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José Andújar Almansa y Antonio Lafarque
La exactitud del latido. Diario de un poeta recién casado cien años después
Centro Cultural Generación del 27, Málaga, 2019
POR ÁLVARO VALVERDE

 

Para conmemorar el primer centenario de la publicación del libro Diario de un poeta recién casado, de Juan Ramón Jiménez, José Andújar Almansa y Antonio Lafarque coordinaron en 2017 un ciclo de conferencias en el que participaron Andrés Trapiello, Luis García Montero, Ana Merino, Juan Antonio González Iglesias, Jaime Siles, Ada Salas, Antonio Rivero Taravillo y Felipe Benítez Reyes. Dos años después, sus charlas (salvo la del primero) se reunieron en el volumen que ahora reseñamos, número 27 de la colección de Estudios del 27 (del Centro Cultural Generación del 27 de la Diputación de Málaga), volumen que contiene, además, otros trece artículos sobre ese mismo asunto.

Dice Jaime Siles que «revisar un libro a los cien años de su publicación es una prueba que muy pocos son capaces de soportar». No le falta razón. De lo mucho que ha dado de sí esa revisión dan buena cuenta los textos escritos por este significativo puñado de poetas de las últimas generaciones. El logro, ya digo, veinte enjundiosas lecturas y un poema, firmado por Joan Margarit. Antes, dos prólogos necesarios. De los editores. Lafarque abre el suyo con una cita del «Ítaca» de Cavafis. Empieza por el principio, esto es, por el viaje que dio lugar al libro. Por Madrid, Atocha, enero de 1916. Luego, Cádiz, con escala en su natal Moguer, y New York (como escribe JRJ), donde le espera su futura esposa, Zenobia Camprubí. Y al año siguiente, el Diario. Un punto y aparte tanto en su obra como en la de los poetas que habrán de sucederle. Alude a la «geografía interior», el verdadero paisaje del Diario. Recuerda lo que tantos otros mencionan, aquella confesión a Gullón: «Lo creo mi mejor libro». Copia un aforismo juanramoniano: «Hay un momento en que el pasado es porvenir. Ése es mi instante». Y habla del mar, novedad para un poeta de jardines.

Andújar, por su parte, menciona otra pertinente sentencia del maestro: «He cortado el cordón de mi memoria del ombligo del pasado». Se refiere a la «geografía de la imaginación» y al carácter fragmentario del empeño (lo que no deja de ser llamativo en un poeta tan unitario como JRJ, como extraño resulta que, en rigor, no lo corrigiera nunca), y a cómo el poema se convierte en ficción y cómo se fabrica una subjetividad. Éste, así lo calificó su autor, es un «diario poético». Todo es distancia, «otredad», «alteridad». JRJ «decide inventarse». Por medio, un Nuevo Mundo y una mujer. Afirma Andújar que el Diario «acabó transformando la sintaxis poética en español». Subraya los caminos que abre. A él y a los que le siguieron («Resulta nuestro semejante, nuestro contemporáneo»). Lo define como la «crónica de una aventura estética». Se detiene después en su visión de la ciudad de Nueva York: «hay un choque entre la biografía del poeta y la biografía de la ciudad». No olvida la presencia del inglés en prosas y versos, la influencia de los nuevos poetas norteamericanos y su acercamiento a las «poéticas del habla coloquial» (se trata «de decir la verdad sencillamente, la mayor verdad y del modo más claro posible y más directo»), la aparición del humor y la ironía, que está en el origen de la «mejor vanguardia», que anticipa el Nueva York de Lorca, que aúna muchos géneros, que «acepta una poética del apunte», a favor de «una escritura que dice pero no agota todo lo que podría decir». JRJ abandona la «melancolía simbolista» y estrena un «vitalismo intelectual» que propiciará lo mejor de su obra.

En lo que respecta a las lecturas, abre fuego Luis Muñoz, quien, entre otras cosas (es imposible referirse a todo lo que cada ponente expone), relata su aventura escénica con José Luis Gómez a partir del Diario, apunta la crisis creativa que aqueja al poeta (tentado de pasarse a la prosa), a su «prisa lenta» y al decisivo encuentro con América: el extranjero. «Después del viaje, JRJ es otro», como su voz poética, anota.

Antonio Deltoro confiesa que su ajado ejemplar del Diario le acompaña a todas partes. Dice de él que una «obra maestra lírica», «un prodigio», «vivaz y diverso». Que lo dejó «en un punto de eternidad apoyado y aéreo». Que cumple con su aforismo: «El arte puede ser muy rápido, a condición de que sea muy lento». «Escrito en apenas unos meses, el Diario es eterno y estos primeros cien años son un instante».

