más, sin paradoja posible: de una fuerza ligera. Solamente muchos años más tarde leí la conocida reflexión de Degas según la cual el dibujo no es la forma, sino «la manera de ver la forma». En aquellos dibujos a tinta china algo se manifestaba y al mismo tiempo, como en todo dibujo, se ocultaba.

Así aprendía un niño, así pues, la manera de ver la forma, la emocionante constitución formal del mundo. Mostración y ocultación bajo los ritmos y la danza del color y la línea. Los dibujos de aquellos cuadernos permanecen todavía en mí como una referencia imborrable del principio formal, la esencia de cualquier arte.

El dibujo es la mandorla de lo invisible, dijo un poeta. ¿Eran precisamente aquellas amadas formas visibles las que me iniciaban también en el amor a lo invisible?

La diferencia que existe entre la filosofía y la poesía es la misma que existe entre el concepto y la visión.

Y sin embargo… Hay grados. Y, además, tanto el filósofo como el poeta meditan. Pero el poeta, además, canta.

 

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«La definición de lo Bello es fácil: es lo que desespera», escribe Valéry.

De acuerdo. Pero es aún insuficiente. El misterio permanece. Porque resulta que amamos lo que nos desespera.

Alto, robusto, con una energía que sólo menguó en sus últimos años, Manuel González Sosa era fácilmente reconocible por su manera de caminar, a zancadas y con un raro balanceo, y también por su sonrisa casi permanente (capaz sin embargo de las mayores seriedades), una sonrisa que a menudo se transformaba en abierta carcajada, restallante, sincerísima.

Manuel González Sosa fue mi primer guía en materia literaria (la palabra maestro habría suscitado en él una de aquellas risas súbitas). A mis trece años, yo solía pasar buena parte de las tardes, a la salida del colegio, en la sala de lectura de El Museo Canario, en Las Palmas de Gran Canaria. El Museo estaba en la misma manzana del colegio, el Viera y Clavijo, un centro de tradición liberal fundado por un antiguo miembro de la madrileña Residencia de Estudiantes, Juan Melián Cabrera. Yo era ya un lector omnívoro, y también hacía versos, o lo intentaba, unos versos cuyas ingenuidades castigan todavía hoy mi memoria. Solicitaba al bibliotecario los autores y los libros de los que se hablaba en las clases de literatura, sin capacidad alguna para escoger lo que más me habría sido necesario y sin criterio para valorar lo leído, fiado únicamente a mi gusto bisoño.

Viéndome tan interesado por los poetas, el solícito bibliotecario Carlos Naranjo —que como su hermano José, conservador del Museo, era parte inseparable de aquellas vetustas salas—, me preguntó en un momento dado si yo escribía o quería escribir. Ante mi respuesta afirmativa, dijo que iba a presentarme a un poeta al que me interesaría conocer, cosa que en efecto hizo a la primera oportunidad. Era Manuel González Sosa, que frecuentaba tanto la biblioteca como la hemeroteca de la institución, donde por cierto yo lo había visto ya de lejos alguna vez. Informado por el bibliotecario, lo primero que hizo Manuel fue preguntar por mis lecturas y, enseguida, pedirme una muestra de mis versos, los que yo buenamente quisiera. A los pocos días volvió, sonriente, para decirme que mis borrones estaban bien pero que yo debía leer a fondo a Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, y también a Lorca, Guillén, Cernuda… Sin pérdida de tiempo pidió él mismo a Carlos Naranjo que me trajeran libros de aquellos autores. De los primeros ya conocía yo alguna cosa; a los últimos los empecé a leer allí mismo, en viejos números de la Revista de Occidente.

