Javier Lostalé
Javier Lostalé, lector de poesía
Editado por José Cereijo
Fundación Gerardo Diego, Santander, 2019
277 páginas, 15.00 €
POR GUILLERMO CARNERO

 

 

Pocos han hecho, en las últimas décadas, tanto por la difusión de la poesía como Javier Lostalé. En la recitación, en la que ha sido siempre y es un consumado maestro, pocas voces tan precisas, en altura, tono y timbre, para transmitir el acto de intensidad que debe ser un poema. Su nombre estará unido siempre, en ese orden de cosas, a su participación en los programas radiofónicos El ojo crítico y La estación azul, por los que recibió merecidamente, en 1995, el Premio Nacional al fomento de la lectura en los medios de comunicación. Yo diría que no sólo a la lectura, sino al disfrute de la poesía a través del placer de la transmisión oral, donde quedan realzadas la posición, la intensidad y la precisión de las palabras, el ritmo, el énfasis, el silencio y la pausa en las frases y los versos. Bien es verdad que la poesía, cuando la anima un pensamiento complejo y de discurso no lineal, y en razón directa de su extensión y densidad, exige la lectura solitaria que da pie a la meditación y a la vuelta atrás; pero no lo es menos que, siendo síntesis de emoción y pensamiento, adquiere un significado último por arte de la voz humana, cuya diversidad y sutileza no ha logrado superar ningún instrumento musical. Todos los que escribimos hemos tenido la experiencia de encontrarnos con un lector que nos ha confesado que buscó uno o varios de nuestros libros después de haber oído alguno de sus poemas en la voz de Javier, en la de su compañero Ignacio Elguero o en la de los colaboradores de los que ambos han sabido rodearse.

Javier debe a su doble condición de poeta y de rapsoda su dominio de la palabra propia y ajena. Por su fecha de nacimiento pertenece a la generación llamada del 68 o del 70, si bien se ha dado la paradójica circunstancia de que, siendo autor de ocho libros, y aunque figuró ya en la antología Espejo del amor y de la muerte, publicada por Antonio Prieto en 1971, lo haya acompañado una cierta confusión en cuanto a su situación en la cartografía poética. Fenómeno frecuente, que en su caso puede deberse a dos cosas: el haber sido, en cuanto a la aparición de su primera colección, un poeta tardío, como lo fue Vicente Aleixandre; pero sobre todo a su voluntad de eclecticismo y a la adopción de un intimismo que, por su serenidad y comedimiento, ha venido a resultar intergeneracional, y que ha alcanzado su mejor expresión en su último libro, Cielo (Fundación José Manuel Lara, colección Vandalia, 2018). Lostalé se escribe y se describe con morosidad, se envuelve deliberadamente en una tenue nebulosa donde hay más contención emocional que irracionalidad, y cuya característica primordial es la sobriedad, la ausencia de impostación, la proximidad de una confidencia sugerida en voz baja y en lenguaje trasparente y conversacional. Soledad, desaliento, amor malgastado, ingratitud, espera inútil de un advenimiento siempre postergado, olvido y renuncia, tenacidad de un árbol solitario que recorta su silueta frente a un horizonte lejano e indiferente. La suya es una palabra en la que el lector percibe, ante todo, la voluntad y la esperanza de una comunicación centrada en lo elemental y lo necesariamente compartido. Pero esa opción personal, tan hondamente asumida como una creencia fundacional, no ciega su mirada como una opción excluyente, sino que convive con la comprensión y la aceptación de lo diverso e incluso de lo opuesto, porque el sincretismo, deber irrenunciable del crítico, es en él consecuencia natural de la tolerancia que sólo concede la sabiduría.

Los textos reunidos en esta publicación de la Fundación Gerardo Diego proceden de varios medios de comunicación, y su desigual extensión obedece a lo impuesto en cada caso por las circunstancias o el canal de transmisión elegido: presentaciones en librerías o instituciones, retransmisiones radiofónicas, publicaciones en volúmenes colectivos o en revistas como Turia y Mercurio. Javier no se ha propuesto emprender una sistemática historia de la poesía española contemporánea, sino reunir una selección de lo surgido al hilo de la novedad editorial, todo con esa múltiple dimensión de crítica, difusión e interpretación, siempre acompañada de la cordialidad y la proximidad que son sello de su personalidad. Con todo, el azar ha trazado un itinerario significativo. Y no debe olvidarse que la recopilación que nos ofrece este volumen de la Fundación Gerardo Diego ha dejado mucho inédito, por razones y restricciones editoriales.

Si hubiera que definir la aproximación de Javier Lostalé a la poesía, podría resumirse en dos palabras: confianza y bondad. Lo primero en cuanto seguridad, si identificamos el mundo literario con la Bolsa, en que cotización equivale a valor. Lo segundo porque la mirada de Javier está guiada por la cordialidad y por el deseo, que en él es un hábito, de descubrir y realzar lo que de apreciable, sea mucho o poco, hay en todo texto y en todo libro.

Si ordenamos los escritos reunidos en este volumen según una trayectoria cronológica, el primer lugar lo ocupa naturalmente Juan Ramón Jiménez, caracterizado por la contemplación de infinitud, verdad y belleza, espiritualización de lo carnal, interiorización e integración de lo visible y lo invisible. Juan Ramón es presencia permanente en la obra de Lostalé, y al leer las palabras que le dedica tenemos la sensación de estar asistiendo, sin que se diga ni sea preciso decirlo, a la expresión de una poética y un proyecto propios, todo en apenas cuatro páginas densas, de lo que se deduce algo que debe tener presente el lector de este libro: la extensión dedicada en él a un escritor no es índice de su valoración relativa, sino producto del número de acontecimientos literarios y novedades editoriales que ha protagonizado. No hay mejor demostración que la ausencia en este volumen de un capítulo dedicado a otro poeta que ha contribuido decisivamente a conformar la personalidad y la escritura de Javier Lostalé: Vicente Aleixandre.

Tras Juan Ramón, algunos poetas de la generación del 27, empezando por Gerardo Diego: su lograda síntesis de tradición y vanguardia, la imbricación en su vocación y su quehacer de música y poesía, su ingente tarea de articulista, su maestría como autor de sonetos, su presencia en el momento inaugural de la vanguardia española, su relación con Vicente Huidobro, sus antologías de 1932 y 1934. Y algo que Javier encarece en Gerardo al mismo tiempo –adivinamos– que reivindica como propio: que en su obra la verdad y el anhelo de trascendencia se impongan a todo dejo de rupturismo.

Dos poetas del 27, a veces olvidados o arrinconados, en quienes Javier encuentra antes singularidad que menor rango: Larrea y Bergamín. En el primero destaca la interiorización de un profundo americanismo cultural producto del exilio; en el segundo la convivencia de obra poética y aforística, de juego, burla y seriedad. En cuanto a Bergamín hay, si he de ser sincero, algo en lo que no puedo compartir la estampa que Javier traza, en cuanto soslaya su poco ejemplar comportamiento en el Segundo Congreso Antifascista de Valencia, 1937, y la calumniosa reprobación de André Gide que lo convirtió en un turiferario de Stalin.

En Pablo García Baena destaca la vinculación a Góngora, la convivencia de la introversión cordobesa y la expansión mediterránea malagueña, el cultivo solitario y litúrgico de la palabra suntuosa, el culto recoleto de la belleza, los muchos estratos perceptibles en una religiosidad específicamente andaluza, tanto creencia como espectáculo y metáfora de la experiencia gozosa y penitencial del amor humano. Y nuevamente, al resumir su asentimiento a la obra de Pablo, Javier nos propone una fórmula que tiene mucho de poética propia: «Sus palabras son dichas casi al oído, con el tono íntimo suficiente para que en silencio brille la respuesta […]. Habitante de las últimas galerías de lo real, para allí, mediante el lenguaje, encender el misterio, su figura mana una quietud que no es sino remanso de muchos fuegos». El imaginario barroco de Pablo y su léxico suntuario no son así un obstáculo para quien los admite y hasta admira, aunque no los comparta.

En Luis Rosales reconoce Lostalé el alto voltaje de una mirada hondamente simbolista, los misterios de la memoria y la sabiduría cervantista; en Francisco Brines la continuidad, desde Las brasas a La última costa, de temas universales como el amor y la pérdida, la transustanciación mítica de la naturaleza, la proximidad a Gabriel Miró y Luis Cernuda; también la incursión en el dieciochismo erudito a propósito de su coterráneo Gregorio Mayans. En Jaime Gil de Biedma la voluntad de adensar una obra reiteradamente podada, la consideración crítica y hasta irónica de la propia asunción del regeneracionismo ideológico de su generación, su síntesis de la tradición clásica, la española y la anglosajona. En Clara Janés admira Javier la singular serenidad de raigambre oriental, la ambivalente voluntad de soledad y de comunicación. Pocas definiciones se habrán dado de su quehacer más completas que la suya: «La poesía de Clara Janés tiene la fragilidad de la arena y la fuerza celeste de la palabra sagrada […] y toca con ellas el centro de gravedad de lo innombrable». En Juan Luis Panero reconoce Javier la propia convivencia de sugestiones procedentes de la experiencia directa y de los diversos territorios de la tradición culta.

En Pedro Gimferrer destaca la densidad cultural, la intensidad amorosa, la herencia surrealista, la maestría en el uso deslumbrante de la palabra; en Jaime Siles, que la filología, la erudición y la transustanciación poética quepan en el mismo crisol. En Luis Antonio de Villena, el humanismo de un integrador de culturas, la curiosidad de un viajero a través del tiempo y el espacio, la pluralidad de saberes de un heterodoxo, la búsqueda de la belleza, la persistencia de la pérdida y el pesimismo acerca de los objetivos y los móviles del comportamiento humano, la síntesis de autobiografía y memoria cultural, y en resumen «una honda y sincera fe de vida transmitida a través de una obra mayor que promueve la reflexión desde los sentimientos y genera una ética de la libertad».

Como mérito añadido a los muchos que exhibe esta recopilación, la atención prestada a poetas de indudable calidad como Manuel Álvarez Ortega, en su peculiar irracionalismo visionario; Jesús Hilario Tundidor, en su búsqueda de la salvación a través de la palabra, el arte y la música; Francisco Gálvez, José Infante, Rafael Pérez Estrada.

Y junto a los poetas, la mirada cordial de Javier Lostalé ha ido reconociendo la labor de editores y críticos como Juan Carlos Abril, Felipe Benítez, José Luis Bernal, Dionisio Cañas, Nigel Dennis, Francisco Javier Díez de Revenga, Mario Hernández, José Carlos Mainer, Juan Antonio Masoliver, Gabriele Morelli, Julio Neira, Pedro J. de la Peña, Manuel Rico, Antonio Rivero Taravillo, Francisco Ruiz Noguera, Andrés Trapiello; y la tarea de editoriales como Calambur, Devenir, la Fundación Santander Central Hispano, la Fundación José Manuel Lara, Huerga y Fierro, Olifante, Pretextos, Renacimiento, Turner, Tusquets, Visor.

El lector de este Cuaderno encontrará tanto un itinerario a través de la poesía española contemporánea, como las claves de su recepción por uno de sus mejores conocedores y más asiduos frecuentadores e intérpretes.