Ferran Toutain
Imitación del hombre
Malpaso, Barcelona, 2020
288 páginas, 22.00 €
POR MANUEL ARIAS MALDONADO

 

Podría decirse que uno de los problemas elementales de la sociedad humana es la tendencia de sus miembros a imitarse recíprocamente, si no pudiera igualmente decirse que aquí reside también una de las claves de su éxito organizativo; la propagación mimética de las conductas es una de las condiciones del progreso, sean cuales sean las reservas que pongamos a este término. El escritor catalán Ferran Toutain se ocupa con agudeza en este libro de los aspectos negativos de la imitación, sin por ello desconocer sus aspectos positivos. Sus páginas son una implacable disección de la mediocridad que destilan las inercias miméticas, presentadas con un estilo elevado que recuerda por momentos a Ferlosio («en el mito del deporte no hay otra cosa que la expresión desaforada de una atávica pulsión agónica que no precisa más que una mínima marca de identificación, los colores del equipo, para ponerse en funcionamiento», leemos) e incluye evocaciones biográficas de las que el autor no sale necesariamente mejor parado que sus congéneres; al fin y al cabo, como dice él mismo en una frase que bien podría resumir el escepticismo que da impulso al libro, «de un modo u otro todos hemos venido a este mundo a hacer el ridículo» (p. 19). Y no le falta razón.

Hay que señalar que la obra fue ya publicada en catalán en el año 2012, si bien el trabajo de traducción y corrección del propio Toutain ha terminado por dar a luz una obra ampliada que él mismo considera un nuevo original. Más que de un volumen sistemático o cohesionado, estamos ante un conjunto de ensayos y notas que comparten el mismo tema; la estructura diseñada por Toutain ayuda a unificar los textos, cuyo carácter misceláneo entretiene la lectura sin entorpecerla ni rebajar su tono. De hecho, las estampas de vida que aparecen en estas páginas tienen un valor inestimable como casos prácticos de imitación que el autor ha protagonizado o podido observar directamente. Y la altura del tono viene dada ya por las figuras cuyo pensamiento sirven aquí de referencia: Gombrowicz, Musil, Girard, Dalí, Rosset, Lippmann. La cita que encabeza el volumen, debida al escritor polaco que encabeza esa enumeración, es un prólogo inmejorable: «Ser hombre significa imitar al hombre». No estamos, pues, ante una cuestión menor.

Toutain divide el libro en cuatro partes: la primera se dedica a describir la imitación como una dialéctica de dominio y sumisión; la segunda bucea en la tradición occidental para desentrañar el papel que en ella ha jugado la identidad y especula con inteligencia acerca del sentido de la mímesis en Platón y Aristóteles, además de contemplar esta última desde el punto de vista de las ciencias naturales; la tercera da el giro a la política y se ocupa del mimetismo ideológico; finalmente, el autor busca una salida al círculo vicioso de la imitación en los desaguaderos habituales de la literatura, el arte y el humor: hace bien, porque no hay otros.

El autor arranca el libro señalando que ya desde la infancia pudo comprobar, en distintas escenas familiares, que las actitudes humanas no son sino «una pura exhibición de estereotipos» (p. 15). No habría en ellas, pues, nada original: todo lo tomamos de fuera. Desde este punto de vista, la vida es una mascarada: un desfile de imitadores. Para Toutain, éste es el gran tema de la literatura; puede añadirse que es un asunto que ha ocupado a sociólogos, antropólogos y biólogos interesados en determinar el rol de la imitación en la conducta humana. ¿Qué pesa más en la conformación de la subjetividad y de las acciones humanas, el interior del individuo o su exterioridad social? Nuestro autor sostiene que el ser humano es un ser social que absorbe los fluidos de la colectividad como si fuera una esponja; fuera de la imitación no habria nada, por más que nos empeñemos en perseguir el ideal romántico de la autenticidad. Irónicamente, y a la manera de lo que sucede en la adolescencia, por lo general buscamos diferenciarnos adscribiéndonos a un colectivo, lo que nos permite vivir «la ilusión de la originalidad» al tiempo que satisfacemos «la demanda contradictoria de individualismo y gregarismo que tanto caracteriza al mundo actual» (p. 26). Tal vez ahí resida una de las claves del éxito de las políticas de la identidad.

De esta lógica replicativa se salvaría el erotismo, que Toutain entiende dominado más por el sistema nervioso que por la pulsión imitativa; aunque tal vez sería preferible hablar de impulso sexual a secas, ya que el erotismo —entendido como revestimiento cultural del sexo— sí está sometido al influjo social. La conclusión del autor no cambiaría por ello un ápice: la identidad personal, nos dice, sólo puede estar constituida por cualidades compartidas. Falta, sin embargo, por determinar si toda nuestra identidad está constituida por cualidades compartidas, si sólo lo está una parte de la misma, o si la identidad es el producto dinámico de las interrelaciones entre lo personal y lo compartido. Dado que Toutain admite la posibilidad de escapar a la lógica imitativa mediante el pensamiento autónomo, que en este contexto podríamos definir como el examen crítico de nuestras influencias, la copia del otro no es la única posibilidad del ser humano. De la misma manera, a la vista de la complejidad que reviste la imitación en nuestra especie, no parece que imitemos automáticamente aquello que tenemos cerca sino que imitamos a quienes nos gustan o atraen. Pero, ¿cómo decidimos eso, si es que podemos hablar de una decisión propiamente dicha? Y especialmente: si todo es imitación, ¿de dónde sale la primera conducta? Este dilema puede traducirse al lenguaje sobre el deseo mimético de René Girard: ¿cómo tiene lugar el primer deseo, al que ningún otro ha precedido, hacia el que se dirigen luego los demás?