Fue un terremoto interior: puedo decir, sin exageración, que sus ondas aún repercuten en mí. Porque no tardé en enfrentarme, casi inerme, a La realidad y el deseo y, poco después, a Cántico, libros que adquirí enseguida con mis ahorros en una librería cercana. ¿De veras veía Manuel en mí a una persona capacitada para leer en ese momento a esos poetas? A pesar de mi desconcierto, su fe en mis aptitudes —la adolescencia es la época de las mayores inseguridades— me dio una confianza imprevista, sobre todo porque esas aptitudes, si las había, en cualquier caso estaban por demostrar. En encuentros posteriores me habló de poetas canarios como Tomás Morales (a quien yo leía ya en una edición publicada por el propio Museo Canario), Alonso Quesada y, sobre todo, un autor para mí desconocido, Domingo Rivero, cuyo soneto «Yo, a mi cuerpo» él consideraba un logro supremo de la poesía escrita en cualquier época y en cualquier lengua, un logro no inferior como tal, por ejemplo, a su muy amada «Oda a una urna griega» de John Keats. Fueron las primeras lecciones, no olvidables, que recibí de Manuel; con el tiempo iban a ser muchas más, hasta su muerte en 2011, a punto de cumplir noventa años. Uno de sus gestos para mí más llamativos de aquella época del Museo fue cuando, recién publicados sus Sonetos andariegos, firmó mi ejemplar con la siguiente dedicatoria: «Para A. S. R., esperando su libro… Cordialmente, M. G. S.—26-6-1967». Fue él, precisamente, quien buscó editor (el mismo de sus Sonetos) para el que sería mi primer libro, un cuaderno en realidad, que se publicó tres años más tarde en una edición de tirada reducida.

La obra poética de Manuel González Sosa es de una autoexigencia poco común, algo que está en la raíz misma de su brevedad, pero también de su admirable tersura. No resulta extraño que esa obra poética, integrada por poco más de un centenar de piezas, sea casi prácticamente ignorada hoy por los lectores: él mismo procuró que así fuera. Quiero decir que hizo todo lo posible por no sobrepasar el estrecho radio de unos pocos lectores amigos, en ediciones casi secretas. ¿Por qué? En alguna ocasión he asociado esa actitud a la de algunos poetas modernos, por ejemplo Cavafis, que difundía sus poemas sólo en brevísimos cuadernos y hasta en hojas sueltas, enviadas únicamente a contadísimos allegados. De esa actitud de Manuel tuve sobrados testimonios: en un determinado momento me pidió que me encargara de esas ediciones, costeadas por él mismo, cuadernos que nunca excedían los cien ejemplares. Un día me dijo que cien eran demasiados: bastaban cincuenta. Sin renunciar del todo a la interpretación de este hecho que hasta el momento me he dado, hoy añadiría otro aspecto. No se trataba sólo de mantener una radical coherencia con la idea simbolista y postsimbolista de la poesía como Secreto, sino también de no sumar nada innecesario al océano de los signos. Su modestia era la más sincera, la más real con la que me haya podido tropezar nunca, esa que, se ha dicho, se amolda con naturalidad al reconocimiento de la «nada». Se trataba, así pues, de no ceder a la vanidad de la escritura, reduciendo la escritura misma a su expresión más estricta y severa. Rechazar tenazmente la vanidad de la escritura era el mejor modo de renunciar a toda presunción, a toda vanidad en general. Me pregunto si he logrado aprender esa lección, quizá la más profunda de las suyas.

Como ocurre en ciertas parábolas budistas, y sin ser acaso del todo consciente de ello, a ese sabio estado de espíritu había llegado Manuel también a través del humor. Sus amigos le escuchábamos en todo momento, encantados, bromas e ironías de una finura desacostumbrada. Cada vez que Manuel leía o escuchaba a su alrededor algún dislate, del tipo que fuera, decía en voz alta, modificándolo un poco, no sé qué mediocre verso, «Serenidad, Señor, paciencia y trino», seguido de cierto gesto de resignación cargado de una comicidad irresistible. Hoy ese verso se ha convertido en una especie de contraseña para sus amigos.

Un buen día, ya septuagenario largo, me comentó que gracias a un médico amigo había descubierto la causa del balanceo al caminar: una de sus piernas era ligeramente más corta que la otra, y que en lo sucesivo debía llevar un pequeño suplemento en el tacón de uno de sus zapatos. Nunca noté la diferencia: el balanceo perduraba. La sonrisa tampoco la perdió nunca. Cuánto echo de menos aquella sonrisa franca, generosa, desasida. La vi aún en sus ojos, en su lecho de muerte.

 

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