Manuel Rico
Cuaderno de historia
Pre-Textos, 2021
132 páginas
POR MARTÍN RODRÍGUEZ-GAONA

En los últimos años se ha consolidado un profundo cuestionamiento a la llamada Cultura de la Transición, sobre todo entre autores jóvenes que manifiestan el descontento de las crisis del siglo XXI. En este sentido, las revisiones resultan determinantes para establecer nexos con proyectos previos afines, reconociendo que hubo obras críticas aunque se mantuvieron en un segundo plano. 

Dos libros, Tiempo salvado (Antología 1980- 2018) y Cuaderno de historia (2021) sintetizan el proyecto de Manuel Rico como una confrontación entre el pasado y el presente inmediatos. Su escritura lo aleja tanto del culturalismo esteticista de los Novísimos como del optimismo vital de la Poesía de la experiencia, desarrollando un registro peculiar, que lo distingue también de la poesía de los cincuenta. Esta independencia formal y discursiva plantea un eslabón necesario para las últimas generaciones (de la Poesía de la conciencia a David Mayor y Batania, de Ben Clark a Rosa Berbel). 

Apelando a un abierto lirismo, en los versos de Manuel Rico se reconocen temas poco explorados por la poesía española, notablemente escenas relacionadas a los procesos de modernización y movilidad social. Así la intensidad vivencial -menos exaltada que la de autores malditos como Aníbal Núñez o revistas como Ruedo Ibérico- alimenta una nostalgia que se corresponde con la inocencia y las ilusiones rotas. Riesgos como el desencanto y la laxitud moral son evadidos por un permanente afán de justicia y ciudadanía. 

La obra de Manuel Rico tiene como núcleo discursivo los años setenta. Años en los que España era aún un país subdesarrollado, en los que la propia Transición era sólo una incierta posibilidad, pues no dejaban de ser una amenaza los años de plomo del final del franquismo, el ocaso de la Guerra Fría y el paso al neoliberalismo global. Tiempos extremadamente complejos. 

No es pequeño, entonces, el logro de sobreponerse al desencanto y articular una voz, pese a la ausencia de interlocutores. Escribir poesía desde la posición del hombre común sabiendo que el orden social lo despoja de autoridad y casi de legitimidad. Oponiéndose para continuar, sin desfallecer -aunque el clasismo y la corrupción fuesen norma-, intentando conservar la mayor dignidad posible. De allí la constancia en el ejercicio de la novela y la crítica literaria (estudios sobre Vázquez Montalbán, Diego Jesús Jiménez y Félix Grande), o en Escritor a la espera (Diarios de los 80), testimonio de la intrahistoria de la ciudad letrada. 

Todos estos registros se unifican mediante el empleo de la memoria. Se indaga en una persistente herida, abierta desde la niñez, decisiva para su poética, síntesis de elegía y epifanía. En la obra de Manuel Rico resultan primordiales la infancia y la adolescencia como paraísos perdidos; introspección que nunca cede al escapismo, pues se transforma en un anhelo de lucidez sin autocomplacencia. 

Surgen un paisaje y unos personajes inusuales: Madrid desde la periferia obrera, una ciudad en pleno desarrollismo. Versos que proponen paseos por rincones de San Blas y Hortaleza, hogares para generaciones marcadas por hondos cambios sociales: los trajines de aquellos primeros hijos de la clase obrera, hombres y mujeres, que llegaban a la universidad y que luchaban, activa y clandestinamente, para recuperar la democracia. 

Así, el poeta rescata, mediante imágenes de barrios obreros en las afueras, una cotidianidad aún regida por una fuerte impronta rural, en la que primaba cierta solidaridad. Instantáneas de cuando Madrid era un poblachón lleno de futuro, lejos de la actual urbe multicultural y cosmopolita arrasada por la especulación. 

Este escenario, con protagonistas nobles y tristes, permite reformular esa vieja pregunta sobre la deshumanización que trae el progreso. En la imposibilidad de una respuesta unánime, Manuel Rico demuestra que un escritor a la contra no sólo resulta por definición incómodo, sino que necesariamente es un escritor a destiempo. 

Estos ambientes y personajes representan un radical contraste con lo institucionalizado desde los ochenta. Así, la Movida madrileña configuró una modernización tutelada, despolitizada mediante la frivolidad y el control social. Frente a aquello, hoy mitología pop y entretenimiento mediático, la poesía de Rico propone imágenes sin romanticismo, en las que el trabajo, la precariedad y la droga aparecen como hechos y como símbolos: los que escindirían a la ciudad en una dinámica de barrios ricos y pobres, centros y periferias. 

