Arthur Conan Doyle
Mis libros. Ensayos sobre lectura y escritura
Traducción de Jon Bilbao
Páginas de Espuma, Madrid, 2017
304 páginas, 25.00 €
Acceder a textos menores, entrevistas variadas o ensayos de mayor o menor interés de un autor como Conan Doyle siempre resulta provechoso, aunque quizá sea de mayor interés para el rastreador, para el que lee paseando por las páginas en busca de aislados tesoros, hallazgos puntuales que esperan entre páginas no siempre atractivas. Hay recompensa, pero para el que se contenta con poco, dicho esto sin ánimo de minusvalorar lo poco. Cuántas veces el tesoro escondido proporciona más regocijo que la excelencia continuada. Hay lectores que, conscientes de lo limitado de nuestro tiempo, prefieren la gran obra, el producto decantado. También hay quien le gusta salir a pescar. ¿Por qué digo esto? Mis libros. Ensayos sobre lectura y escritura es una colección de ensayos, conferencias y entrevistas que empieza algo tedioso. No siempre el autor de una obra es el que tiene las reflexiones más interesantes o amplias sobre la misma, quizá sea por el exceso de proximidad a sí mismo o por haberse acostumbrado a pensarse de una determinada manera. Nada que objetar al autor (a quien valoramos por su obra y no por la entrevista que hizo un día sobre la misma), es más bien un sinsabor de la compilación. El autor se repite, nos dice lo mismo varias veces y en la literatura no nos gustan tanto los estribillos como en la canción. Pero ¿por qué iba a sospechar Conan Doyle que se reunirían, en aras de la superstición de la obra completa, artículos periodísticos entregados a su presente o entrevistas en las que presumiblemente las palabras tendrían la función de satisfacer la curiosidad del momento? No están pensadas muchas de ellas para la recopilación ni para la perpetuidad, por tanto, las repeticiones son las pequeñas molestias que tiene que sortear el pescador.
Contiene este libro tres conjuntos de artículos: los dedicados a sus libros —a mi juicio, escasamente interesantes—, los dedicados a Sherlock Holmes —aquellos que leyeron sus Memorias y Aventuras tampoco pescarán mucho aquí— y los dedicados a sus lecturas, que son los más interesantes, amplios y estimulantes. Y, como de lo que carece de interés no merece la pena enredar —el desinterés es suficiente—, me dedicaré aquí a la última parte, pues sólo lo valioso estimula, en mi opinión, la crítica.
«Sobre sus lecturas», ahora ya sí, es una invitación a sentarnos en el sillón verde de Conan Doyle, frente a su biblioteca, para escuchar y conversar acerca de literatura. Puesto que nos acoge en ese íntimo refugio lector, adoptando con nosotros el tono informal de aquel que habla con un amigo sobre sus libros más queridos, y, además, tiene la cortesía de interpolarnos de cuando en cuando: «¿Qué le parece este pasaje?» o «¿Me permite coger el libro y leerle un párrafo?», la sensación es la de amigable escucha y discreta conversación con este amigo del pasado. Es una buena ocasión para pasar la tarde con sir Arthur Conan Doyle, algo que bien sopesado no tiene nada de desdeñable. Él, que fue acérrimo defensor de la parasicología y los fenómenos sobrenaturales en sus últimos años, nos sienta en el sillón de la que fue su casa para asistir a esta suerte de güija literaria. Eso sí, con mejor final que ese otro sillón verde en el que nos sentó Cortázar en su cuento Continuidad de los parques. ¿Lo recuerdan? No son inofensivos los sillones verdes en la literatura.
