Mario Vargas Llosa
La llamada de la tribu
Alfaguara, Barcelona, 2018
313 páginas, 18.90 € (ebook 9.99 €)
Como otros miembros de su generación, Vargas Llosa comenzó siendo un joven idealista convencido de que el único camino posible para construir un orden capaz de congeniar libertad, igualdad, justicia y prosperidad era el socialismo de Marx. La deriva de los países comunistas lo persuadió de que estaba equivocado. Planificación, colectivismo, estatismo, todos los esfuerzos dirigidos a organizar la sociedad y la actividad económica fracasaban estrepitosamente, al tiempo que iban engendrando regímenes monstruosos que, en nombre de la humanidad, pisoteaban los derechos ciudadanos. Sin negar que el mundo sea mejorable y que entre los deberes del hombre esté mejorarlo, se percató del peligro que encierra creer en la posibilidad de lograr la perfección. Ajustando las ideas a la realidad y no viceversa, como los intelectuales comprometidos, poco a poco fue acercándose al liberalismo, doctrina que representa, a su juicio, la forma más avanzada de cultura democrática y la mejor defensa contra el fanatismo y el gregarismo de las ideologías totalitarias.
El liberalismo no es un conjunto de verdades dogmáticas, sino una actitud que confía en la libertad y el azar antes que en la planificación. Su primer principio es la defensa de la libertad individual frente al poder público. Ningún ideal, ningún fin, por encomiable que sea, puede anular dicho principio. Hacerlo, convirtiendo el poder público en un poder ilimitado, como hicieron los regímenes totalitarios, tiene consecuencias devastadoras. La fuerza del sistema liberal descansa, precisamente, en su debilidad: el rechazo de cualquier fortalecimiento excesivo del poder, cuya división y supeditación a la ley se establecen como axiomas. La libertad, escribió el abate Sieyès, se garantiza con el derecho común, igual para todos, no con ninguna clase de privilegio. Esto no significa que en los sistemas liberales no haya transgresiones y abusos, pero el que sólo donde el liberalismo ejerce su influencia quepa una vida individual, fruto supremo de la evolución histórica, resulta, desde luego, revelador. «En el principio de la historia humana no fue el individuo sino la tribu, la sociedad cerrada. El individuo soberano, emancipado de ese todo gregario celosamente cerrado sobre sí mismo para defenderse de la fiera, del rayo, de los espíritus malignos, de los miedos innumerables del mundo primitivo, es una creación tardía de la humanidad», leemos en La llamada de la tribu. No es ninguna casualidad que el esfuerzo totalitario de conducir de nuevo al hombre a estados más primitivos, con el pretexto de una justicia o una igualdad material que no se alcanza nunca, sea vista por los defensores de la libertad como una inaceptable regresión.
La reciente crisis económica y los problemas derivados de la globalización han abonado el discurso de los enemigos del sistema liberal. Populismos de toda índole intentan rentabilizar la situación con el argumento de que el poder está al servicio de intereses ocultos y que la ley es una ficción que sólo favorece a los poderosos. Convencidos de que lo que está fallando es la economía de mercado, o sea, el predominio de la libertad sobre la igualdad, reivindican de nuevo una política planificadora, como si ésta no hubiera probado con creces su inviabilidad. A Vargas Llosa no se le escapa la existencia de gente capaz de quemar un palacio con tal de calentarse las manos, pero tiene muy claro que incluso ese tipo de gente ha ganado más con el sistema liberal que con cualquier otro. Ello no le impide señalar sus defectos, ni olvidar que, si algo caracteriza al liberalismo, es el convencimiento de que la libertad es siempre incierta y precaria y que solamente luchando por ella, no contra ella, cabe preservarla y ampliarla. La idea, profesada con ciega fe por sus adversarios, de que los pensadores liberales crearon sus teorías de espaldas al bien del hombre en su conjunto y tomando exclusivamente el beneficio de los poderosos es imposible de sostener cuando se conocen de primera mano las obras donde esas teorías fueron formuladas. Desligar la política y la economía de la moral no implica olvidarse del hombre. El lector de Vargas Llosa podrá comprobarlo en cada uno de los siete capítulos en que se divide La llamada de la tribu, cada uno de ellos consagrados a glosar la biografía e ideas de una figura del liberalismo.
