Wolfram Eilenberger
Tiempo de magos. La gran década de la filosofía (1919-1929)
Traducción de Joaquín Chamorro Mielke
Taurus, Madrid, 2019
384 páginas, 22.90 €
POR SEBASTIÁN GÁMEZ MILLÁN

 

Desde que el prestigioso crítico francés Charles Augustin Sainte-Beuve (1804-1869) acuñó, durante el siglo xix, el método biográfico, de acuerdo con el cual la explicación de la vida del autor puede ampliar nuestra comprensión de la obra, se han escrito innumerables estudios bajo este método, a pesar de que fue puesto en tela de juicio por Marcel Proust (1871-1922): el «yo social» no es el «yo profundo», que es el que opera principalmente en la creación.

Sin ir más lejos, este método lo empleó Ortega y Gasset (1883-1955) en estudios sobre Juan Luis Vives, Velázquez, Goethe o Goya. Quizá el caso más ejemplar de estas biografías del pensamiento en las últimas décadas sea el de Rüdiger Safranski (1945), que ha dedicado investigaciones a, entre otros, con Goethe, Schiller, Schopenhauer, Nietzsche o Heidegger cientos de miles de lectores dentro y fuera de Alemania.

Este libro de Wolfram Eilenberger (1971), que ha obtenido una amplia acogida, tratándose de cuestiones filosóficas, el premio al libro del año bávaro en la categoría de «no ficción» (2018) y, en Francia, el premio al mejor libro extranjero en la categoría de «ensayo» (2019), posee un aire de familia con los de Safranski, con la diferencia de que aborda a cuatro filósofos alternativamente: Ernst Cassirer (1874-1945), Ludwig Wittgenstein (1889-1951), Martin Heidegger (1889-1976) y Walter Benjamin (1892-1940).

El filósofo e historiador de las ideas Tzvetan Todorov (1939-2017), inspirándose en las populares biografías de la serie «constructores del mundo», de Stefan Zweig (1881-1942), como La lucha contra el demonio (Hölderlin, Kleist, Nietzsche) o Tres poetas de sus vidas (Casanova, Stendhal, Tolstói), escribió Los aventureros del absoluto (Oscar Wilde, Rilke, Marina Tsvietáieva). La peculiaridad del libro de Eilenberger, como subraya el título, es que no abarca la vida entera de cada uno de los filósofos anteriormente mencionados, sino una década decisiva en sus trayectorias vitales e intelectuales, y de la propia historia del siglo xx: 1919-1929.

Por lo tanto, se encuentra más concentrado en las trescientas ochenta y tres páginas del libro, incluyendo las notas, la bibliografía y un índice alfabético. Además, contiene veintisiete fotografías. Comienza la reconstrucción de sus trayectorias en 1929, en el prólogo, y, por medio de un flashback, regresamos al pasado para comprender el presente, tal como señalaba Walter Benjamin, una técnica recurrente en la literatura o el cine. Eilenberger estudió Filosofía, Psicología y Estudios Románicos en Heidelberg, Turku y Zúrich, doctorándose en Filosofía, pero, como periodista, domina el pulso narrativo para mantener la intriga.

Combina, con rigor y tensión, elementos biográficos y anecdóticos, algo que capta nuestra atención en tanto que todos en mayor o menor medida sentimos curiosidad por cómo viven otras personas; con elementos históricos, ya que la década de los veinte del pasado siglo es extraordinaria en la aparición y difusión de tecnologías que transformarán nuestras vidas: «el automóvil empezó a cambiar la imagen de las ciudades como bien de masas; la radio se convirtió en medio de comunicación global en el espacio público, y el teléfono en el espacio privado; nació el cine como forma artística; aparecieron las primeras líneas aéreas comerciales; ya no había sólo barcos de vapor, sino también zepelines y pronto aeroplanos» (p. 237). Sin pretender ser un estudio sociológico, arroja bastantes luces, incluso sobre nuestro incierto presente.

Desde un punto de vista literario también fue una década irrepetible: el Ulises (1922), de Joyce; los inacabados Cantos (1922), de Pound; La tierra baldía (1922), de T. S. Eliot; Trilce (1922), de César Vallejo; la mayor parte de En busca del tiempo perdido (1913-1927), de Marcel Proust; Residencia en la tierra (1925-1931), de Pablo Neruda; La montaña mágica, de Thomas Mann; El Castillo (1926), de Kafka, y muchos de sus relatos; buena parte de las obras más reconocidas de Virginia Woolf: La señora Dalloway (1925), Al faro (1927), Orlando (1928), Una habitación propia (1929); El ruido y la furia (1929) y Mientras agonizo (1930), de William Faulkner.