Luis García Montero se fija en el «anticlericalismo del poeta». Y en los cementerios, que tanto abundan. Se ratifica, mirándose en el espejo de JRJ, en que «somos nuestra propia ficción, nuestra realidad única». «Se trata de inventarse a uno mismo». «Crecer por dentro, ésa fue la tarea asumida». Más hondo. Subraya el «deseo de sencillez». Habla de «esteticismo intelectual» y recuerda que para Ortega era un «libro metafísico». Se detiene luego en el objeto de su libro El velero bergantín y la anécdota de los baúles mojados tras el viaje de vuelta en el Montevideo. Es «un libro para poetas», concluye.

Jorge Gimeno opta por el desenfado (sin desatender el rigor). Su texto es incluso divertido: «Juan Ramón siempre va a lo grande». Porque ha encontrado por fin la poesía verdadera, lo califica de «recienpoeta». Justifica que no lo tocara ya más porque se dio cuenta de que el libro mejoraba con el tiempo.

Ana Merino, en tono feminista, retrata a un JRJ depresivo, hipocondriaco, miedoso, melancólico… Usuario de sanatorios. Pero todo eso cambia gracias a Zenobia, a quien dedica por completo su disertación. «El territorio del amor es Zenobia. La inteligencia real es Zenobia». Algo que Trapiello, recalca, no entendió.

Juan Andrés García Román defiende al JRJ último. El de Espacio o Lírica de una Atlántida. El de «la idea del obstáculo». Es «enfermizamente platónico», dice. Y que el Diario («auténtico cajón de sastre») «no parece estar terminado».

Antonio Rivero Taravillo, casado con una familiar de Guerrero Ruíz, declara: «Yo nací a la poesía con Juan Ramón Jiménez». Habla de «cielomar» y de «marcielo». Cree que el Diario es «una suerte de cuaderno bitácora lírico, de blog de un poeta de 1916». Allí, «lo alto profundo».

En su lúcido artículo, Abraham Gragera considera a JRJ un gran poeta («una literatura», como dijera Borges de Quevedo), porque de lo íntimo y personal va a lo arquetípico y universal. El Diario (un «libro complejo», «un viaje iniciático») es «semilla» de lo que vendrá después. Un «punto de inflexión de la poesía española» y «principio del resto de la obra juanramoniana». Destaca su «honestidad» y su ironía. Su «unicidad» frente a la «uniformidad». Cree, con acierto, que el de su poesía «no es ni se parece al lenguaje que utilizamos para entendernos en nuestra vida cotidiana».

Darío Jaramillo Agudelo asevera sobre el Diario que «ya todo está escrito sobre este libro», lo que su lectura y todas las demás desmienten. «Todavía es legible», dice, y que no habla de la guerra (la primera mundial). Recuerda lo que le dijo al citado Guerrero Ruíz: «Debemos escribir como se habla, de una manera clara, levada, natural», algo que no abunda (estoy con García Román) en el libro. Destaca, en fin, el uso de los colores.

Juan Antonio González Iglesias (que escribe uno de los mejores textos del conjunto) recalca la «coincidencia perfecta entre la intuición y el acontecimiento». El Diario es «una consagración de la boda» y «un gran poema». Añade que el inglés se convierte en «su idiolecto». Compara el poema V con Animula, vagula, blandula de Adriano (nos da de paso su preciosa traducción) y se pregunta si JRJ lo tuvo presente. Señala la preferencia juanramoniana por «la lírica de los nortes». Se fija en el término «imperio». Considera al libro un salto «en cámara lenta» hacia la universalidad. Como buen comparatista, recala luego en Darío, en Neruda, en Machado, en Atencia y en Dickinson. Con la poeta estadounidense (a la que JRJ traduce en el Diario) coincide en el uso de un «vocabulario adrianeo».

Josep M. Rodríguez recala en Moguer, rememora versos de Yeats, Auden, Mallarmé o Edgar Lee Masters. También menciona a los poetas ultramarinos de la costa este. Reflexiona, al cabo, sobre la muerte.

Ada Salas piensa que estamos ante un «libro sagrado» (lo entrecomilla). Se remonta a los su adolescencia que, como en tantos, está asociada a la poesía de JRJ. Se centra en «lo que aprendí» de ella. Y allí, la pintura. El color. Y lo «machadiano». «La oceanografía del tedio». Con Paz, cree en la fatalidad de quien escribe porque «no tiene más remedio». Ni relato ni reflexión: «Impresiones, sensaciones, emociones: he aquí el poema». JRJ estaba «dispuesto a ver», que es también oír.

