Vivimos tiempos particularmente autoficcionales y cronísticos, de ahí que un considerable porcentaje de lo que encontramos hoy en las mesas de novedades de las librerías provenga de las experiencias y recuerdos, más o menos transformados, de los escritores. Pero en aquellos tiempos no tan lejanos en los que leíamos y escribíamos mucha más ficción –hablo por mí, obviamente–, cuando me preguntaban de dónde provenían mis escritos, es decir, qué alimentos literarios o artísticos eran los que, tras digerirlos, se convertían en mis textos (y aquí me cuesta esquivar la imagen escatológica), yo mencionaba tanto las lecturas que me habían formado como las referencias visuales que me volaban la cabeza, que me hacían pensar «si yo fuese artista plástica, haría algo parecido a esto».
De lo que se come, se cría, dice el refrán, y yo he debido de comer bastantes obras de Sophie Calle en una época, así como raciones generosas de las de Martin Parr y Pina Bausch. No puedo decantarme por uno solo porque para mí forman una alegre pandilla de amigos con los que a veces salgo a jugar. No son de mi colegio –el colegio de la escritura– sino del de enfrente, el de las artes visuales y escénicas, pero alternar con ellos y con sus obras solo me ha traído alegrías y un buen aprendizaje.
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De Sophie Calle me quedo con su gusto por las aventuras urbanas. No sé si esto le viene por su apellido, Calle, que, aunque español, ahora pronunciamos todos «Cal», a la francesa, pero es cierto que muchas de sus obras la han llevado a pasear por las calles, como esa serie de fotografías titulada Filatures parisiennes (1978-79), fruto gráfico de su costumbre de seguir aleatoriamente a desconocidos por París y fotografiarlos. Las imágenes se acompañan con las notas que tomaba sobre ellos y sus hábitos, y justamente por esa búsqueda constante de personajes y peripecias considero que la mirada de Calle es la de una escritora, o también la de una periodista extrema, alguien que fuerza la realidad para que le funcione su crónica, para poder calzar un zapato de talla pequeña en un pie de gran tamaño. Más literaria aún es su Suite vénitienne (1981), un proyecto en el que sigue hasta Venecia a un conocido suyo que le ha contado su plan de viajar a la ciudad italiana. Una vez allí, logra involucrar a varias personas que la ayudan en su misión de documentación de la vida de este hombre al que ella con su mirada convierte en personaje.
Aunque yo no haya perseguido a nadie físicamente con fines literarios, sí siento muy cercana esa pulsión de mirar por el ojo de la cerradura, de adoptar ademanes detectivescos y moverme por el mundo ataviada con una gabardina metafórica de solapas subidas y hacer como que leo un periódico en formato sábana al que he recortado dos agujeros para poder mirar con discreción lo que ocurre más lejos. Diría entonces que la protagonista de mi nouvelle Qué inmortal he sido, tiene algo de Sophie Calle. Ambas gozan al tensar la realidad hasta el extremo. Sophie está fascinada por la relación entre la vida pública y privada, algo que le ha llevado a analizar patrones de comportamiento utilizando técnicas procedentes de otras profesiones: a veces hay que alejarse mucho de lo que se supone que somos para poder hablar desde lo que somos. A veces, también, hay que autoimponerse misiones. Eso hacen las protagonistas de las dos historias incluidas en mi libro La nueva taxidermia (pido disculpas por la autorreferencia). Ambas podrían ser calificadas como «frikis», pues la primera reconstruye al dedillo el escenario de una fiesta en la que fue feliz años atrás y la segunda (Belinda) habla a través de una muñeca de ventrílocuo que le sirve como mediadora entre ella y el resto de humanos; sin embargo, para mí las dos son heroínas contemporáneas, pues la actitud vital de un friki o «persona que practica desmesurada y obsesivamente una afición», según la tercera acepción del DRAE, les garantiza la supervivencia emocional, algo de un valor vital incalculable.
A estas mujeres de ficción, que se mueven por la realidad como lo harían por las pantallas de un videojuego que les resulta incómodo y difícil, también las veo hermanadas con la gestualidad de la danza contemporánea, en concreto con la que admiro en las piezas de Pina Bausch y su compañía, el Tanztheater Wuppertal. Sus movimientos no siempre apelan a la belleza: son más bien metamovimientos que nos invitan a reflexionar sobre su propia finalidad. ¿Son movimientos imprescindibles o innecesarios?, o, lo que es igual, ¿dónde se encuentra la frontera entre lo indispensable y lo superfluo? ¿Es la bisutería necesaria, por ejemplo? Y de no serlo, ¿por qué los museos arqueológicos están llenos de pendientes, broches, sortijas y collares que ya lucían los humanos de hace más de cinco mil años?
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En una ocasión, cuando me pidieron que definiera mi poética, respondí que en mi voz narrativa me identificaba con una extraterrestre que aterriza en este planeta y trata de entender lo que ve y escucha, o con una antropóloga que estudia culturas remotas, aunque mi objeto de estudio sean mis propios vecinos. Con esa actitud cualquier acto cotidiano cobra un sentido nuevo, evocador, e incluso espeluznante. Esto me lleva de inmediato a las fotografías de Martin Parr, en especial a aquellas en las que retrata a los turistas cuando estos se encuentran en el apogeo de su disfrute. El interés, gusto o necesidad de Parr por volver a mirar y fotografiar lo requetemirado –las hordas de gente bronceándose en la playa o los excursionistas que se retratan ante la Torre de Pisa fingiendo sujetarla– le lleva a crear imágenes poderosísimas. ¿No es ese el sueño de todo artista, lograr que su obra tenga un aspecto totalmente nuevo, aunque el tema en el que ponga el foco se haya tratado en centenares de ocasiones? Ya que nos preceden las emociones «oficiales» ante lo semiconocido, el extrañamiento es, al menos para mí, una solución posible, una vía por la que empezar a trinchar ese animal enorme que es la realidad. De ahí que me quede prendada al mirar con detenimiento la serie de fotografías de Parr titulada Small World, donde el fotógrafo nos permite asistir al pulso que echan la realidad y la imagen idealizada de esta que tienen los que buscan la supuesta «autenticidad» de una cultura.
Por todo esto, solo me queda dar las gracias a Sophie, Pina y Martin: de sus imágenes beben muchos de mis párrafos.