Antonio Rivero Taravillo
Cirlot. Ser y no ser de un poeta único
Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2016
300 páginas, 21.90 €
Cuando el biógrafo sintoniza de veras con el biografiado suele producirse el extraño milagro de la literatura. Eso es lo que sucedió con la excelente biografía que Antonio Rivero Taravillo dedicó hace algún tiempo a Luis Cernuda, uno de los mayores poetas del siglo xx, y eso es lo que vuelve a suceder ahora con el ensayo biográfico que dedica a Juan Eduardo Cirlot, una de las figuras literarias más heterodoxas del pasado siglo. Reputado celtista, el poeta y ensayista melillense es autor de las antologías Antiguos poetas irlandeses y Canciones gaélicas, lo que le facilitó sin duda el acceso al mundo imaginario del poeta catalán. Ha publicado siete libros de poemas, incluido el reciente El bosque sin regreso. En prosa, es autor de media docena de ensayos y libros de viajes, así como de la novela Los huesos olvidados, que narra la visita de Octavio Paz a España durante la Guerra Civil. Ha traducido, en fin, numerosos libros, entre los que destacan la Poesía completa de William Shakespeare y la Poesía reunida de W. B.Yeats.
Como biógrafo, Rivero Taravillo muestra una actitud recelosa –desde el punto de vista temático– e inconformista –desde una perspectiva formal–. Podía haberse decantado por autores prestigiosos, complacientes con el orden social vigente y las formas de mentalidad dominantes, pero ha optado por hombres difíciles, disconformes con el orden establecido, como Luis Cernuda o Juan Eduardo Cirlot. Formado en la escuela de Verlaine y Darío, las preferencias de Rivero Taravillo caen del lado que caen; es decir, del lado de los poetas raros y curiosos, de los hombres fracasados y desconocidos. Tampoco gusta el biógrafo de repetir fórmulas empleadas por él mismo con anterioridad, por eficaces que hayan resultado; de ahí que, tras el éxito obtenido con la biografía de Luis Cernuda, cuando acomete el ensayo biográfico de Juan Eduardo Cirlot, cambie de registro y decida realizar «no estrictamente una biografía al uso, cosa que, limitada a las circunstancias más externas, a la mera anecdótica, a él le habría repugnado».
Juan Eduardo Cirlot fue uno de los críticos de arte más significativos de nuestro país. Al mismo tiempo, fue un poeta casi secreto, tanto en Cataluña como en el resto de la península. Su carácter retraído y complejo –que le permitió compatibilizar la simbología nazi con los arcanos de la cábala, los emblemas medievales con la mitología celta– le procuró la incomprensión de muchos de sus contemporáneos. Sus preocupaciones intelectuales –entre las que se contaban la mística sufí, la música dodecafónica, la literatura visionaria y la pintura abstracta– tampoco le permitieron armonizar con las corrientes intelectuales y estéticas de su época. Una personalidad semejante no tenía fácil acomodo en el panorama cultural de su generación literaria, la de los poetas españoles de posguerra, ni entre los arraigados ni entre los desarraigados, para emplear la certera terminología acuñada por Dámaso Alonso. Su lugar estaba, hoy lo sabemos, del lado de los extrañados, en el que acabarían: Miguel Labordeta, Francisco Pino, Carlos Edmundo de Ory o José María Fonollosa, así como los poetas cordobeses del grupo Cántico: Juan Bernier, Ricardo Molina, Pablo García Baena o Mario López.
Tras la muerte del poeta, que tuvo lugar el 11 de mayo de 1973, la recuperación de su obra ha venido produciéndose de manera lenta pero segura, debido sobre todo al empeño de sus dos hijas, Lourdes y Victoria. La primera fase de esa recuperación se remonta a los años 70, en que aparece Poesía de J. E. Cirlot. 1966-1972 (1974), preparada por Leopoldo Azancot, en colaboración con el propio poeta, y la sección que la revista Poesía le dedicó el invierno de 1989-1990, con las aportaciones y al cuidado de sus hijas. Después vendrían la antología Obra poética (1981), en edición de Clara Janés, que cinco años después publica el ensayo Cirlot, el no mundo y la poesía imaginal (1986), y la reedición de algunos de sus libros fundamentales, como El mundo del objeto a la luz del surrealismo (1986) y 88 sueños (1988). Otros hitos importantes en este proceso de recuperación han sido la exposición y el catálogo de IVAM, bajo el título de El mundo de Juan Eduardo Cirlot, que tuvo lugar entre el 19 de septiembre y el 17 de noviembre de 1996, así como la publicación de toda su poesía en tres volúmenes, además de otras obras importantes, a cargo de la editorial Siruela, durante la década pasada.
Dada la naturaleza ensayística del libro, Rivero Taravillo apenas se detiene en la infancia y mocedad de Juan Eduardo Cirlot, lo imprescindible acaso para informarnos de su pertenencia a una familia de tradición castrense y destacar la variedad de los orígenes de sus antepasados, a lo que el propio Cirlot atribuirá más adelante su «falta de catalanidad». De carácter inquieto y apartadizo, el pequeño Cirlot estudia el bachillerato con los jesuitas de la calle Caspe, a quienes debe su pasión por la antigua Roma y su interés por el mundo egipcio. La ajustada situación económica de la familia, y la desconfianza del padre por los libros, le empujaron hacia los estudios administrativos, de modo que muy pronto empezó a trabajar en una agencia de aduanas y en el Banco Hispanoamericano; pero enseguida halló en los estudios musicales una manera de compensar la falta de formación universitaria. Su pasión por la cultura y su voluntad de aprendizaje se concretaron pronto en lo que él llamó «ciertos descubrimientos de 1936», como fueron la pintura de Picasso, la imaginación surrealista, la música contemporánea de Stravinsky, de Weber y, sobre todo, del ruso Alexander Scriabin.