Y algo equiparable sucede en el terreno filosófico: el Tractatus logico-philosophicus (1921), de Wittgenstein, escrito en buena parte mientras servía como teniente del ejército austro-húngaro durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918); Ser y tiempo (1927), de Heidegger; los tres volúmenes de Filosofía de las formas simbólicas (1923, 1925 y 1929), de Cassirer; el inacabado Libro de los pasajes (1927) y El origen del drama barroco alemán (1928), de Walter Benjamin. Exceptuando esta última para dejar una por cada autor, se trata de cuatro de las más influyentes obras filosóficas del siglo xx.

Cada uno de ellos es el representante más destacado, o uno de los más, de algunas de las corrientes filosóficas más extendidas y vigorosas del siglo xx: por orden cronológico, Cassirer del neokantismo; Wittgenstein, de la filosofía analítica y padre del Círculo de Viena, a pesar de sus diferencias; Heidegger, de la fenomenología, el existencialismo y la hermenéutica; Walter Benjamin, de la teoría crítica.

Junto con ellos, desfilan actores secundarios imponentes: Aby Warburg, cuya excelente biblioteca será decisiva para la obra de Cassirer; Bertrand Russell, con el que apenas se entiende Wittgenstein, y el círculo de Bloomsbury, entre ellos, en particular, Keynes; Jaspers y Hannah Arendt, la que fuera amante de Heidegger, y posteriormente una de las más perspicaces teóricas sociales y políticas; Adorno y Horkheimer, de la escuela de Frankfurt. Por cierto, los cuatro son escritores, principalmente, en alemán. Por consiguiente, la elección de Eilenberger es acertada desde diversas perspectivas.

Eilenberger demuestra solvencia en el conocimiento de la obra, la correspondencia y la crítica de cada uno de ellos, lo que está lejos de ser fácil, pues, como veremos, a pesar de cierto aire de familia de la época y de la cultura que les impregna, poseen improntas muy singulares y distintas, como es propio de los «genios», término romántico y a menudo magnificado, pero que empleo en su acepción kantiana: como aquellos que dan la regla de lo que está por venir. Volveremos sobre ello al final de esta reseña.

Y además lo hace con una prosa precisa, clara, capaz de despertar curiosidad y contagiar entusiasmo, en la estela de la mejor divulgación, si bien a veces se deja llevar por cierto sensacionalismo, sobre todo al final. Por ejemplo, cuando describe la conferencia de Davos y el duelo entre Heidegger y Cassirer, similar al que mantuvieron en su día Wittgenstein y Popper. Sospecho que el rumbo de la filosofía no se dirime tanto en estos encuentros como en las obras y su recepción crítica.

¿Qué otros aspectos mantienen en común estos grandes filósofos? Eilenberger no lo dice explícitamente, pero lo muestra o lo deja entrever, por ejemplo, en las páginas 118 y 119. La filosofía del siglo xx se caracteriza por el denominado linguistic turn, es decir, nuestra relación cognitiva con la realidad está en todo tiempo mediada o, si se prefiere, atravesada por el lenguaje, de tal manera que actividades esenciales como pensar, comprender, interpretar, conocer o comunicarnos están vinculadas con el lenguaje.

Cada uno a su manera, Cassirer, Wittgenstein, Heidegger y Benjamin contribuyeron decisivamente con sus reflexiones sobre el lenguaje verbal (y otros lenguajes artísticos) al llamado «giro lingüístico», reconocido en el siglo pasado, pero que en realidad es en el siglo xix, si no antes (Aristóteles en la Antigüedad, Vico en el siglo xviii), cuando comienza a fraguarse la relevancia epistemológica del lenguaje como fenómeno mediador entre la realidad y nosotros. Hamann, Herder, Humboldt, Nietzsche y Charles Sanders Peirce son tan sólo cinco pensadores que no deberían faltar en cualquier genealogía rigurosa.

Cassirer definió antropológicamente al ser humano como «animal simbólico», una definición más explicativa y abarcadora que el «animal racional» de Aristóteles, ya que hay muchas acciones humanas que son más bien «irracionales» (piénsese en tradiciones, costumbres populares, prácticas religiosas, artísticas, etcétera), y, sin embargo, no dejan de ser simbólicas. Heidegger declara que «el lenguaje es la casa del ser». Wittgenstein sostiene que «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Y Benjamin, en palabras de Eilenberger, defiende que «el lenguaje no es un medio para comunicar a otros hombres una información útil, sino un medio en el que el ser humano se apercibe de sí mismo y de todas las cosas que le rodean; en el que las conoce a ellas y a sí mismo al nombrarlas» (p. 208).

Paradójicamente, estas concepciones del lenguaje en los que éste no es una simple forma de comunicarnos han desembocado en lo que el pragmatista Richard Rorty llama «disolución de las epistemologías», estrechamente relacionada con la expansión del relativismo de la postmodernidad (Lyotard, Foucault, Deleuze, Derrida, Baudrillard, Vattimo).

