«Estaba la épica del niño prodigio mallorquín que con doce años le hacía tablas al campeón del mundo de ajedrez, el soviético Alekhine, y que con catorce ya era campeón de España y un icono pop de un país hambriento, atrasado y gris»

POR PACO CERDÀ

Considerando en frío, imparcialmente, la irrelevancia que tiene un libro entre los dos millones de títulos que cada año se publican en el mundo.

Considerando que el encargo de esta revista va directo a la vanidad impúdica que cobija, en mayor o menor medida, todo escritor: relatar la experiencia de la escritura de El peón y combinarla con una reflexión sobre el procedimiento, las influencias y los modelos que lo acompañan.

Comprendiendo sin esfuerzo cuán poco interesará esta crónica de una crónica al personal ajeno a la obra y a los lectores alejados de la escritura, y acaso ni eso.

Considerando también que soy más bien refractario a la primera persona y al mercadeo de las andanzas, digamos, personales.

Examinando, en fin, que disipar brumas atenta contra la esencia misma de la literatura, el velo.

Comprendiendo que nunca fue más cierto que ahora que todo peón es una dama en potencia y esa creencia, salvífica, suele ser su perdición.

Considerando que una vez aceptada la propuesta de Javier Serena sería feo no llegar hasta el final de la partida… le hago una seña, viene, y le entrego este texto, avergonzado.

*

Un libro es un viaje. Este empezó en clase turista, último asiento del vagón, junto a la ventanilla.

Aquel trayecto en tren de València a Madrid deparó una sorpresa. La pantalla del vagón emitía un Informe Robinson. Era corto, de apenas veinte minutos. Se titulaba El cartero genial. 

Las imágenes se sucedían a doscientos kilómetros por hora. Un niño increíblemente pequeño, muy serio y formal, jugaba al ajedrez contra hombretones en traje y corbata. Ese mismo niño hablaba por la radio, era paseado a hombros tras regresar de un torneo en Londres, posaba junto a Franco como héroe nacional. Todo en blanco y negro, arrullado por la voz del Nodo y con ese tufo inconfundible de la propaganda de posguerra: lentitud, mentiras, falsas sonrisas. 

Estaba la épica del niño prodigio mallorquín que con doce años le hacía tablas al campeón del mundo de ajedrez, el soviético Alekhine, y que con catorce ya era campeón de España y un icono pop de un país hambriento, atrasado y gris.

Estaba la poesía de un juego que es arte, que es ciencia, que es deporte, que es tan brutal como el boxeo sobre un cuadrilátero blanquinegro, con sus magulladuras en la mente. 

Pero estaba, ante todo, el drama del antihéroe: el niño utilizado por una dictadura, el niño prodigio explotado hasta la extenuación y luego abandonado por el régimen cuando más falta le hacía, en aquel Torneo Interzonal de Estocolmo de 1962, antesala del campeonato del mundo, cumbre deportiva y punto de inflexión para una vida difícil, la de esa mente brillante y luego enferma, reconvertida en anodino funcionario de Correos en Ciempozuelos. 

Era el vagón del silencio, pero a mi lado, Puri Mascarell –veinte años juntos, que tan bien me conoce– no pudo callarse una frase: Ése es tu próximo libro.

Nunca había oído ese nombre: Arturito Pomar. Nunca juego al ajedrez.

Rápidamente, nada extraño en mí, me obsesioné. 

Llegué al hotel y tecleé en Google Arturo Pomar. Esa leyenda, para mí desconocida, había muerto hacía solo medio año. Tumbado sobre la cama leí un obituario de Marca con un encabezamiento irresistible: Muere Arturo Pomar, el Mozart del ajedrez que descubrió Marca. El subtítulo disparaba las revoluciones: En una España en blanco y negro, devota de toreros y vírgenes, que vivía con colas, estraperlo, cartillas de racionamiento y temor a que la nueva guerra mundial reviviera nuestra recién terminada cruzada, un niño mallorquín de 11 años afirmó la autoestima de todo un país.

La palabra evocación es demasiado insulsa para describir lo que removía aquella historia.

Busqué libros sobre Arturo Pomar. Había dos biografías muy difíciles de conseguir. Las intenté localizar ese mismo día, en Madrid. Nada. Rápidamente las compré por internet. Artur Pomar, jugador d’escacs (2009), de Jeroni Bergas; y Arturo Pomar. Una vida dedicada al ajedrez (2009), escrita por Antonio López Manzano y Joan Segura Vila. Así empecé a leer sobre Arturito Pomar. Con la pasión verdadera del amor encontrado sin buscarlo.