Pues bien, una vez acomodados, nos invita a «cruzar la puerta mágica» desde donde se ve la librería de roble de su casa con sus desordenadas filas de libros. ¿Acaso no es un placer husmear en bibliotecas ajenas? Ésa es su invitación. Incluso nos propone fumar mientras escuchamos. Un repaso por sus estanterías una a una —le suponemos una biblioteca no excesivamente numerosa pero selecta y con un marcado gusto propio— nos llevará, desde la balda más alta, en donde reflexiona acerca de Macaulay, Gibbon, Boswell, Scott o Borrow, a otras en donde hallaremos libros de ciencia, de boxeo, de historia, crónicas, memorias y, en discretísimo número, algo de poesía. De estos primeros, el retrato de Johnson por sí solo justifica nuestra tarde. Ni convencional ni académico, comienza desmontándolo, argumentando las razones por las que, a su juicio, de no ser por su biógrafo, no hay justificación para su lugar destacado en la literatura inglesa. Empieza por una recopilación de sus opiniones más descabelladas acerca, por ejemplo, de Shakespeare («Shakespeare no escribió seis buenas líneas seguidas»), sobre la ignorancia de Voltaire, la sinvergonzonería de Rousseau o sobre monarcas como Carlos II, de quien llegó a decir que «fue un buen rey». A éstas hay que sumar un largo etcétera que divertirá por la explosión de furia tan desatinada. No obstante, éste es sólo el huracanado inicio de un retrato que va abriendo el foco ahondando en las causas de su brusquedad, en la raíz de las cicatrices de Johnson e incluye una valoración de Doyle con respecto a tanto escupitajo: «Su bondad era innata, su maldad era el resultado de una vida terrible». Su modo de afrontar la vejez y la muerte, su compasión o sus dotes de gran conversador son analizadas con la rapidez narrativa de quien va siempre al meollo de lo que se trae entre manos.
Doyle era poco amigo de digresiones y circunloquios. Con respecto a la novela opinaba que «una buena novela de verdad debe ir siempre hacia delante y nunca perder el tiempo». Como ejemplo para él: Ivanhoe. El tomar un tema entre manos y no detenerse un instante era una cualidad que valoraba en el narrador y que se aplicaba a sí mismo. Y así procede en este conjunto de ensayos en los que pasea de libro en libro parando excepcionalmente a valorar las relaciones entre los libros de cada balda, preguntándose, por ejemplo, por qué «Borrow tenía que desdeñar de manera tan grosera a Scott». Y es que Borrow era, a su juicio, «raro, intolerante, prejuicioso, obstinado, con tendencia al enfurruñamiento», además de «todo lo rebelde que se puede ser». Lamenta Doyle que sus amigos no lo fueran a su vez entre ellos.
Al Conan Doyle que vemos en estos textos conversacionales le gusta posicionar, hacer listados y jerarquías. Entre Balzac y Borrow, prefiere a Borrow, entre otras cosas porque Balzac reclama una porción excesiva de nuestro limitado tiempo de vida mientras que Borrow nos da su excelencia en un mes de lectura intensa. A veces, con un estilo de crítica semejante al comentarista de una carrera de caballos, nos dice que «Scott y Thackeray resisten bien. George Eliot y Lytton se están quedando atrás. Charles Reade y Meredith ganan posiciones». Sabía dar agilidad y frescura a la crítica literaria. En otras ocasiones fomenta el diálogo, lanzando una pregunta idónea para abrir un debate entre el autor y el invitado acomodado en el sillón. Por ejemplo: «¿Cuáles son los mejores relatos cortos?». Para él algunos de Kipling, Bret Harte, Daudet, Maupassant, aunque siempre en cabeza Poe o Stevenson. No nos es difícil imaginar cómo debió de valorar Conan Doyle la agudeza mental de monsieur Dupin. De Stevenson, aunque señala numerosos relatos breves y, por supuesto, El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, es en El pabellón de las dunas, ese relato profundamente atmosférico, donde percibe «la cota más alta de su talento y basta, sin necesidad de escribir ni una línea más, para otorgar a un escritor un puesto permanente entre los grandes narradores de la humanidad».