El primero se dedica a Adam Smith, quien introdujo la tesis del mercado libre como motor del progreso. La defensa del libre mercado no implica, sin embargo, ninguna tolerancia con el abuso y la brutalidad. Como hace ver Vargas Llosa, Smith se opuso al colonialismo, a la práctica del monopolio, etcétera. Su doctrina de que las limitaciones al comercio constituyen un crimen contra la humanidad no fue pensada para justificar otro tipo de crímenes. Smith, que era partidario de usar los impuestos para equilibrar las rentas, pronosticó algunos de los perniciosos efectos del sistema capitalista denunciados por Marx. La solución, creía, no es acabar con el libre mercado, fuente de riqueza y progreso, sino tratar de prevenir los problemas y paliarlos en la medida de lo posible.
Ortega y Gasset es el segundo autor de la lista. La reivindicación que hace de él Vargas Llosa es tanto más encomiable cuanto que uno de los deportes favoritos en nuestras honorables universidades es denostarlo. El premio Nobel llama la atención sobre la concepción orteguiana del liberalismo como «El derecho que la mayoría otorga a la minoría». El pensador madrileño fue un liberal poco ortodoxo, que defendió en numerosas ocasiones el intervencionismo del Estado a fin de corregir los excesos del capitalismo. Lo que nunca hizo Ortega fue apoyar el fascismo o el comunismo, a los que consideraba, como Vargas Llosa, «ejemplos de regresión sustancial», un paso atrás del individuo al hombre-masa.
El tercer capítulo tiene por protagonista a Hayek. Su tesis principal es que la planificación de la economía conduce inexorablemente al totalitarismo. Vargas Llosa subraya que lo esencial de su obra es haber demostrado que producir y comerciar no sirve de nada si no va acompañado de un orden legal que garantice la «seguridad jurídica» (defensa de la propiedad privada, respeto de los contratos, independencia y honestidad del poder judicial). Esto no quiere decir que Hayek no se percatara de que la ley sancionada por los parlamentos puede convertirse en amenaza para la libertad. De hecho, distinguía entre ley y legislación, entre el orden legal espontáneo, creado por costumbre y tradición, y la legalidad impuesta por el poder. El gran enemigo de la libertad y el progreso es la ingeniería social, la creencia en la posibilidad de resolver los problemas humanos mediante técnicas sociales. Vargas Llosa habla elogiosamente de sus análisis sobre la merma de libertad que implica la creciente planificación social y económica (no es casual que la dedicatoria de Camino de servidumbre rece así: «A los socialistas de todos los partidos»), aunque lamenta que no toque el asunto de la corrupción, cuyos efectos sobre el Estado de derecho y el mercado libre son sumamente graves, y que no distinga con claridad entre la socialdemocracia occidental y el marxismo. Lo que sí distingue Hayek con enorme precisión en su ensayo «¿Por qué no soy conservador?» es la diferencia entre ser liberal y ser conservador, una distinción que la izquierda marxista diluye sin escrúpulos, en la certeza de que todo lo que no sea su propio pensamiento opera en contra de los intereses de la humanidad.
El cuarto nombre es Popper, un liberal consciente de que el poder económico puede ser muy peligroso y que no se debe cifrar el destino de la libertad sólo en los mercados libres. «Si fuera concebible un socialismo combinado con la libertad individual, yo todavía sería socialista», pero, añade, «esta idea no es más que un bello sueño». A la libertad, dice Popper, no se puede renunciar, pues únicamente ella garantiza formas civilizadas de existencia y permite el progreso. De ahí su oposición a quienes proponen el retorno a sociedades donde el individuo deja de ser el dueño de su destino para integrarse en un todo que decide por él. La lectura de Vargas Llosa de los textos del pensador vienés se centra en el rechazo a la creencia en que en la historia rigen leyes que determinan de manera inevitable los acontecimientos. Un punto muy interesante es el que dedica a las similitudes entre la historia de historicistas y revolucionarios y la novela, en su deseo de construir un mundo organizado e inteligible al abrigo de la inseguridad y confusión de la vida. Claro que, mientras que las novelas ocurren en el ámbito de la ficción, la mitificación histórica aspira a producir cambios revolucionarios aquí en la Tierra. Popper, obviamente, los considera irrealizables. Cabe ir mejorando las cosas poco a poco, no perfeccionarlas de golpe. Ello no le impidió proponer al final de sus días medidas para impedir la deriva embrutecedora y consumista de nuestras sociedades, pero Vargas Llosa, autor de La civilización del espectáculo, las critica por encontrarlas incompatibles con el concepto de sociedad abierta.
La lista de liberales ilustres prosigue con Raymond Aron, el fustigador de los intelectuales orgánicos y quizá el primero que conectó a estos servidores de la ideología con el viejo clero. La conexión entre marxismo e Iglesia católica es una de las aportaciones más relevantes de El opio de los intelectuales, libro donde observa que ambas doctrinas prometen «un porvenir que se aleja a medida que se avanza hacia él». Sus críticas no se limitan a los intelectuales comprometidos, también se dirige al proletariado, clase a la que Marx atribuía la función de salvar a la humanidad de la injusticia y la explotación. Vargas Llosa relata con su usual amenidad la reacción de Aron al Mayo del 68. Ningún otro pensador de prestigio se atrevió en aquel momento a criticar con tanta ferocidad aquel mítico acontecimiento. Medio siglo después, el tiempo le ha dado la razón, igual que se la dio en su polémica con Sartre, quien, a pesar de su brillante inteligencia y su glamur progre, pudo visitar la URSS a mediados de los cincuenta y escribir: «He comprobado que en la Unión Soviética la libertad de crítica es total». Ni que decir tiene que Vargas Llosa lo pone en su sitio, a la vez que pondera el tino de Aron.
El capítulo dedicado a Isaiah Berlin, hombre que creía que era ruso o letón, dependiendo de donde estuviera, hasta que, cuando volvió a Riga en 1920, después de la revolución, descubrió que era judío, le sirve a Vargas Llosa para abordar dos problemas de sumo interés: el carácter excluyente de los ideales, o sea, la imposibilidad de realizarlos todos a la vez; y su concepción del liberalismo como un ejercicio de tolerancia en el que deben aunarse el espíritu crítico y el afán del pensamiento por comprender el punto de vista del adversario. Haber escrito espléndidos libros sobre las ideas de sus adversarios (Hamann, Herder, Marx, Joseph de Maistre) demuestra que no hablaba por hablar.
Estas ideas están también en Jean-François Revel, la última figura del libro y uno de los grandes polemistas de nuestro tiempo. Su tesis de que el principal obstáculo para el triunfo del socialismo es el comunismo y que la senda más corta para alcanzar los objetivos revolucionarios es el lento reformismo que garantizan las democracias liberales causó, en su momento, enorme revuelo. Muy interesante, especialmente ahora que estamos entrando en el reino de la posverdad, son los análisis que hizo de los métodos soviéticos en la llamada «guerra de la desinformación». Aprovechando la libertad de prensa de los regímenes democráticos, los regímenes totalitarios aprendieron a infiltrar informaciones falsas a fin de manipular a los ciudadanos. Revel defiende en El conocimiento inútil que en nuestra época es la mentira, y no la verdad, la fuerza que mueve el mundo. La alianza entre la intelligentsia progre —el nuevo clero— y los medios de comunicación de masas se habría convertido, a su juicio, en uno de los mayores peligros a los que debe enfrentarse Occidente.
Todo esto es explicado por Vargas Llosa con precisión extraordinaria. La calidad narrativa de su argumentación es insuperable. Pocas veces encontrará el lector un texto que combine de forma más acertada el rigor, la amenidad y la pertinencia. A mí me hubiera gustado un capítulo sobre Hannah Arendt, cuyas reflexiones sobre la necesidad de distinguir entre la vida privada, la vida social y la vida política creo que completarían esta visión general del pensamiento liberal, pero comprendo que es un deseo discutible y que hay que elegir. En cualquier caso, estaría bien que los críticos de La llamada de la tribu, que los habrá, se expresaran con la transparencia de su autor. Cuando un exceso de luz irrita los ojos el mejor remedio no es arrancárselos.