Alberto Santamaría manifiesta que estamos ante «un viaje en busca de la página en blanco». Opina que «necesitamos urgentemente leer mal de una vez por todas a JRJ». Y que «escribir es en realidad des-escribir, borrar el rastro de todo lo que es estable». Nombra al vacío, a lo blanco.

Jaime Siles compone un erudito y extenso ensayo. En el principio, con Schlegel, lo clásico, definido por su «inagotabilidad». Por eso hay que «definirlo», no «analizarlo». Y lo describe. Desde fuera. Desde la tradición. Alude a un «yo transhumante», «extrañado», «dislocado por la nueva realidad». Lo considera un libro «refundacional». Con él empieza a ser JRJ un «escritor consciente» (en palabras de Valéry). En verdad es su «primer libro», en «sentido estético». Cita reseñas de la época. Se detiene en el paso del jardín al mar, dos metáforas o símbolos que lo definen. Estima que «ensaya y alcanza una nueva manera de mirar». Y de «nominar». No olvida su «aparente pero compleja sencillez». Con el Diario «cambia el concepto mismo de obra, porque cambia el concepto mismo de persona». Es el diario «de una resurrección» y «una crisis del verso». Deja de ser un poeta modernista y se convierte en un poeta moderno. Va hacia el «desnudamiento». A la perfección por la sencillez. Prefiere ser, dice Siles, «poesía a poeta». Este «solo poema largo» es un «viaje del alma».

Juan Marqués lo califica de «libro bisagra», de «una maravilla de subjetividad que se hace universal». Aprecia que JRJ «refunde simbólicamente la ciudad de Nueva York» y que la suya es «poesía imperecedera».

Lorenzo Oliván, ya que lo mencionamos, enumera otros dos Nueva York: el de Lorca y el de Hierro. Cada cual lo es a su modo. El de JRJ es «de paso». El del «mundo del instante», pero que «permanece». Al revés que el de Darío, el suyo es un «viaje inverso». Hacia América. Atiende, por fin, a lo que hay en él de amor y mar.

Luis Bagué Quílez vuelve a la ciudad de los rascacielos y a lo que tiene de «laboratorio óptico». Antes que Lorca, JRJ «ya había sido poeta en Nueva York». Lo «escucha “con los ojos”». Analiza después «Retrato de niño (atribuido a Velázquez)», un cuadro que cuelga en el Metropolitan.

Marta Agudo escribe el texto más breve. Cree que el poeta ha sabido captar el movimiento del mar. Sólo Cernuda… Recuerda que dijo: «Yo he renovado siempre mi poesía cuando estoy en alta mar». Relaciona Diario con Espacio, «extenso poema fluyente».

Felipe Benítez Reyes, con la gracia que le caracteriza (y no me refiero sólo a su sentido del humor), ofrece una lectura tan singular como certera. La más acorde, permítanme la confidencia, con mi propia opinión respecto a Juan Ramón Jiménez y a su Diario.

El de Rota empieza por el admirado poeta (un «Minotauro desconcertado y perdido en su laberinto», un poeta «saturado de poesía», «un excepcional poeta menor con complejo napoleónico de gran poeta» con agravante de «egolatría») y por su obra (un «caleidoscopio en movimiento perpetuo»). Un hombre en busca de su «ideal de perfección». Califica su lectura de «desconcertante». No acepta ni su autenticidad ni su sinceridad. Cuenta, como LGM, la historia de los baúles presuntamente empapados. Es, dice, un «libro híbrido» («menos unitario que acumulativo») con poemas «esencialmente verbalistas». Una «suma aleatoria de ocurrencias» que entona «al modo decimonónico». «El discurso parece flotar en un vacío retórico». Coincide en su juicio con Cernuda. Termina: «¿El Cansado de su Nombre? El Casado, más bien, con su nombre».

José Luis Gómez Toré se pregunta dónde está Zenobia. Habla de la «construcción» de una «conciencia». JRJ se nos muestra como «una presencia esquiva». Es tal vez su libro «más impuro». Se refiere al verso libre, a lo poético y lo prosaico, a la poesía popular como lastre, a Nueva York… Lo más valioso: «lo que tiene de búsqueda, de camino interior». Y de «interrogarse […] sobre la propia naturaleza de la escritura y del yo que escribe. Resalta su «empeño de ver, una estética de la atención que se me antoja envidiable en estos tiempos de grandes distraídos». Nombra «el estupor del instante».

El poema «La soledat del mar / La soledad del mar», del catalán Margarit, cierra este inagotable volumen. En él, «El fascinant hivern de l’animal de fons».

Ya se ve que, como confesó JRJ a Ricardo Gullón, el Diario «había sido mal leído». Uno se pregunta si después de leer estos dos centenares de páginas seguiría pensando lo mismo.