El interés del biógrafo va haciéndose mayor a medida que se adentra en la juventud del poeta. Durante los siete años que van de 1936 a 1943, Cirlot sobrellevó con espíritu castrense los desmanes de la guerra, primero en Barcelona, después en Madrid, y las penurias de la posguerra, en Zaragoza. A esta época pertenecen sus primeros escritos y el descubrimiento del surrealismo, de la mano de Alfonso Buñuel, hermano del afamado cineasta, en cuya biblioteca frecuentó los libros y revistas del arte de vanguardia y, en particular, del surrealismo. El verano de 1943 regresó a Barcelona, y conoció al novelista Benítez de Castro, que le introdujo en el periodismo. También son de esta época sus primeras publicaciones poéticas: La muerte de Gerión (1943), En la llama (1945), Canto de la vida muerta (1945), y Donde las lilas crecen (1946). A finales de esta década, el etnólogo y musicólogo alemán Marius Schneider le inició en simbología, lo que se dejará sentir en sus poesías, publicadas por cuenta propia, como el resto de sus obras poéticas: Diariamente, Elegía sumeria, Lilith, todas ellas publicada en 1949. Este año entró en contacto con el grupo surrealista francés, en particular, con André Breton, con el que mantuvo correspondencia, y se edita Igor Stravinsky, su primer ensayo.
Ese mismo año entró a formar parte del grupo Dau al set (1949-1953) con Tàpies, Ponç, Cuixart, Tharrats, Brossa y Puig. Pero a medida que se consolidaba su madurez personal, remitía su dedicación a la poesía, que era sustituida por su labor como crítico de arte contemporáneo. La publicación de El poeta conmemorativo (1951), Segundo canto de la vida muerta (1953), Tercer canto de la vida muerta (1954) o El palacio de plata (1955), por citar los mejores, no corrigieron su sentimiento de marginación, que se acentúa en 1957, a raíz de que el libro Cuarto canto de la vida muerta fuera postergado en el premio Ciudad de Barcelona, como el de otro poeta extrañado, el pucelano Francisco Pino. Su dedicación se desplaza, como subraya Rivero Taravillo, hacia el ensayo, a razón de varios libros y opúsculos por año, y hacia el estudio de los símbolos, en volúmenes como El ojo en la mitología (1954) o su conocido Diccionario de símbolos tradicionales (1958), del que realizó una segunda edición ampliada bajo el título de Diccionario de símbolos (1969). Al mismo tiempo, colabora en diferentes periódicos y revistas, principalmente en La Vanguardia, con artículos sobre arte, cine y música.
Llegados a este punto, Rivero Taravillo refrena el ritmo del relato, amplía sus reflexiones, hasta el punto de dedicar la segunda mitad de libro al último sexenio del poeta: su etapa de plenitud personal y artística. Repara en el giro poético que experimenta Cirlot entre los años 1966 y 1972: su tratamiento personal del soneto, su práctica del simbolismo fonético, su descubrimiento de la poesía permutatoria. Es el momento del ciclo Bronwyn, «que no es exagerado calificar como uno de los grandes logros de la poesía en español de la segunda mitad del siglo XX»; un momento señalado por la impronta del mundo medieval, la atracción por la simbología y por la mística sufí, centrado en la figura de Bronwyn, protagonista de El señor de la guerra, de Franklin Schaffner, e interpretada por la bellísima Rosemary Forsyth. Paralelamente, Cirlot continúa con sus estudios sobre arte contemporáneo –recuérdese El arte del siglo xx (1970)–, con sus lecturas de los presocráticos, Nietzsche y Heidegger –que aparecen reflejadas en un pequeño libro de aforismos, Del no mundo (1969)–, al tiempo que dedica una serie de artículos literarios a sus poetas preferidos, entre los que cabe destacar: «El pensamiento de Gerard de Nerval», «El pensamiento de Edgar Poe» y «La poesía de Georg Trakl».
Poeta raro y desconocido donde los haya, Juan Eduardo Cirlot gozó en vida del aprecio de unos pocos. Ángel Valbuena Prat elogió su poesía en Historia de la Literatura Española (1957). Guillermo Díaz-Plaja, que tuvo el acierto de incluirlo en la antología El poema en prosa en España (1956), le consideró «una de las fuentes líricas más auténticas e irrestañables de nuestro tiempo; una de las mentes, también, más lucidamente entregadas a su menester poético». Aunque una personalidad tan enigmática y fascinante como la suya no estaba llamada a convertirse en un escritor multitudinario, su presencia es cada día más patente. Cuando en 1958 muere Manuel Segalá, su antiguo compañero de tertulia, Cirlot propuso honrar al antiguo amigo como ha de hacerse con un poeta: «Publicar lo inédito, ordenar una antología, editar una corona de textos a su memoria». Se anticipaba así a la suerte que, andando el tiempo, le esperaba: Leopoldo Azancot publicó oportunamente sus inéditos, Clara Janés seleccionó con holgura su poesía y Juan Manuel Bonet agavilló una corona de textos a su memoria. Antonio Rivero Taravillo celebra ahora el centenario de su nacimiento con este excelente ensayo biográfico, que fue distinguido con el último Premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografías.