POR ANTONIO LÓPEZ ORTEGA

I

Tengo la impresión de que estuve con Salvador dos días antes de su muerte. Y digo «impresión» porque no estoy seguro. Comparto con Alejandro Rossi la idea de que la memoria que construimos es selectiva. Es decir, no la hacemos con lo que recordamos, sino con lo que elegimos recordar. Con esa elección me ubico con Salvador la tarde de un miércoles de 2001 en el celarg. Asistíamos a la presentación de un libro de Javier Lasarte llamado Verano, y Javier me había pedido que dijera unas palabras. Yo llegué un poco antes de la hora, pero también Salvador. Estábamos parados en el vestíbulo sin saber muy bien qué hacer. Le pregunto a la Negra Maggi cómo están y algo me refiere sobre la salud de Salvador: algún chequeo pendiente, alguna dolencia. Les sugiero que nos acerquemos a una de las mesas del café y nos tomemos algo. Nos sentamos en una mesita enclenque, con tope de latón. Y allí comienza a hablar Salvador, con sus frases escritas, con sus palabras escogidas, como si las pescara en el aire. Los gestos de sus manos recuerdan las artes de un acordeonista que toca sin instrumento. Pero quiero regresar a una sensación que no es fácil de evocar y que podría resumir de esta manera: cuando Salvador hablaba, su discurso era escrito, que no oral. Es decir, hablaba como si estuviera escribiendo en voz alta.

Pedimos tres cafés y yo insistí en pagar. Quería de verdad obsequiarles ese momento y agradecerles la compañía. Nos paramos porque ya el acto iba a comenzar. Me tuve que colocar en una pequeña tarima junto a Javier para que el público que estaba de pie nos pudiera ver. Y allí comienza un momento de extrañeza que no se me borra, que se me reproduce en recuerdos y sueños: cada vez que yo levantaba mi vista de las líneas que leía para conectarme con el público, veía el rostro de Salvador al fondo, casi en línea recta, mirada contra mirada, fijeza escultural. Yo tenía el recurso de la página para apartarme de esa fijeza, pero Salvador no y creo que no le importaba. Durante todo el acto me sostuvo la mirada casi como un reto. Y yo en el recuerdo he vuelto a ver su rostro como un punto de luz que se va alejando, sumiendo entre tinieblas. Dos días después del acto me llegaba la noticia de su deceso, y yo pensaba en el rostro que se alejaba, que se hundía hasta desaparecer.

II

Antes de mi viaje a París en 1979, escritor risueño que huía de la Escuela de Letras con una beca de estudios, no fui un buen lector de Salvador. Creo que Velia Bosch en el Instituto Escuela nos obligó a leer Los pequeños seres y a analizar Los habitantes. Pero fueron lecturas desinteresadas, hechas en medio del desánimo, que la obra de Salvador no merecía. La memoria me hace trampas y me convence de que esos años fueron también los del «escándalo» (lo pongo entre comillas) alrededor de «El inquieto anacobero», publicado por primera vez en el «Papel Literario» de El Nacional. He vuelto a analizar esa pieza, para el Canon del cuento venezolano que han preparado Luis Barrera Linares y Carlos Sandoval, y me he reencontrado con un relato más bien risueño, excelentemente construido, con un despliegue de oralidad que parece grabada, tal es su fidelidad con los hablantes. El escándalo, en verdad, hablaba de una sociedad pacata, por no decir de unas autoridades alarmistas, acosando a un gran escritor que lo único que había hecho era cumplir con su imaginario y su oficio. Por la seguidilla de noticias, se deduce que al pobre Salvador lo han debido fastidiar esas citaciones o esos otros oficios nada literarios donde se mencionaba su nombre no como autor y sí como indiciado de una causa fantasmal. Pero qué gran y penetrante retrato de la sociedad venezolana del momento, la de los 70, postulaba el conjunto de relatos de El inquieto anacobero: generales revoltosos, empresarios corruptos, políticos inmorales, mujeres que se ofrecían a cualquier postor, músicos nocturnos y una cierta bohemia decadentosa que vendía sus fueros por un puñado de bolívares. En síntesis, una sociedad borracha de dinero que, al verse en el espejo, para expiar las culpas, inventaba persecuciones y buscaba culpables para seguir en la inconsciencia.

III

A Salvador lo vine a leer de manera cabal, ordenada y entusiasta, tal como leí a tantos venezolanos –a Picón Salas, a Guillermo Sucre, al maestro Rosenblat, a María Fernanda Palacios, a Eugenio Montejo, a Alejandro Oliveros, a Sánchez Peláez, incluso a Simón Rodríguez– en París, cuando cursaba la carrera de Estudios Hispánicos en La Sorbona. Y lo vine a hacer, digamos, de atrás para delante. Así, en flamante edición Seix-Barral, impresa en Barcelona, me llegaba a París un ejemplar de El único lugar posible, de 1986, un libro que leí deslumbrado y que todavía me sigue deslumbrando. ¿Qué era este libro? ¿Era una novela? ¿Era un conjunto de relatos? A lo sumo, me atrevería a decir, eran unas narraciones: abiertas, envolventes, inteligentes, soberbiamente bien escritas. Era el Salvador de la madurez plena, con un dominio de autor consagrado, cansado quizás hasta de la novela como género, que necesitaba experimentar a sus anchas, que comulgaba con las corrientes en boga. Yo recorría esas líneas y sentía que me cacheteaban, que me decían: «Lee esto, mira esta proeza, fíjate en este giro», como quien dicta un taller de escritura y transmite sus secretos. Yo, que también leía cuasi embelesado en esos años a Severo Sarduy, sobre todo al Severo de De donde son los cantantes, me decía: «Éste es nuestro Severo local, esto es alta experimentación, esto es vanguardia plena»; y lo era, con creces, sin que yo hallara algo equivalente en nuestro traspatio local. Salvador se me presentaba como nuestro gran narrador, como nuestro gran representante en las lides iberoamericanas que sobrevivían al boom. Era nuestro estandarte, la carta mayor de nuestro secreto juego de póker, nuestro embajador plenipotenciario.

IV

De regreso a Caracas, en 1985, y después de siete años de ausencia, sin reconocer del todo la nueva escena cultural y con un sentimiento de extravío en mi propio suelo que me duró más de lo que yo hubiera querido, comencé a trabajar en el Fondo Editorial de Fundarte y a colaborar con algunas publicaciones locales, entre ellas la revista Imagen, que me encargaba sobre todo entrevistas a escritores. Llegó el día en que, para fortuna mía, me encargaron la de Salvador, quien para entonces estaba de vuelta de su larga estancia en España como consejero cultural. Yo me frotaba las manos diciéndome que era la oportunidad para conocerlo, estrecharle la mano, quizás abrazarlo, decirle abiertamente que lo admiraba, y preparar el cuestionario más enjundioso, más acabado, de pichón de escritor que todavía estaba en sus veinte. La cita, recuerdo, fue en una casa de Santa Eduvigis. Toqué la puerta y me abrió sonriente la Negra Maggi. Me condujo por un pasillo hasta una especie de terraza llena del verdor de plantas y helechos colgantes. Y allí, sentado en una poltrona de cuero, me esperaba Salvador. Pasamos toda una tarde conversando, o más bien escuchándolo, y al final, después de repasar las veinte preguntas de mi farragoso cuestionario, tuve un atrevimiento de scholar afrancesado. Le pregunté, de manera algo presuntuosa: «¿Qué le falta a la narrativa venezolana?». Y su respuesta, la respuesta de aquella tarde de helechos, todavía me deslumbra. Salvador me dijo, sin ningún asomo de duda: «A la narrativa venezolana le falta subjetividad, a la narrativa venezolana le faltan personajes que encarnen esa subjetividad». Esa frase se me volvió como un talismán: la llevaba a todas partes, la sopesaba, la acariciaba. Se volvió, por ejemplo, guía de mi trabajo crítico, pero también pretexto de mi trabajo de creación. El efecto más inmediato, y ésta debe ser la primera vez que lo reconozco en público, fue sobre un prospecto de novela que llevaba entre manos y que años después terminó llamándose Ajena. En un momento de tranca severa, cuando pensaba que el manuscrito en ciernes iría a parar a la basura, se me ocurrió inyectarle una dosis intravenosa de subjetividad y crear la figura de una adolescente enamoradiza que se deshace en el afán de escribirle cartas sucesivas a su amante que se ha ido. Más subjetividad que esa –el diálogo muy íntimo entre seres que se amaban–, imposible. Salvador nunca lo supo, pero sus palabras se convirtieron en la tabla de salvación de una novela cuyo máximo mérito quizás estuvo en ser finalista del Premio Rómulo Gallegos en 2003.

V

Entre 1988 y 1992, gracias a la clarividencia de Joaquín Marta Sosa, para entonces presidente de Venezolana de Televisión, se pudo producir un programa llamado Entrelíneas que tuve el privilegio de conducir. Fue uno de los pocos espacios de la televisión venezolana dedicado a libros y escritores. Se produjeron en total poco más de doscientos programas y, si no me equivoco, esas viejas cintas producidas en formato U-matic reposan en los archivos de la Universidad Nacional Abierta. Pues hace pocas semanas, para sorpresa de propios y extraños, alguien se hizo de uno de esos archivos y lo colgó en la red. Resultó ser un programa de Salvador, en ocasión de la publicación de su libro Cuentos cómicos. He vuelto a ver esas imágenes, veinticinco años después, y he redescubierto a Salvador con todavía más hondura y clarividencia de la que percibía aquella primera vez. Su discurso pausado, sus ideas pescadas al voleo y luego encauzadas con un propósito fijo, sus opiniones sobre el oficio, sus devaneos para dar cuenta de una poética son elementos que vale la pena repasar. He allí al escritor absolutamente maduro, que viene de vuelta de todo, que escoge bien sus palabras, que se sabe siempre en aproximación a algo. Y llega un momento en el cual ni siquiera tiene sentido preguntarle algo o conversar. Y llega un momento en el que lo único que procede es escuchar como se escucha a los grandes maestros, celebrar ese momento de intimidad, agradecer las lecciones que se suceden y aspirar a que puedan volverse propias.

VI

En 1986, para mi fortuna, me tocó ser editor de Salvador. Una tarde me llevó el manuscrito de Hace mal tiempo afuera y yo lo leí en una sola sentada. Era, por supuesto, un libro maravilloso. Había cuentos de diferente extensión, había una total libertad estilística, había intereses diversos. Jocosidad y ocurrencia, inteligencia y penetración, poesía y meditación. Un libro caleidoscópico, que también se desentendía de los marcos genéricos. Narrativa en estado puro, narrativa que husmea y genera sentido, narrativa que repasa y se observa a sí misma. Salía de mi embelesamiento de lector y me transformaba en un editor entusiasta. ¿Un libro de Salvador en mis manos? ¿Una novedad de este calibre para el fondo? El trabajo de producción se habrá tomado varios meses, pero a la vuelta de algunas hojas del calendario, ya escogíamos la fecha de presentación o lanzamiento. Debo compartir, sin embargo, la fase más provechosa de esta empresa, que fue la de tener sucesivas e inesperadas visitas de Salvador durante todo el proceso. ¿Venía el maestro a revisar un boceto de portada? ¿Venía a corregir pruebas? ¿Venía a reclamar retrasos? Si estos pudieron ser los argumentos de los inicios, al cabo de pocas semanas descubríamos que el maestro venía a conversar, a diseccionar el mundo, a dilatar los sentidos sin dejar de aguzar la vista. Tardes de café con Salvador para evitar la somnolencia, tardes de café con Salvador para reordenar el mundo.