Philippe Lançon
El colgajo
Traducción de Juan de Sola
Anagrama, Barcelona, 2019
443 páginas, 21.90 € (ebook, 15.99 €)
POR EDUARDO LAPORTE

 

De las novelas anteriores a El colgajo del escritor y periodista Philippe Lançon (Vanves, Francia, 1963) conocemos poco. De ellas dijo Frédéric Beigbeder que no parecía que fueran a convertirle en el escritor que hoy es, lo que supone una paradoja cuando menos siniestra. Un lograr el éxito con el relato del horror padecido en carne propia que, no obstante, sostenía el autor de 13,99, supone una de las más apabullantes victorias del arte sobre la imbecilidad. «Es una obra maestra indiscutible, absoluta, un monumento de sinceridad traumatizada y de inteligencia sanguinolenta que deja al lector hecho pedazos», añadiría Beigbeder, cuyos halagos no tardaron en incluirse en las fajas promocionales de una novela llamada a despertar al cada vez más remansado panorama literario.

El entusiasmo de la reseña, publicada en Le Figaro en abril de 2018, pocos días después de la publicación de la novela en Gallimard, podría obedecer al deseo de un influencer literario de la talla de Beigbeder de dar el espaldarazo necesario a una novela también necesaria, valga el tópico, lo que explicaría un júbilo que en esta otra reseña será matizado. Tampoco es descabellado pensar en un ejercicio de empatía, de apoyo moral, gremial, humano, de un escritor poderoso y situado como Beigbeder a uno que se cuela en el ruedo literario con una novela que es más que una novela en cuanto testimonio descarnado de una víctima directa del atentado contra Charlie Hebdo del 7 de enero de 2015. Nadie afeó la fiesta al Eric Clapton que conquistó aquel surtido de «grammys» con su no obstante excelente trabajo unplugged, aunque años más tarde sus biógrafos reconocerían que el manto de solidaridad de la industria discográfica pudo haber influido. Recordemos que su hijo Conor venía de fallecer al caer por la ventana de un rascacielos, hecho que motivó su también premiada canción Tears In Heaven.

Apenas hay menciones del autor, en este monumental ejercicio autobiográfico que es El colgajo, a sus obras anteriores, a su vida como periodista que fantasea con descollar en el siempre más prestigioso mundo de la literatura. Sí, en cambio, se refiere a las reservas con que comenzó a trabajar en una publicación con merecida fama de gamberra como Charlie Hebdo. De cómo buscó la aquiescencia del director de otro periódico con el que también colaboraba, como el reputado Libération, y de cómo a éste le dio exactamente igual.

Sabemos poco del Philippe Lançon escritor cuando abrimos la primera de las cuatrocientas cuarenta y tres páginas de su novela y quizá sea lo mejor. Porque, hasta entonces, Philippe Lançón es un ciudadano más, aunque no uno cualquiera, sino uno que ejerce su libertad de expresión, como los demás miembros de la redacción de Charlie Hebdo, hasta las últimas consecuencias. Todo cambiará para él a partir de aquel 7 de enero. Su cara, para empezar, víctima de los disparos de los dos terroristas de Al Qaeda que irrumpieron sin clemencia en la sede del semanario satírico. Esa transformación personal —en algo todavía no del todo definida— es, como veremos, lo más valioso del libro, aunque el autor se centre con un excesivo celo periodístico en convertir su nueva existencia en una prolija crónica. Hay un antes y un después en la vida de un hombre llamado Philippe Lançon. El que escribió esta novela —autobiográfica, pero novela por su aspiración literaria— a partir de agosto de 2017 es y no es aquel que se levantó una mañana cualquiera para asistir al asesinato de sus compañeros (hubo doce muertos) y su propia devastación. Como el Philippe Lançon que aparece en la fotografía de la solapa —con el rostro todavía inmaculado— es y no es el que firma la novela. ¿Decisión meditada? ¿Rechazo a ese nuevo rostro no tan apolíneo? Más bien otra alusión a ese «otro yo» que hace aún más potente el «Je est un autre» que inmortalizara Rimbaud.

