José Luis Villacañas
Freud lee El Quijote
La Huerta Grande, Madrid, 2017
116 páginas, 10.00€
Por lo que nos cuenta el filósofo José Luis Villacañas en el prólogo a Freud lee el Quijote, la redacción de este pequeño libro le ha llevado muchos años, y las efemérides no le han precipitado a su consecución en un tiempo en el que vemos que en un año este o aquel, ante la cercanía de un centenario, aparecen expertos en tal obra o escritor. Vale decir que su autor se ha tomado su tiempo, y esto es algo de agradecer ante la irresistible aceleración de todo, que convierte al todo mismo en pasado y al pasado en olvido. Los lectores de alguna biografía de Freud saben que aprendió tempranamente el español con el deseo de leer el Quijote en su lengua original. Borges lo leyó en francés y afirmó, con esa pasión porteña por querer ignorar lo español (no en todos los casos, bien lo sé) que era mejor que en la lengua original. Freud aprendió español para recorrer esa mancha de tinta desde las palabras mismas que había escrito Cervantes. Incluso fundó con su amigo Eduard Silberstein una exclusiva «Academia española». Todo este primer interés de Freud por Cervantes ha sido estudiado por el hispanismo americano, pero –nos dice Villacañas– ha sido ignorado por los hispanistas españoles. Aunque, como se ha escrito tanto sobre Cervantes, no sería de extrañar que alguien en España haya señalado ese interés primero por el humor y su significado por parte de quien escribiría El chiste y su relación con el inconsciente. El libro de Villacañas es finamente metódico y desarrolla con limpieza y lucidez sus ideas.
Entonces, es importante situar al Quijote en su mundo, en el mundo de Cervantes y de España, que es el de la crisis de los ideales del catolicismo, enfrentado al protestantismo, tras la muerte de Felipe ii (1598) y como augurio de otras pérdidas de categoría imperiales en los reinados siguientes. El Quijote es un héroe, un hombre que cree en el ideal, pero el Quijote es una obra de humor, aunque sea también otras cosas. No es una sátira, ni una tragedia, ni un drama, aunque haya matices, siempre parciales de estas categorías en la obra magna de Cervantes. Se trata de un héroe desamparado, pero firme frente a la resistencia del mundo. Villacañas va a relacionar el interés por la psicología de este héroe de Freud con la creación del psicoanálisis: «Avanzar desde la condición de héroes desamparados, perdidos en la farsa del mundo, dominados por un pegajoso placer psíquico que nos vincula a nuestras alucinaciones con más fuerza que al diálogo con otros humanos, para llegar a ser personas afortunadas que conocen las profundas verdades de la vida, esa ha sido siempre la divisa del psicoanálisis». Desde esta instancia latente en la lectura freudiana, a la que hay que añadir otras que mencionaremos enseguida, Villacañas nos anuncia que el vienés podría «iluminar el nacimiento del héroe y la razón del placer estético que nos produce hablar acerca de él, a la manera cervantina». El placer del humor no es el cómico, esto es algo que ha sido estudiado por diversos autores. Más bien el humor, como se da en el Quijote, se opone a la comicidad. Esto fue lo que pensó tempranamente Freud, pero no es suficiente, no se quedó en esto, sino que desarrolló sus ideas al respecto, aunque sin referirse a la obra cervantina, en el ensayo El humor (1927). Don Quijote como héroe cómico habría hecho de la novela una sátira, no nos exalta y nos ahorra, por otro lado, ciertos sentimientos negativos. ¿Cómo? Villacañas da otro paso más: «La generosidad del héroe consiste en tomarse las promesas del ideal al pie de la letra». El ideal, y ahora aparece convocado Carl Schmitt, está vinculado al catolicismo. Por otro lado, nuestro autor utiliza ciertos conceptos de Otto Rank sobre el nacimiento del héroe, y junto a Hans Blumenberg aplicará su sugerencia de que… Finalmente, el Freud de Del humor, al responder a las incógnitas abiertas en años anteriores en relación al humor, «nos permite comprender la virtualidad del psicoanálisis no sólo para comprender las patologías psíquicas, sino también para describir la salud de aquella madurez moral que Freud siempre vio en la forma cervantina del humor piadoso». No está mal. Recuerdo que Freud habló, con pesimismo y compasión, de que la curación absoluta no era posible, pero podíamos acompañar nuestras neurosis logrando trabajar y amar.
Villacañas relaciona, siguiendo la sugerencia de Schmitt, la figura de don Quijote con otras de enorme fuerza simbólica: Hamlet y Fausto. Schmitt dice que ni el catolicismo ni el protestantismo podían fundar un mito, porque éste brota de un espacio profano, pero el mito podía surgir en ese terreno de indecisión, conflictivo, entre el catolicismo y el protestantismo. El símbolo encarna una idea sagrada; el mito, la historia profana y sus poderes. La iglesia (símbolo de la ciudad eterna) ha ocupado en el catolicismo todo el poder temporal; y el protestantismo ha desconectado el tiempo y el poder profano de la Gracia. Esta pérdida la encarna Fausto, que nos habla de un demonio mundano que le permite expresar su desazón sin fin, una incesante búsqueda. «No es un mito, sino la historia de un alma», nos aclara con brillantez sintética Villacañas; vale decir, Fausto es lo más parecido a usted o a mí. Hamlet, drama histórico sobre la legitimidad del poder, expresa también no el ideal sino la duda, algo que ayuda a pensar pero que no puede ser reconciliación ni fundamento. Schmitt sugiere que don Quijote es el héroe de la fractura crítica del catolicismo. Nuestro autor lo resumen en pocas líneas: «Entre un catolicismo que ya no podía ser universal y un Estado que nunca sería soberano, don Quijote es el héroe errante en un mundo escindido y roto, sin soberano estatal ni Iglesia universal: el mundo español».
Lo propio de don Quijote no es la duda, sino la creencia en el ideal, no es Hamlet (la reflexión inacabable sobre un poder quizás apoyado en el crimen, en el seno de la familia, un poder por tanto ilegítimo); no es Fausto, porque no comercia con su alma ante un demonio que le ofrece cosas mundanas). Don Quijote, en una España que no cayó, sino que no accedió a la modernidad (Villacañas dixit); pero hay algo distinto no sin analogía con la caída: la imposibilidad del Imperio significa la debilidad del emperador y de la ciudad de Jerusalén como mito católico. No hay ninguna garantía infalible, y por esa brecha penetra el caminante español. El poder pierde el sostén absoluto de lo sagrado, y los poderes del mundo se interiorizan, se relativizan. Y aquí es donde surge, en la lectura freudiana de Villacañas, el héroe, el que cree al pie de la letra: un héroe católico que «emerge entre las ruinas de Roma y el Imperio». Otto Rank: el héroe surge ante el descubrimiento de la impotencia del padre. No es muy distinto de lo que piensa Freud. Ante la debilidad del padre imperial y de la madre eclesiástica, don Quijote no avanza hacia la modernidad crítica (Bacon, Ilustración, Kant, la naturaleza racionalizada, instrumento del conocimiento, etcétera), sino que se propone como encarnación del ideal, en cuerpo y alma. Para Freud / Villacañas, a don Quijote «sólo la fantasía puede protegerlo».
Un tercer invitado en el orden de las creencias en este ensayo es el gnosticismo, de vieja data y que –para lo que en este libro importa– Villacañas toma de la sugerencia de Blumenberg: «Hay una conexión entre la Edad Moderna y el gnosticismo». La gnosis
–afirma Villacañas– puede considerarse la paranoia originaria. El gnosticismo conceptúa al Dios creador como ausente. No se hace cargo de su creación, entregada a negatividades sin cuento: el lugar del mal. Dios no es de este mundo, de ahí la errancia propia de la gnosis, asistida por la paranoia: todo acusa mi falta de ser o mi desvalimiento, una carencia. Es la una respuesta a la orfandad, pero don Quijote cree, en cambio, en la oportunidad de la justicia y el ideal amoroso. No es Hamlet, no está enredado en la posibilidad sexual hacia la madre, sino que encuentra en Dulcinea (mujer mundana) los dones de la bondad y belleza: hace de cualquiera un ser único, como hicieron los provenzales.
El gnosticismo, contra el que había luchado el catolicismo, vuelve o alimenta la modernidad, apoyada en el conocimiento, aunque de manera parcial. La Reforma separó el mundo terreno de los poderes mágicos: la materia (creada por Dios) es comprensible, y por lo tanto domeñable. Sus diabluras son mefistofélicas y podemos negociar con ellas. La modernidad, de Descartes a Kant, procura someter la imaginación a la racionalidad y ésta se sustenta en su propia coherencia (lógica). Hay en el conocimiento una dimensión salvadora, y por lo tanto el drama gnóstico encuentra aquí una respuesta positiva: el hombre se afirma, en la tierra, por sus conocimientos; el mundo no es el producto de un demiurgo malvado, pero apenas se puede decir, aunque la inercia lo hace que sea ya el reino del Hijo. Pero don Quijote no tiene en ningún momento la tentación de salvarse por el conocimiento, nos dice nuestro autor. Y, sin embargo, como bien ha mostrado la importancia del Quijote en la novela moderna, su aportación es crucial. ¿Por qué? En un orden literario, que abarca también otros aspectos, el lector podría recurrir al famoso ensayo de Milan Kundera; pero para lo que en este libro importa, la novedad es el humor, el humor cervantino, suerte de respuesta a ya no y quizás nunca. «El humor medió el trauma de la derrota y la fidelidad –nos dice Villacañas ya concluyendo– y se alejó tanto del resentimiento como de la locura raída». Y Freud afirma, pensando en su propia historia de investigación al respecto, que había tratado de encontrar en el humor la fuente del placer, y «que la ganancia del placer humorístico procede del ahorro en el gasto de sentimientos», a lo que añadirá en la vejez que además del efecto liberador, propio del chiste y lo cómico, el humor puede ser «grandioso y sublime». No es, nos aclara Villacañas, la noción de sublimidad propia de Kant, cuya victoria moral sucedía al margen del cuerpo, ajena a lo sensible, sino que el humor, en el caso paradigmático del Quijote, es consecuencia de mirar «el ideal exaltado desde el dolor del cuerpo humillado, y mirará el cuerpo humillado como albergando un ideal por el que sentimos respeto e identificación. Pero nunca mirará solo una de las partes». Esto último me parece remarcable, porque supone un sentimiento compasivo con la paradoja, con lo contradictorio, con lo irresoluble. Así pues, el humor afirma al yo (no como un absoluto, ojo) frente al mundo, «la inviolabilidad del héroe, la posibilidad de encontrar siempre su placer frente a la realidad exterior».
Naturalmente, hay una decisión, por parte del humorista, de arrogarse ese determinado papel. ¿Dónde radica la legitimidad del humor? Aquí también podríamos hacer una digresión apoyándonos en Kundera, pero no corresponde a mi comentario. En el humor hay una moral de la no agresión, a diferencia del chiste o de la broma. Respecto al humorista, Freud pensó que hay una relación estrecha entre el yo que mira y el yo mirado. Entonces: el yo humor es una forma del superyó que observa a un yo que comparte los mismos ideales. Cervantes (como superyó) –remacha Villacañas– mira a don Quijote (el yo), que comparte sus ideales. Termino el comentario-resumen de este admirable ensayo con dos fragmentos de José Luis Villacañas: «El humor impide así tanto la melancolía como la manía, y nos aleja tanto de Hamlet como de Fausto; de la vida atrapada por el fantasma del padre como de la vida acelerada por el vértigo de la ausencia definitiva». Ni la duda asistida por una miríada de reflejos ni la carencia de sentido desfondando el deseo, el humor cervantino (el adjetivo es de importancia radical) afirma el ideal al tiempo que la individualidad corporal, el placer, pero no un placer que sólo dice «yo» sino aquel que está relacionado con la reconciliación, así sea temporal, con el mundo. «El valor saludable de Cervantes ha consistido en escribir una obra de humor para librarse o librar al lector del dolor del mundo con un placer que sorteaba a la vez los precipicios del éxtasis y de la locura, de la manía y de la paranoia, al presentarnos un héroe infantil lanzado a sustituir al Padre divino y a desembrujar a la señora Dulcinea, como espejo en el que mostrar que ese ideal que constituye nuestra subjetividad es importante, pero a pesar de todo es constituyente». Cervantes, pues, no reniega de los ideales ni los fanatiza: sonríe. Villacañas ha llevado a cabo una lectura lúcida de Cervantes y de Freud: los ha repensado.