Doyle no llegó a conocer a su compatriota Stevenson, pero se cartearon varias veces cuando éste estaba en Samoa, siendo ya Tusitala, el contador de historias, como lo apodaron los nativos. Esas cartas fueron una de sus posesiones más preciadas, por ser de Stevenson y por significar el esfuerzo de un hombre, cansado, enfermo, que se mantenía al día de lo que hacían escritores de mayor y menor envergadura a miles de kilómetros de distancia, «que estudiaba con generosidad y comprensión la obra de los demás», ayudando a quien con esfuerzo trataba de meter su cabeza en el mundo de las letras. Este «escocés del mundo», como lo llamó Henry James, tuvo, sin duda, un temperamento generoso y naturalmente bondadoso.
También dispone de cierto tiempo para conversar de mujeres. Estuvo casado en dos ocasiones, pero no hablará de ellas sino de las mujeres que aparecen en algunos de sus novelistas preferidos del siglo xviii, como Fielding o Richardson, de quienes señala su capacidad para «retratar mujeres encantadoras; las más perfectas, a mi parecer, de toda nuestra literatura». Doyle admira a un tipo de mujer muy alejada de la mujer «inocente y sosa», complaciente, alabada con frecuencia en el xix. Reivindica más bien una mujer de mente activa, con principios fuertes, de forma de ser encantadora y elegante y poseedora de una «dulce autoestima». Es curioso que el mundo femenino aparezca en cambio tan de soslayo en su obra.
Otras baldas son más viriles. Le interesaban mucho las memorias militares —principalmente, francesas—. Opinaba que «las personas nunca son tan interesantes como cuando se ven llevadas al extremo, y nadie se ve más llevado al extremo que cuando su vida se halla en juego». También ocupan un lugar destacado los libros sobre Napoleón: la biografía de Scott, los tres volúmenes de su médico Bourrienne, la semblanza de Meneval o la de madame de Rémusat y el retrato que hizo de él Hippolyte Taine, un hombre que nunca lo conoció, en un libro que no trata directamente sobre Napoleón, pero que Doyle valora como «la más asombrosa» semblanza escrita sobre él.
Lector voraz de memorias del periodo napoleónico y de la época de Luis XIV, recomienda las memorias de Saint-Simon, las del pícaro duc de Roquelaure («no apta para señoras») o los ocho volúmenes de cartas de madame de Sévigné. Interesado por la historia y su épica —valoración que lo llevó a pensar que sus novelas históricas estaban muy por encima de su creación del dúo Holmes-Watson—, valora la historia que se aleja de la árida acumulación de datos. Como ejemplo de ello: Historia de nuestro tiempo, de McCarthy, e Historia de la Inglaterra en el siglo xix, de Leckey.
Poetas, pocos; libros de viajes, numerosos. Nos llevamos un puñado de buenas recomendaciones que bastarán para «que vea usted su estudio convertido en la cabina de un barco». Nos hablará, por supuesto, de Kipling, de Conrad, de Stevenson, del capitán Scott o de Bullen. Su colección ilustra su pasión por la aventura, el coraje y el desafío de la naturaleza. Es preciso recordar que Conan Doyle en su juventud viajó en calidad de médico durante siete meses en un ballenero rumbo al Ártico. Esa experiencia suscitará un apetito por narraciones de épicos aventureros. Otras exploraciones de carácter más puramente científico, como el Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo, de Darwin, o Viaje al archipiélago malayo, de Wallace, evidencian un gusto por la ciencia que incluye la botánica, la astronomía o, más tardíamente, la pseudociencia de la investigación paranormal. Que Holmes fuera versado en los más variados conocimientos tiene mucho que ver con la curiosidad distraída de Conan Doyle. Le gustaba tener nociones de un amplio abanico de disciplinas de las que esta reseña ha hecho una arbitraria selección.
Finalmente, uno no se va de la casa de Conan Doyle con las manos vacías. Escuchar a un lector apasionado abre el apetito y, se haya pescado poco o mucho, desde luego, resulta apetitoso. Con respecto a posibles incorrecciones, se disculpa: «Puede que haya algunos errores en lo que he dicho, pero ¿acaso no es el privilegio del conversador citar erróneamente?».