Porque, ¿no es acaso la transformación de los personajes que pueblan una obra, contagiando en ese misterioso proceso al lector, lo que proporciona el sentido más profundo a la literatura? Daremos el sí por respuesta, algo que también hace, en un momento dado, el propio autor de El colgajo citando al Nietzsche que sostiene que el dolor y el placer son dos caminos igualmente valiosos para acceder a la sabiduría. Inmerso en el dolor, físico y moral, Lançon intuye que no puede ser del todo gratuito.

La novela transita, por tanto, entre esa doble vocación, periodismo que cuenta y literatura que indaga, y que quizá sin que él sea consciente de ello define al periodista y escritor que es Philippe Lançon. Un autor que no se ocupa por cierto —lo que no deja de ser sorprendente por otra parte— de temas de calado y que le atañen exactamente como el de los límites de la libertad de expresión. Aunque en ese callar podríamos vislumbrar que estuviera otorgando algo, lo cual añadiría peso específico a la novela. Un atentado es un acto de barbarie, ¿pero no es también propio de bárbaros que alguien «ofenda a sus iconos, insulte a sus dioses y humille a sus santos en nombre de la libertad de expresión?». Esto se lo plantea, citando a una abuela de una «altura moral» insuperable, Theodor Kallifatides en su maravilloso y reciente Otra vida por vivir (Galaxia Gutenberg). Si Lançon lo deja caer, lo hace como un susurro apenas audible.

«El periodismo se ocupa de los árboles, la literatura del bosque», decía Rosa Montero y la cita sirve para señalar una de las debilidades de esta obra: hay tantos árboles que a menudo se tapa el bosque. Habrá quien vea en cambio un equilibrado ejercicio entre esas dos facetas antes citadas, la de la reconstrucción fiel de los hechos —los del atentado y todos los pormenores de la convalecencia hospitalaria posterior— y la de tratar de encontrar sentido a lo acontecido, que es lo peliagudo del oficio literario (de ahí que su ejercicio siga teniendo más prestigio que el periodismo). Tengo un amigo al que le gustan las almendras y el chocolate, pero no el chocolate con almendras; es probable que definiera esta novela como una gran tableta de chocolate con almendras.

La primera parte es prodigiosa. Un ejercicio impresionante de reconstrucción de los sucesos más traumáticos, el atentado en sí. Ahí vemos la doble vertiente de Lançon, la de cronista-literato en su mejor fusión. Se ofrece una visión sorprendentemente nítida de los hechos pero también una pluma literaria que se sumerge en lo más profundo de su percepción, de su memoria, para reconstruir esos hechos yendo más allá de la mera descripción. «Cerré los ojos y al cabo volví a abrirlos como un niño que cree que nadie lo verá si se hace el muerto. […] Esperaba al mismo tiempo la invisibilidad y el golpe de gracia, dos formas de desaparición». La maestría con que recrea la pesadilla y la convierte en real reside en que el lector, al menos este lector, siente que ya ha vivido lo narrado, aunque no lo haya vivido. Su valor descansa entonces en la capacidad de generar familiaridad con lo más extraño, con lo más pavoroso, algo que no deja de tener un componente de misterio y que sólo la literatura es capaz de lograr. Y de eso hay unas cuantas demostraciones en esta novela.

Pero da la sensación, conforme se avanza, de que Lançon estaba más preocupado —cuando se puso a levantar la novela, en un retiro escocés en el verano de 2017— en dejar constancia de lo vivido que de construir esa obra maestra que celebraría Beigbeder. Como si su deber fuera dar fe de todos y cada uno de los detalles del atentado, pero también de la microbiografía que genera su ingreso hospitalario, así como del trato con las personas que poblaron su penosa existencia durante los nueve meses de recuperación. Como si el hecho de escribir le mantuviera no sólo vivo, sino alejado de esa otra vida, la real, la exterior, de la que hubiera un deseo de escapar no resuelto. Como también parece querer mantenerse lo máximo posible dentro de los límites del hospital, tanto en las instalaciones de la Pitié-Salpêtrière como en la planta de Les Invalides, no lejos de la tumba de Napoleón, donde pasará los meses más calmados de su puesta a punto. (No sin la presión del personal médico que le recuerda que no puede permanecer de por vida ingresado).