Enseguida supe que no quería hacer una biografía. Ya había dos.

Tuve una idea: confrontar las historias de Arturito Pomar y Bobby Fischer, dos ajedrecistas utilizados por sus regímenes, tan distintos, tan iguales. 

Por qué no estructurar el relato a partir de los movimientos de aquella misma partida que ambos jugaron en el Torneo Interzonal de Estocolmo en 1962. Busqué la partida y la encontré. Había sido larguísima: 77 movimientos. Muchos. 

Qué más quería contar yo. No lo sabía. Eso me lo dio la casualidad. 

Y todo con una premisa: que ni una sola palabra atribuida a sus protagonistas ni el más nimio detalle de las historias narradas fueran una recreación novelesca. Nada

1962 fue un año especialmente convulso. En la España franquista es el año de la huelga minera en Asturias que desafió en la calle al régimen, del llamado Contubernio de Múnich, del rechazo a la solicitud de entrada en la Comunidad Ecónomica Europea, del apresamiento del comunista Julián Grimau y su posterior fusilamiento como último muerto de la Guerra Civil, de las revueltas estudiantiles sofocadas con dureza o del Concilio Vaticano II para una Iglesia tridentina que aún llevaba bajo palio al dictador. En los Estados Unidos, en 1962 latía el movimiento por los derechos civiles, la crisis de los misiles de Cuba, el intercambio en el brumoso puente de los espías, la fiebre anticomunista de Guerra Fría.

Todo eran mayúsculas. A mí me encantan las minúsculas.

Así prendió la chispa de la locura: construir una gran partida literaria a partir de los «peones» que en aquel año se movían –eran movidos– en los tableros geopolíticos de Pomar y de Fischer: la España de Franco y la América de Kennedy. Peones que sacrificaron su vida en el altar de un bando: el comunismo, el anarquismo, el maquis, el obrerismo, el socialismo, el terrorismo etarra, el cristianismo social, la República en el exilio, el movimiento estudiantil o el falangismo joseantoniano. En el lado americano, peones entregados a la lucha antirracista del Black Power, el movimiento pacifista antinuclear, la Nueva Izquierda universitaria, la defensa de los pueblos indígenas o la guerra anticomunista al servicio del Ejército en Cuba o la Unión Soviética.

Era un juego de tableros dentro de tableros, como matrioskas rusas. Primera capa: narrar aquella partida Pomar-Fischer de Estocolmo 62. Segunda: contar las vidas de Pomar y de Fischer de principio a fin. Tercera: encontrar peones españoles y estadounidenses del año 1962 y relatar sus historias. Cuarta: reflexionar sobre el significado y las implicaciones personales de entregarse a un bando o ser utilizado por él y, luego, pagar por ello un precio de muerte, cárcel, exilio, soledad. El precio de ser peón.

Y todo con una premisa: que ni una sola palabra atribuida a sus protagonistas ni el más nimio detalle de las historias narradas fueran una recreación novelesca. Nada.

El reto era la no ficción llevada a sus límites. Joseph Mitchell, Martín Caparrós, Emmanuel Carrère. Patrick Radden Keefe, Antonio Scurati, Leila Guerriero. Jacek Hugo-Bader, David Remnick, Olivier Rolin. Gay Talese, Joan Didion, Lola Lafon sin ficción. 

Normas férreas, como en el ajedrez. Puro sinsentido. 

La partida había comenzado. Había 77 fragmentos por delante. Y yo solo tenía una frase, escrita en el bairro de Mouraria, Lisboa: Nunca un peón es solo un peón.

*

Recuerdo momentos.

Recuerdo localizar a Eduard Pomar, verme con él en una cafetería y exponerle mi propósito en torno a la historia de su padre. Su complicidad era para mí imprescindible.

Recuerdo obsesionarme –otra vez la obsesión– con identificar el juego de piezas que movían Pomar y Fischer en Estocolmo y comprarlo en alguna tienda de viejos. Inspiración no; puro fetichismo. Fueron muchas noches pasadas en foros de ajedrez. Nunca lo logré.

Recuerdo sentir pena con el apresamiento del comunista Julián Grimau y su posterior fusilamiento.

Recuerdo sentir admiración ante un falangista, Román Alonso Urdiales, por gritar Franco eres un traidor en el Valle de los Caídos delante de su caudillo.

Recuerdo sentirme débil frente a James Meredith, primer universitario negro en el campus de Misisipi, capaz de soportar a esos hijosdeputa que botaban el balón sobre su techo para que el negro no pudiera dormir y se largara de allí.