El pensamiento postmoderno ya fue criticado por Habermas en 1980: «La Modernidad. Un proyecto inacabado». En la esfera privada e individual puede permitirnos amplios márgenes de libertad y creatividad, pero es incapaz de afrontar los desafíos de la esfera pública: a las ciencias las dejaría en un callejón sin salida, pues por definición no hay ciencia de lo particular, sino de lo universal; y a la esfera jurídica y ético-política, en una época de globalización, aun siendo de facto el relativismo es a todas luces insuficiente e incapaz de orientarnos.

De acuerdo con Cassirer, Eilenberger piensa que los problemas actuales son indisociables de los que se han planteado a lo largo de la historia de la filosofía, como insinúa mediante una oportuna cita (p. 288) del discurso de éste en medio de la crisis de la República de Weimar. El autor no muestra una clara preferencia por ninguno de los cuatro filósofos. Cada vez que expone la vida o el pensamiento de cada uno de ellos lo hace con entusiasmo y admiración. En este sentido, se agradece su elevada imparcialidad.

No obstante, en el breve epílogo, relativamente abierto para que cada lector extraiga sus conclusiones (si bien Eilenberger ha mantenido el hilo conductor hasta ahí), leemos acerca de cada uno de los cuatro protagonistas: el 1 de mayo de 1933, recién nombrado rector de la Universidad de Friburgo, Heidegger pronuncia un discurso titulado «La autoafirmación de la universidad alemana». Y en un artículo periodístico exhorta a los estudiantes alemanes: «Las doctrinas y las “ideas” no deben ser la norma de vuestro ser. El Führer, y sólo él, es la realidad alemana de hoy y del futuro; él es su ley» (p. 341).

Wittgenstein pasa la Navidad de 1929 con sus hermanos en Viena, «igual que haría los años siguientes hasta la anexión de Austria por parte de los nazis» (p. 342). Ante la amenaza de que los nazis lo apresen, Walter Benjamin acabará suicidándose la noche del 26 al 27 de diciembre de 1940 en Portbou, a unos cientos de metros de la frontera española. Cassirer, que fue elegido rector de la Universidad de Hamburgo el 6 de julio de 1929, no pudo pronunciar su discurso inaugural a causa de agrupaciones estudiantiles nacionalistas. Y se vio obligado a abandonar la docencia por una ley de Hitler. Nunca más regresó a Alemania.

No deja de ser significativo que el menos «genial» e influyente de estos cuatro «maestros pensadores», Cassirer, «fue el único que en 1919 dio su apoyo explícito a la naciente República de Weimar; más aún, fue el único demócrata convencido» (p. 111). Por ello, no sé hasta qué punto convendría distinguir entre pensadores de «uso público» y de «uso privado», esto es, aquellos cuyas teorías sirven para construir sociedades y aquellos cuyas teorías valen más bien para forjar individuos. Bertrand Russell es en principio menos «genial» que Wittgenstein, pero su pensamiento es más edificante desde una perspectiva social.

En una entrevista concedida al diario El Mundo con motivo de la publicación de este libro, Eilenberger declaró que «nunca estamos “a salvo” como democracia, siempre podemos regresar a la solución política más simple y oscura». Palabras que guardan un aire de familia con la concepción de «la democracia como moral» de Aranguren: «la democracia no es un status en el que pueda un pueblo cómodamente instalarse. Es una conquista ético-política que sólo a través de una autocrítica siempre vigilante puede mantenerse. Es más una aspiración que una posesión. Es, como decía Kant de la moral en general, una “tarea infinita” en la que, si no se progresa, se retrocede, pues incluso lo ya ganado ha de reconquistarse cada día».

Respecto a la divulgación filosófica, constatamos que en Alemania goza de mayor salud que en España, por público, por tradición y por calidad divulgativa. Además de figuras consagradas como Safranski, hay otros autores más jóvenes, como Richard David Precht que en ¿Quién soy yo… y cuántos? Un viaje filosófico (2009) reformulaba las tres célebres preguntas kantianas, en diálogo con las ciencias naturales y a la luz de problemáticas actuales que a todos nos conciernen, («¿por qué debemos proteger la naturaleza?», «¿adónde nos lleva la medicina reproductiva?», «qué puede hacer la investigación del cerebro?»).

¿Podemos hacer en España —mejor, en Hispanoamérica— algo semejante? Ciertamente, carecemos de la misma tradición y público, pero merece el esfuerzo, no sólo por mostrar que la filosofía está vinculada a nuestras formas de vida, ya sea por los usos de la razón, ya sea por nuestras prácticas éticas, sino también porque puede contribuir a mejorar la calidad de nuestra conversación pública y, con ella, de la democracia.