Recuerda entonces a la paradoja del náufrago, la del Robinson Crusoe que, tomada la medida al aislamiento, no sólo no echa de menos la vida en tierra firme, sino que considera que el nuevo universo construido a su alrededor es mejor. Entonces, entre el aluvión de literatura hospitalaria mezclado con analepsis sobre su vida sentimental o periodística, afloran una suerte de revelaciones apuntadas que entrarían en un insondable terreno de la sabiduría, aquella que Nietzsche situaba detrás tanto del dolor como del placer.

Ese poner en entredicho su propio oficio, que reconoce que nunca llego a tomarse del todo en serio, aporta una textura especial, de una intimidad nueva. Como pone también en entredicho sus relaciones, los afectos más estrechos, el nuevo trato directo con el equipo médico, a la propia Gabriela, interesante personaje secundario que personifica la dificultad del amor en determinados tiempos del cólera. No tanto por él como por ella, más bien predispuesta a pesar de lo poco apetecible del plan, a saber, velar por alguien que se recupera al otro lado del océano, sin habla, que se alimenta a través de una sonda y que apenas puede salir de sí mismo, pues la lucha por la supervivencia reduce la capacidad de entrega. En tiempos de paz, nadie está preparado para cuidar a estos anacrónicos veteranos de guerra.

Afirma el Lançon narrador que todo paciente es un hombre de acción y siempre se ha dicho que las novelas precisan de personajes que hagan cosas, que se enfrenten a retos. La cita de Lançon es resultona pero tiene algo de tramposa, ya que el lector de El colgajo se encuentra a un personaje pasivo en cuanto que depende de los demás. El relato de esa dependencia, a ratos reconfortante para él y en otros exasperante, puebla buena parte del libro. El descubrir, como ya hemos apuntado, que en manos de los demás se puede vivir bien, incluso mejor, tiene algo de inesperada revelación. Como es también inesperado pero sobre todo incómodo el descubrir que hay un límite, que hasta el paciente más mediático (visitado por François Hollande), frágil y necesitado acaba siendo una carga incluso para los propios profesionales. De ello también deja constancia el autor y quien llegue al final lo comprobará con un regusto más agri que dulce.

Debajo del prolijo catálogo de detalles quirúrgicos —entendemos que, sin abandonar su querencia periodística, iba tomando nota de todos los detalles— apreciamos esa corriente misteriosa; la de un hombre abierto a buscar algo, aunque no sabe, no sabemos, bien qué, pero que es distinto a lo que ha conocido y que huele a verdadera libertad. Pero el paciente que es Lançon, el dependiente que sigue siendo incluso cuando se rearma para mirar de frente al dolor y recrear todo aquel calvario, no ve claro aún en qué dirección orientar su acción, por eso es un héroe extraño, un héroe atado de pies y manos. Quizá por eso escriba sin parar, porque en ese engarzar palabras encuentra la única acción posible que puede ofrecer a ese personaje estático al que la convalecencia —llena de pequeñas torturas, por si no hubiera quedado claro— le condena.

Hay quien dice que conviene escribir desde la distancia adecuada. Separar, precisamente, al periodista del escritor y dejar que los hechos, sobre todo si fueron traumáticos, permeen en el alma. Entonces sí es posible sacudir las ascuas de las que puede surgir algo parecido a la sabiduría a la que alude Nietzsche. Hasta ese momento, tendremos un proceso de reconstrucción de esa alma rota, tan destrozada como la propia mandíbula del Lançon víctima de la barbarie. El Lançon con un colgajo por todo rostro que, en el proceso de volver a levantarse, nos brinda un importante testimonio. Y entre todos esos árboles, la promesa de un bosque que quizá se proyectó demasiado pronto.