Recuerdo sentirme estúpido contando una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, los treinta pasos de Marilyn Monroe en el Madison Square Garden para describir aquel happy birthday to you presidencial. Afuera llovía. Para qué sirve esto.

Recuerdo transcribir emisiones de Radio Dixie Free en La Habana o de la emisora filipina Bombo Radyo, transcribir informes psiquiátricos, transcribir fragmentos del Nodo, transcribir entrevistas televisivas. El collage como método de trabajo.

Recuerdo sentir curiosidad –esa es la palabra: curiosidad– entre viejos periódicos suecos, españoles y americanos, diarios personales recónditos, tesis doctorales, artículos académicos, fotografías antiguas, vídeos en blanco y negro y libros perdidos para conocer algo más sobre la vida y el peaje de mis peones. La trastienda emocional de Francis Gary Powers, el espía estadounidense atrapado por la URSS. La huida de los maquis Pedro Antonio Sánchez y Caracremada en una noche pirenaica. Los valientes mineros de Asturias con Amador Menéndez a la cabeza. La escritora Dolores Medio encerrada donde las Trece Rosas. Blanche Posner y la lucha de las mujeres pacifistas del Women Strike for Peace. La salida de prisión de Marcos Ana. Los caminos de Dionisio Ridruejo para llegar al Contubernio de Munich y su duro exilio. El último vuelo de Rudolf Anderson, única víctima de la crisis de los misiles de Cuba. La melancolía enquistada de Diego Martínez Barrio como presidente de la Segunda República en el exilio. Las penurias del militar estadounidense secuestrado en Vietnam George Fryett. Una desgarradora carta emitida por Radio Pirenaica. La infiltración del FBI en el Partido Comunista de Estados Unidos de la mano del agente especial Herbert K. Stallings. El luto de una viuda anónima de la posguerra española, mi bisabuela. Los peones de mi tablero.

Recuerdo –y es tan difícil imaginarlo– las miles de horas invertidas para captar algún detalle que enriqueciera la narración. Ejemplo: buscar el registro meteorológico de Minessota en el invierno del 62 para poder escribir: En Minnesota, la tierra de los diez mil lagos, el invierno es frío; veintiséis grados bajo cero en este febrero de nieve adherida a todo, como de postal congelada en un paisaje níveo a perpetuidad. 

Recuerdo la alegría al recibir cada correo electrónico de Peter Holmgren, historiador del ajedrez sueco. Como un detective sin tarifa y enamorado de su pasión, Peter se movió durante casi dos años –con generosa e inexplicable paciencia– entre documentos de la época y consultas a viejos ajedrecistas para poder reconstruir con la mayor exactitud posible horarios, emplazamientos, ambientes y hoteles que rodearon aquella partida olvidada por la historia entre Fischer y Pomar. 

Recuerdo la perplejidad al conseguir, gracias a la ayuda del teniente coronel Juan José Crespo, los boletines militares que acreditaban algo extraordinario: A Arturito, antiguo orgullo patrio, el Estado español le abría en 1953 un expediente disciplinario militar por haber faltado a la concentración de la caja de reclutas y un juez militar le daba veinte días para presentarse o, de lo contrario, lo declaraba en rebeldía. Y la rebeldía militar se pagaba con cárcel. Ayer ídolo; hoy prófugo. Pobre peón.

Recuerdo la libreta negra en la que iba ensamblando el orden de aquel rompecabezas de 77 piezas.

Recuerdo la compasión hacia Bobby Fischer: un genio sobre el tablero que no sabía moverse por los escaques de la vida.

Recuerdo la nostalgia de no haber conocido a Arturo Pomar y escuchar tantas veces su canción favorita: Questa piccolissima serenata… 

*

Escribir no ficción pura tiene mucho de reto. 

Cuánto estás dispuesto a buscar, a preguntar, a investigar. Cuánto tiempo de tu vida valen tres líneas, sudando cada detalle.

La no ficción entraña un esfuerzo invisible, en tantos casos inútil.

Pero todo eso queda –debe quedar– debajo del tablero, donde se forman las brumas y anidan los recuerdos. 

*Paco Cerdà (Genovés, 1985) es periodista y autor de El peón (Pepitas, 2020), Premio al Mejor Libro del Año en España en los Premios Cálamo. Será traducido al francés y al inglés y la productora Sygnatia lo llevará a la gran pantalla. Es también autor de Los últimos. Voces de la Laponia española (Pepitas, 2017; traducido al francés).

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