Hablar en voz baja, sin embargo, también puede ser una forma de combatir el conformismo, afirmando la identidad que para otros es estigma. Manuel Rico propone una escritura casi etérea, de atmósfera imprecisa, que se construye a través de una sucesión de símbolos personales: ventanas, tranvías, bibliotecas públicas, cafeterías o farmacias; escenarios de una ciudad interior retratada siempre desde las afueras. La palabra entendida como refugio, como arma y como sanación, pero indefectiblemente resuelta con equilibrio artístico: una confirmación íntima de los ideales ilustrados -todavía una promesa para las clases medias del siglo XX-, cuando se concebía la lectura como un medio emancipatorio y la escritura como una responsabilidad civil.

Ese recorrido marca la importancia de lo autobiográfico y la exploración de los orígenes. Rico insiste en evocar lo que, por conveniencia o hipocresía, se ha querido olvidar. Aquello que regresa como una realidad ineludible para los más jóvenes: la precariedad de base en la que se cimentó la sociedad española contemporánea. Es por esto que el poeta manifiesta su anhelo de otros interlocutores, simbolizado en el diálogo con los hijos.

Formalmente, la poesía de Manuel Rico se apoya en una narratividad descriptiva y sugerente que contribuye a ahondar la melancolía. El poeta, orfebre, militante, ciudadano e hijo, se opone a los mayores, pero también tiene para ellos una mirada compasiva. Así, celebra y rectifica a Gil de Biedma («hombres silenciosos que jamás soñarían / con ciudades de pérgola y de tenis»), y agradece a maestros como Juan Ramón, Antonio Machado y Juan Goytisolo, incluyendo también a poetas contemporáneos como Sharon Olds y García Casado.

Como se aprecia, Manuel Rico entreteje una ecléctica serie de modelos e influencias para desarrollar su predilección por aquello que ha quedado sepultado por el tiempo como un desecho, pero que es rescatado a través de la introspección. Este despliegue hacia lo interior coincide con cierta militancia, por la que la identidad personal se manifiesta desde un segundo plano. Una discreción que el poeta reconoce como heredada, de allí el reiterado agradecimiento al padre, artesano, a quien el escritor emula transformándose en un artesano de la palabra.

Nuevamente, resalta la pertinencia de este gesto, considerando la profunda renuencia de la ciudad letrada para asimilar la voz del ciudadano común. Como si la literatura pudiese estar articulada exclusivamente mediante la perspectiva de notables, como si la autoridad artística o intelectual fuese determinada previamente, respondiendo a un origen social o, como sucede ahora, a una aceptación de mercado. 

Así, Cuaderno de historia supone una epístola en verso dirigida a interlocutores contemporáneos. Trazando una alegoría, el motivo del apunte personal dirigido a los hijos crece hasta convertirse en una invitación para analizar el pasado más inmediato. Y aquí el ciudadano común resulta redimido, pues el punto de vista no es el oficial o hegemónico, como en «Mapa con grietas»: «Tierra industrial y descampado, / inciertos recorridos de la vida joven: / de Atocha hasta Orcasitas el polvo florecía, /locales parroquiales, vidas /rotas o vidas improbables…».

En resumen, la subjetividad poética de Manuel Rico se opone a la de la Cultura de la Transición, con su irresponsable exacerbación del consumo, la cual normalizó la despolitización y el arribismo. Aquellos «nuevos ricos» a los que décadas después se les atribuye haber vivido «sobre sus posibilidades». Sin arrogarse heroísmo, su perspectiva promueve conservar y ejercer una conciencia de clase: reconocer unos orígenes, con una mezcla de orgullo y emoción que, incluso será imprescindible, a nivel artístico, como una fuente de empatía. 

Esa conciencia de clase es la que, a lo largo de más de treinta años, ha convertido a Manuel Rico en un escritor a destiempo. La pretensión de Cuaderno de historia se acerca, entonces, a la edificación de un legado: de allí la peculiar confluencia entre el ciclo vital y las paradojas de desarrollismo. Por eso también su constante búsqueda de la memoria emotiva, en un decidido vaivén entre lo personal y lo colectivo. Leves pinceladas plásticas y rítmicas, pero siempre valorando la sutileza, a la manera de alguna escena de cine clásico o un cuadro de Hopper, sin llamar atención hacia la forma. 

Desplegándose entre la vida manejable y el recuento de una época, en un testimonio equilibrado y honesto, la Transición, con sus luces y sus sombras, constituye el hecho histórico decisivo en la vida adulta del poeta, una circunstancia compensada por su búsqueda de lo entrañable. De este modo, en Cuaderno de historia, se aprecia un recorrido por espacios para el recuerdo y el ensueño (ventanas o escampados), que marcan la relevancia de lo privado y lo íntimo. Será desde dichos lugares que se inicie el viaje que recupere la mirada de la niñez, aquel momento en el que empezábamos a ser conscientes pero asimismo estaban aún abiertas todas las posibilidades.