Valgan estos interrogantes para dar idea de las dificultades que comporta el estudio de la imitación. Acierta Toutain cuando vuelve su mirada hacia los griegos, que ya se plantearon este problema: Aristóteles dijo que el hombre es el animal más imitador de todos. En particular, a Toutain le interesa el significado de la mímesis en la obra de Platón y Aristóteles, que se aparece al lector como inicialmente desconectado del hilo principal del ensayo y termina, sin embargo, por revelarse como una extensión natural del mismo. Y ello porque, tras citar a figuras de autoridad que niegan que Platón tuviera una doctrina de las ideas, siendo estas últimas una forma poética de presentar una filosofía y no una realidad externa al ámbito de la experiencia humana, el autor nos recuerda que la poesía es en Grecia un vehículo de transmisión cultural orientado a la educación del ciudadano. Desde este punto de vista, mímesis y virtud estarían relacionadas; existiría así una «buena» imitación. Pero se nota que a Toutain le interesa más el empleo que Sócrates hace de la mímesis para designar el comportamiento patológico del público asistente a las representaciones poéticas, haciéndose así referencia a estados o momentos en los que el ser humano se entrega al instinto primario de la identificación en lugar de singularizarse a través de la razón. Dicho sea sin necesidad de precisar el contenido de la imitación, pues se acaba de decir que también la elevación y la virtud pueden imitarse; al requerir de un mayor esfuerzo, son menos populares.

Después de unas consideraciones sobre la conexión entre imitación y estupidez, que sirven al autor para lamentar que nuestra sociedad considere un valor superior la coherencia ideológica sea cual sea el grado de acierto o desacierto de la ideología en cuestión, Toutain se lamenta de que la televisión y las redes sociales se hayan convertido en «el santuario de los individuos poco considerados» (p. 131). Es más: desde los años sesenta en adelante se habría producido un proceso general de desinhibición o pérdida de vergüenza, que habría llevado a nuestro mundo a componer la estampa de un compromiso entre la contracultura del 68 y la patética pareja flaubertiana formada por Bouvard y Pécuchet. Lo que Toutain quiene medir aquí, sin embargo, no se deja medir fácilmente; se corre así el riesgo de incurrir en la impresión personal o anecdóctica. Sucede algo parecido en aquellas páginas en las que se arremete contra el papel que en la valoración del trabajo académico han adquirido las llamadas publicaciones de impacto, tema un poco más ambiguo de lo que se deja ver aquí.

Brilla Toutain, en cambio, cuando se ocupa del mimetismo ideológico. Su punto de partida es la distinción entre los prejuicios, entendidos con Chamfort como juicios previos al conocimiento, y unas ideas propias que resultan de un esfuerzo intelectual que muchos no quieren o no pueden hacer. Lo cierto es que el ser humano propende a la creencia dogmática, por la sencilla razón de que resulta psicológica y anímicamente estabilizadora: ahí está el bienestar que procura el sesgo de confimación para ratificarlo. En la misma medida, abjuramos del vacío; para guarecernos de él, imitamos y buscamos la compañía de otros en el cálido establo de las ideologías. Tras ilustrar sus propias peripecias juveniles en el terreno del radicalismo político durante el tardofranquismo, el autor sentencia que «el éxito de las ideologías proviene de la naturaleza imitativa del ser humano» (p. 180). ¡Sin duda! Si no todo el éxito, al menos una buena parte. No en vano, las ideologías son construcciones intelectuales que se interponen entre nosotros y la realidad, sustituyendo esta última por una imagen prefijada del mundo. Al igual que sucede con el relativista, el ideólogo tiende a negar la realidad factual o cuando menos a retorcerla, a fin de que se ajuste a sus postulados teóricos: la historia es una lucha de clases y si no, peor para la historia. Toutain elige a sus interlocutores con tino: Gidé, Arendt, Orwell, Ortega. Sus críticas a la izquierda son severas; también lamenta la «red de falacias miméticas» construida por el feminismo radical. Y, naturalmente, no se olvida del nacionalismo, que conoce bien como residente en Cataluña y al que describe como «estado psicológico en el que la imitación de actitudes, ideas y sentimientos se presenta de manera completa y programada» (p. 205).

Pero, ¿cómo puede escaparse a esta lógica circular? Toutain menciona la solución de Gabriel Tarde: la tendencia a la imitación de la mayoría se compensa con la invención original que llevan a cabo las exiguas minorías que se asbtraen del tumulto social. Puede ser: ahí entran en juego individuos, movimientos y organizaciones que introducen nuevas ideas, prácticas o tecnologías. No obstante, el pensador catalán está más interesado en explorar los caminos mediante los cuales el sujeto puede «abandonar provisionalmente el vicio existencial de la imitación» (p. 235). En este punto, se encuentra con el arte y la comicidad, vale decir con la creación y esa variante peculiar de la autoconciencia que se resuelve en una carcajada más que en una queja. No es un mal consejo: ya que la imitación cumple un papel vital en la autoproducción social de la especie y no podemos escapar a ella, hagámonos conscientes de ello y tratemos de cultivar aquellas actividades que suspenden su imperio. Se trata del sano colofón a un ensayo estimulante, que practica la crítica cultural en el sentido más noble de la palabra e incorpora de manera inteligente al propio autor como sujeto ocasional de la misma: he aquí una voz personal que dice cosas que merecen ser escuchadas. Ojalá encuentre los lectores que se merece; esa imitación no tendría nada de censurable.